Pero el Señor bajó para observar la ciudad y la torre que los hombres
estaban construyendo, y se dijo: «Todos forman un solo pueblo y hablan un solo
idioma; esto es sólo el comienzo de sus obras, y todo lo que se propongan lo
podrán lograr. Será mejor que bajemos a confundir su idioma, para que ya no se
entiendan entre ellos mismos.» (Génesis,
11:5-7).
En la escuela del nacional
catolicismo nos enseñaron que el empeño de los hombres de construir la Torre de
Babel para llegar al mismo cielo fue sacrílego. Dios se ofendió por su soberbia
y castigó su audacia confundiendo sus lenguas para que no pudieran entenderse
unos con otros. Así contado, parece que Dios tuvo éxito. La incomprensión era
el castigo por el atrevimiento. Y en la incomprensión lingüística vivimos.
Pero aquella escuela de falange
tampoco sabía leer bien la Biblia. La confusión lingüística no era el objetivo
de Dios, sino el medio. Dios quiso que los hombres no pudieran sumar sus
fuerzas y talento por el poder desmedido que alcanzaba su unión. Hizo sus
lenguas incomprensibles para que con la falta de comunicación no lograran la
juntura de su entendimiento en empresas comunes. Y, como en tantas otras cosas,
Dios fracasó.
En algún momento de cada año
pregunto a los alumnos si tenemos como especie inteligencia suficiente para
concebir y construir un coche, un ordenador o un equipo de música. Y cada año
parece que hago una pregunta tonta. Ahí están los ordenadores y los coches,
proyectados y fabricados por humanos. Los hombres y mujeres de Altamira eran
iguales que nosotros, de color, de pelo, de tamaño y de cerebro. Es imposible,
sin embargo, que nadie en esa cueva hubiera podido diseñar un chip o una moto.
El cerebro humano no da para eso. Una de nuestras rarezas es que cada
generación puede adquirir sin esfuerzo la información y destrezas de la
generación anterior, de manera que el esfuerzo de cada una añade algo de
complejidad al legado de la anterior. Con el paso de las generaciones, con el poco
que cada una añade a la anterior, nuestros productos culturales y tecnológicos
van haciéndose monstruos que desbordan nuestras verdaderas capacidades.
Un extraterrestre capacitado para
relacionar un coche con nuestro cerebro se daría cuenta de que la máquina es
demasiado compleja para las posibilidades de nuestra mente. Comprendería que
entre nuestro cerebro y el coche hay algo interpuesto que llamamos historia.
Sabría que esa no podía ser la primera herramienta concebida por alguien, sino
el resultado de muchos pocos de inteligencia que pudieron sumarse por esta
rareza de que podamos aprender cosas de quien nos antecede sin reproducir el
esfuerzo que él tuvo que hacer para saberlo. Si nuestro extraterrestre oyera
una sinfonía de Mozart, sabría que esa no podía ser la primera pieza musical
compuesta por alguien. La inventiva humana no da para tal cosa. Tuvo que haber
muchas composiciones previas sucesivamente más complejas hasta que Mozart
pudiera subir ese otro peldaño. En cada sinfonía está el talento de Mozart,
pero sobre todo la historia.
El extraterrestre comprendería el
fracaso de Dios en Babel. Dios no tuvo en cuenta que la especie no sólo es
acolmenada en horizontal, sino también en vertical; en el tiempo. No pudo
impedir que los humanos acumularan su talento mediante el ensamblaje de las
generaciones que se sucedían. Ni pudo, ni supo.
El desafío de Babel tuvo un momento
estelar cuando nos las arreglamos para poner nuestras palabras por escrito. La
lengua escrita hizo que cada talento y cada pensamiento se hicieran sólidos en
el papel y se multiplicaran en cada cerebro que los leía. La humanidad se hizo entonces
y para siempre centauro. La lengua escrita nutre nuestro cerebro y nuestra
mirada con tal poder, que ya dejamos de ser hombres y mujeres para ser mitad hombres
y mujeres, mitad otras mentes y otros tiempos. El torrente de la escritura,
como un gigantesco servidor desordenado, nos fue haciendo cada vez más efecto
de la historia y menos de la biología.
La lengua escrita exageró además
otra deformación. Muchas especies tenemos señales con las que nos comunicamos,
como muchas especies tienen nariz. Pero, igual que la nariz de los elefantes es
monstruosa, nuestras señales tienen, entre otras, una monstruosidad que
llamamos referencialidad. Con sus señales los animales se reconocen, confirman
su protección, se amenazan, se subordinan o se cortejan. Nosotros tenemos la
rareza de referir nuestras señales a las cosas; cuando hablamos, hablamos
acerca de las cosas, tenemos temas de conversación. Nadie más tiene tal don. Al
hacer grandes cantidades de información asimilables, la lengua escrita estiró
la referencialidad de nuestro lenguaje hasta alturas más insospechadas que una
torre que llegara hasta el cielo. La lengua escrita multiplicó la monstruosidad
del lenguaje con los libros. Así llegamos a tener tratados de física o poemas
tan asombrosos como el Gran Sertón.
Algo de todo esto debemos intuir
cuando queremos ver los libros en santuarios. No nos gustan en grandes
superficies entre electrodomésticos y vajillas. Nos gustan en bibliotecas y en
librerías, en un espacio dedicado a ellos o como mucho dialogando con discos y
cine. La red amenaza estos santuarios. Una quinta parte de las librerías de
España cerraron. Las que siguen tienen un algo de resistentes, incluso de
supervivientes. Dicen, algunos, que tal vez la red amenace los libros. Si los
libros son paquetes de información, una vez desaparecido el papel, abiertos esos
paquetes y desaguados en el océano de la red, se diluirán con formas escritas
menores y mayores y llegará un momento en que su propia entidad deje de
reconocerse.
Quizá ocurra. Quizá desaparezcan
las librerías y quizá el libro se desdibuje entre posts, páginas sueltas y
grandes ensamblajes de datos procedentes de sitios dispersos. Quizá un día llegue
una generación que tenga una idea del libro tan confusa como la que ahora
tienen ya de lo que es una enciclopedia. Pero hoy aún no es ese día. Las
librerías supervivientes todavía tuvieron hace poco su día mundial. Tengan hoy los
libreros guardianes del santuario nuestro recuerdo y nuestro reconocimiento y
que por muchos años los centauros lectores podamos seguir celebrando con ellos
el fracaso de Dios con la Torre de Babel.
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