[Columna del sábado en Asturias24 (www.asturias24.es)]
Estamos en un grupo formal o
informal, de trabajo o de cerveceo. ¿Hacia dónde mira la gente cuando alguien
habla? Lógicamente, tiende a mirar hacia el que esté hablando. ¿Y hacia dónde
mira el que está hablando? El que habla mira hacia su receptor. Si le está
diciendo algo a alguien en particular, lo mira a él. Si está hablando al grupo
pasea la mirada de unos a otros.
Pero a veces el que habla te mira a
ti y los demás también te miran a ti mientras él o ella habla; y cuando
interviene otro, los demás siguen mirándote a ti. No es una excepción a lo
anterior. Si te miran también los que no hablan, puedes dar por hecho que lo
que te están diciendo ya estaba hablado entre ellos. Si uno habla y los demás
te miran, si varios hablan pero no dialogan y siempre te miran a ti, es que tú
eres el único receptor y el emisor son los demás, que pueden turnarse como
portavoces.
Cuando dijo Arias Cañete que no
descartaba una Gran Coalición PP – PSOE, no le lanzaba ningún guante al otro partido.
Lo decía mirando para nosotros. Cuando lo dijo Felipe González, tras dar
vueltas al asunto en esos largos aburrimientos suyos en Gas Natural, también
nos lo decía a nosotros. Y cuando Rubalcaba dijo que no, que de ninguna manera
habría Gran Coalición, no se lo decía a Cañete. También nos lo decía a
nosotros. Hable quien hable del asunto, todos miran para nosotros. Si ponemos
ahora en Google “gran coalición”, aparecerá un montón de noticias que contienen
esa expresión en boca de variopintos protagonistas. Pero no se replican unos a
otros. Todos hablan mirando para nosotros y todos escuchan mirando para
nosotros. Como cuando las cosas ya están habladas.
Es verdad que los dirigentes del
PSOE dicen que NO aceptarán una Gran Coalición (que cale que los dos partidos
son iguales beneficia al PP porque le quita impurezas cavernarias y perjudica
al PSOE porque le quita purezas progresistas). Pero díganle a alguien que NO
piense en un oso blanco y no tengan duda de que pensará en un oso blanco. O
pruebe a levantar un maletín en un aeropuerto concurrido y a gritar que en ese
maletín NO hay una bomba. Lo importante es que se repite la expresión “Gran
Coalición”, con o sin adverbio de negación.
Para no parecer caprichosos,
centrémonos en Rubalcaba. Dijo que mientras él fuera Secretario General no
habría Gran Coalición, “porque no sería bueno para España” y porque dejaría a
una parte “sustantiva” de la población “sin alternativa”. Hay tres indicios de
insinceridad en su frase. El primero es su vaciedad argumental y su nula
intención crítica. Podría haber dicho que no podría haber coalición con el PP
mientras sigan tramando esa ley del aborto, mientras insistan en perpetrar esa
ley de educación o mientras pretendan privatizar la sanidad. Es decir, podría
haber invocado asuntos que los separen y cuya mención se entienda como una
crítica que impide coaligarse con el PP. Sin embargo se quedó en la nadería de
que hace falta una alternativa. No había objeciones serias en su cabeza y, como
digo, ni siquiera una intención de denuncia o crítica. El segundo indicio es
que no se dirigió a Cañete o Rajoy. Cuando realmente replica o niega algo a
algún rival político, lo hace metiéndose con él, casi siempre educadamente.
Faltó ese latiguillo de “el señor Cañete no puede pretender …”, “el señor Rajoy
no puede ahora …”. Ni siquiera hizo alusión a la mención directa que hizo Rajoy
de que sería el propio Rubalcaba el socialista clave de la operación. No, no
les estaba replicando. Y el tercero es que entonó con cierta vehemencia.
Incluso para pedir la dimisión de Rajoy Rubalcaba emplea un tono calmado, como
de reflexión o lección. Una negativa a la Gran Coalición tan exclamativa es en
él el tipo de sobreactuación que hace un niño para decir que él no tocó ese plato
hecho añicos.
Ninguna de las negativas del PSOE
se dirigen al PP. Y el PP no polemiza con esas negativas del PSOE. No
deberíamos desconectar, además, esos “rumores” de Gran Coalición de la
reflexión de Ramón Jáuregui, según la cual a finales de 2015 debería procederse
a una modificación, se entiende que a fondo, de la constitución. Es evidente
que el país se está desvertebrando y que el régimen de 1978 tiene que ser
sustituido, pensamos algunos, o refundado, quieren otros.
Los elementos de descomposición del
sistema son evidentes y se reiteran en conversaciones y artículos. Resumamos. Los
cargos públicos se deben al aparato interno de los partidos y no a los ciudadanos
y ese aparato fue creando una oligarquía costosa para el estado: por la cantidad
de cargos y nombrados innecesarios con salarios altos; por la ocupación e
inutilización de las instituciones del estado al subordinarlas a los dictados
de esos aparatos; y por la corrupción elevadísima y el caciquismo que creció en
ese sistema. La alternancia de los partidos no toca esta situación que sigue
agravándose en un ambiente cada vez hermano del de la restauración canovista.
La monarquía fue una forma de compromiso de salir de la dictadura. Nunca hubo
un debate serio ni referéndum o consulta sobre la jefatura del estado. El
colarla en la constitución no sirve. La conducta de los miembros de la Casa
Real, empezando por el propio Rey, y los detalles que se van sabiendo del
pasado derrumbaron la comprensión o la paciencia de la ciudadanía con esa
institución (¿quién dice que está remontando? Simplemente se habla menos de
ellos). El sistema territorial se resquebraja. La secesión de alguna comunidad
es una posibilidad real. El sistema autonómico en su conjunto es desigual,
tendente al caciquismo, costoso y fuera de control. Las relaciones del Estado
con la Iglesia siguen empapadas de los tiempos de la dictadura. Como dije
antes, y como se deja ver en las reflexiones de Jáuregui, el castillo de naipes
está inestable. Se podría pensar en corregir los excesos y sintonizar mejor con
una población empobrecida, aturdida e indignada. Se podrían abrir las listas de
los partidos para que la participación sea más real y el juego empiece a ser
limpio. Se podrían revocar los privilegios absurdos de la Iglesia. Se podría
abrir el proceso a una república, para no seguir en el s. XXI con una jefatura
del estado hereditaria (los que tengan mal recuerdo histórico de las otras dos
repúblicas que echen un ojo a cómo acabaron los períodos borbónicos).
Pero se está pensando en una Gran
Coalición. Es decir, en un cerrojazo. Juntar fuerzas los fuertes, reactivar el
papel de la monarquía, aumentar la intimidación hacia Cataluña, engrosar los
temas que no se discuten ni se votan y señalar como antisistema todo lo que
quede fuera. Todo por el bien general, porque el país lo necesita. Emilio Botín
y Felipe González insisten en ello. Comprendo la debilidad formal del argumento
ad hominem. Pero, por poner ejemplo,
cuando se defiende la enseñanza concertada en nombre de la libertad de elección
de los padres y quien la defiende de manera más militante es el Foro Español de
la Familia, el Opus Dei y la Conferencia Episcopal tiendo a pensar que no es de
libertad de lo que estamos hablando. Y cuando Emilio Botín y el consejero de
Gas Natural quieren con tanto ahínco esa Gran Coalición, también tiendo a
pensar que no es del interés general de lo que estamos hablando. No olvidemos
la situación financiera de los grandes periódicos y medios y cómo su
reestructuración está acercando cada vez más sus líneas editoriales, avanzando
hacia una especie de Gran Unificación que se hermanaría con la Gran Coalición
política.
El tiempo empezó, dicen los
físicos, con el Big Bang y termina en los agujeros negros. La teoría dice que,
si la densidad del universo está por encima de un valor crítico, su expansión
se detendría en algún momento y empezaría a contraerse hasta el Big Crunch, el
Gran Colapso, donde el tiempo acabaría absolutamente. Nuestra democracia empezó
con una explosión alegre de partidos maoístas, trotskistas, socialistas de un
tipo y de otro, falangistas, tradicionalistas y demás pelajes, que fueron poco
a poco extraviándose o chocando y fundiéndose en partidos grandes o corrientes
de partidos. Y lo que empezó con una gran explosión quieren ahora colapsarlo en
un Big Crunch, donde los principales partidos, los principales medios de
comunicación, la Iglesia y el Estado y los territorios españoles se hagan Uno y
Lo Mismo: el fin de la soberanía popular, salvo en algunos temas menores. Por
el bien general, dicen Felipe González y Emilio Botín.
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