—No sé qué es lo que
quiere decir con eso de la «gloria» —observó Alicia.
Humpty Dumpty sonrió
despectivamente.
—Pues claro que no..., y
no lo sabrás hasta que te lo diga yo. Quiere decir que «ahí te he dado con un
argumento que te ha dejado bien aplastada».
—Pero «gloria» no
significa «un argumento que deja bien aplastado» —objetó Alicia.
—Cuando yo uso una
palabra —insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso— quiere
decir lo que yo quiero que diga..., ni más ni menos.
—La cuestión —insistió
Alicia— es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas
diferentes.
—La
cuestión —zanjó Humpty Dumpty— es saber quién es el que manda..., eso es todo.
Lewis Carroll, Alicia
en el País de las Maravillas.
No me gusta la palabra “ética” en las
tareas legislativas. Tantas veces exigimos un mínimo de ética en la gestión
pública y, cuando se usa esa palabra para hacer leyes, resulta que a mí no me
gusta. En la vida pública la cuestión no es lo que el diccionario o nuestro
buen entendimiento dicen de una palabra como “ética”. La cuestión es quién
manda aquí y qué quiere decir el que manda cuando la usa. Hay ciertos asuntos
que presentan conflictos “éticos”, que requieren ser analizados desde el ángulo
“ético” antes de ser legislados. A ver a quién no le va a parecer un asunto
“ético” lo de practicar alteraciones genéticas en un ser humano o lo de
concebir embriones voluntariamente para fines científicos o curativos. Y, en
cuanto una cuestión requiere ser analizada éticamente, enseguida se nombra
algún tipo de comisión de expertos para que haga el correspondiente examen
ético de la cuestión y nos digan a los demás dónde está el bien y el mal. Algunos
aspectos de nuestra convivencia son tan éticos que existe desde 2007 un órgano
consultivo llamado Comité de Bioética que sopesa estas cosas tan delicadas.
Hace unos días, de hecho, acaba de analizar con cuidado la libertad de las
mujeres y los derechos del concebido para concluir que la reforma del aborto de
Gallardón circula por la senda del bien.
Pero no hablemos ahora del aborto
(o no mucho). Hablemos de ética. Vaya por delante todo mi reconocimiento a la
aportación de esa materia a nuestro bagaje de conocimiento. Y todo mi
reconocimiento a quienes dedican reflexiones y estudios a temas de bioética. A
lo que quiero referirme es a lo que significa que las leyes que tratan con
ciertos asuntos tengan que respetar consideraciones éticas y a que haya un
Comité de Bioética asesorando a los gobiernos. A lo que quiero referirme es,
entonces, a lo que implica el uso de la palabra “ética” en la actividad
legislativa del parlamento. Por tanto, y me corrijo, realmente no voy a hablar
de ética, sino que, consciente de que la cuestión es quién manda aquí, hablaré
de lo que el que manda dice cuando dice “ética”.
Y cuando el que manda dice “ética”
a mí no me gusta lo que dice. Hay cuatro razones para que no me guste oír que
en temas como el aborto o la investigación en células madres hay cuestiones
éticas.
La primera razón es que, cuando hay
cuestiones éticas, se forma un comité de entendidos para dar un dictamen
“técnico”. Los gobiernos siempre se
están asesorando con técnicos. Los comités de sabios no se forman para
asesorar, que eso se hace siempre,
sino para mostrar como técnico algo que es político e ideológico. Se forman
comités de este tipo para presentar la rebaja de las pensiones o la bajada de
impuestos a los ricos como medidas científicas y no ideológicas, ni siquiera opinables.
Por supuesto, no todos los sabios dicen lo mismo y los comités de sabios se
forman con los sabios cuyo criterio se conoce de antemano y es acorde con el
Gobierno que pide el asesoramiento. Por eso Ana Mato nombró como presidenta del
Comité de Bioética a una economista “especialista en Familia” (qué será eso).
La segunda razón es que cuando se
nos dice que un tema es ético se nos anuncia que se va a marear la perdiz. Si
para regular la eutanasia dicen que hay que ponderar las cuestiones éticas
implicadas, ya sabemos que la cosa va para largo. Habrá comités, estudios, fárrago
de informes y reuniones y cientos y cientos de folios. Declarar un tema como
ético es pararlo y poner las bases para que sea irresoluble si hace falta.
La tercera razón es que la ética,
en la jerga del que manda, trata siempre de prohibiciones y límites. Ya, todas
las leyes hablan de eso, de límites y prohibiciones. Sin duda. Pero lo que
quiere decir el que manda cuando dice “ética” es que las limitaciones no se
establecen por hacer justa, eficiente o viable la convivencia. Los límites de
la “ética” son límites de conciencia. Se trata de ver hasta dónde los límites
de conciencia tienen que ser límites objetivos de obligado cumplimiento para
todas las conciencias. Es decir, al final siempre tienen que ver con
limitaciones que unos tienen que aceptar porque así lo exige la conciencia de
otros.
La cuarta razón es seguramente la
más importante. Tiene que ver con cuáles son los temas que se señalan como
dependientes de valores éticos. ¿Qué tienen de particular los temas que el que
manda llama “éticos”? Investigar en células madre embrionarias plantea, dicen,
dudas éticas por si se están destruyendo vidas humanas. Supongo que la pena de
muerte o la asistencia médica gratuita también tiene que ver con la
preservación de vidas humanas. Si alguien en España plantease reponer la pena
de muerte, habría un debate áspero sin duda. Pero no se enviaría el tema a
ningún comité ético. Tampoco se está llevando a ningún comité bioético la
privatización de la sanidad, ni temas de contaminación o alimentación. La
difunta Isabel Carrasco, con la sabiduría de doce cargos juntos y con la
modestia de los correspondiente doce sueldos, dijo un día a propósito de la
gente que iba perdiendo trabajo, médicos y escuelas que no se podía pretender
que fuera “todito gratis”. A mí me parece que tal reflexión y las réplicas que
indujo entran en el corazón de la ética. Pero no es imaginable que un comité
ético trate de si las prestaciones sociales deben ser toditas gratis. En cuanto
se propagaron por la red lindezas sobre esta mujer de doce cabezas al hilo de
su asesinato, mucha gente se preguntó hasta dónde es lícita la libertad de
expresión cuando alguien público muere de forma violenta. Y el gobierno multó y
detuvo a gente, pero sin informes éticos.
La cuarta razón de que me moleste
la palabra “ética” es entonces que con ella el que manda se refiere a los temas
de vida o muerte sobre los que la Iglesia tiene doctrina y dogma. Así de
sencillo. Los últimos temas tratados por el Comité de Bioética, además del
aborto de Gallardón (perdón por la enojosa anfibología), son: la atención al
final de la vida, es decir, los cuidados paliativos y su vidriosa frontera con
formas de eutanasia según a los ojos de quién; los ensayos clínicos, obviamente
los que tienen que ver con los derechos y dignidad de los sujetos “estudiados”;
bancos de sangre, cordón umbilical y placenta, por su implicación en el tema de
las células madre; la objeción de conciencia en sanidad, ya sabemos para qué; y
la biología sintética e investigación en la vida artificial.
La razón de que estos temas
planteen dudas y conflictos éticos, y no por ejemplo la legislación laboral, es
que son temas en que la Iglesia dicta normas a los creyentes. Un creyente no
tiene conflicto religioso por aceptar o rechazar una ley que abarata el
despido, porque la Iglesia no tiene una postura católica sobre ese asunto. Pero
sí tiene una postura sobre la eutanasia y sí establece cuándo una sedación es
un “asesinato” (que le pregunten a Luis Montes). Por eso los cuidados
paliativos plantean cuestiones “éticas” y las formas de despido no. En
definitiva, lo que hacen los comités éticos y bioéticos asesores de los
gobiernos es aconsejar hasta dónde se debe quebrar o aceptar lo que dice la
Iglesia sobre ciertos asuntos que considera propios.
Por supuesto, en la prosa de los
informes de estos comités no se dice así. Se habla de los límites en que la
conciencia individual puede ser violentada por las leyes. La conciencia de la
que se habla siempre es religiosa y de lo que se habla, por tanto, es hasta
dónde las leyes tienen jerarquía sobre los dogmas religiosos. La mera
existencia de estos comités y la mera catalogación de ciertos asuntos como
éticos supone la aceptación de que ciertos dogmas religiosos han de estar por
encima de la ley. Algo, por cierto, muy reclamado por la Conferencia Episcopal:
que las leyes no entren en temas de moralidad, como el matrimonio homosexual,
por ejemplo.
La ingeniería genética, la
eutanasia, la investigación con embriones y demás son temas que deben ser
regulados, como debe ser regulado el estatuto de los militares, las
obligaciones de los funcionarios, las obligaciones de los padres con los hijos,
la circulación de motocicletas y todo lo relevante para nuestra convivencia y
para la forma en que funciona nuestra sociedad. Todo tiene que ver con el bien
y el mal, con el límite entre las inclinaciones individuales y la supeditación
al conjunto. La ética, en boca del que manda, tiene el temario que marca una
confesión religiosa y no tiene más conflicto real añadido al conflicto que se
da en cualquier otra cosa que el hecho de tratar y enfrentarse con dogmas
religiosos. Por eso me molesta esa palabra en las tareas legislativas. Una
convivencia marcada por la obligación de todos a regirse por la moralidad de
algunos o muchos, a su vez dictada por obispos tan fieramente humanos como son,
es una convivencia enferma y desnutrida (hética, diría yo). Con lo grata que es
la palabra “ética” cuando duerme en el diccionario …
(Por cierto. Zapatero también pidió
informe Bioético para la ley del aborto que ahora Gallardón quiere abortar. También
él debió sentir la necesidad de que algún experto le confirmara que podía uno
estar en la senda del bien apartándose de la Iglesia. Después de cien años de
honradez, llegaron estos veintiún años de prudencia.)
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