sábado, 6 de diciembre de 2014

Día mundial de las librerías para centauros melancólicos

Pero el Señor bajó para observar la ciudad y la torre que los hombres estaban construyendo, y se dijo: «Todos forman un solo pueblo y hablan un solo idioma; esto es sólo el comienzo de sus obras, y todo lo que se propongan lo podrán lograr. Será mejor que bajemos a confundir su idioma, para que ya no se entiendan entre ellos mismos.» (Génesis, 11:5-7).
En la escuela del nacional catolicismo nos enseñaron que el empeño de los hombres de construir la Torre de Babel para llegar al mismo cielo fue sacrílego. Dios se ofendió por su soberbia y castigó su audacia confundiendo sus lenguas para que no pudieran entenderse unos con otros. Así contado, parece que Dios tuvo éxito. La incomprensión era el castigo por el atrevimiento. Y en la incomprensión lingüística vivimos.
Pero aquella escuela de falange tampoco sabía leer bien la Biblia. La confusión lingüística no era el objetivo de Dios, sino el medio. Dios quiso que los hombres no pudieran sumar sus fuerzas y talento por el poder desmedido que alcanzaba su unión. Hizo sus lenguas incomprensibles para que con la falta de comunicación no lograran la juntura de su entendimiento en empresas comunes. Y, como en tantas otras cosas, Dios fracasó.
En algún momento de cada año pregunto a los alumnos si tenemos como especie inteligencia suficiente para concebir y construir un coche, un ordenador o un equipo de música. Y cada año parece que hago una pregunta tonta. Ahí están los ordenadores y los coches, proyectados y fabricados por humanos. Los hombres y mujeres de Altamira eran iguales que nosotros, de color, de pelo, de tamaño y de cerebro. Es imposible, sin embargo, que nadie en esa cueva hubiera podido diseñar un chip o una moto. El cerebro humano no da para eso. Una de nuestras rarezas es que cada generación puede adquirir sin esfuerzo la información y destrezas de la generación anterior, de manera que el esfuerzo de cada una añade algo de complejidad al legado de la anterior. Con el paso de las generaciones, con el poco que cada una añade a la anterior, nuestros productos culturales y tecnológicos van haciéndose monstruos que desbordan nuestras verdaderas capacidades.
Un extraterrestre capacitado para relacionar un coche con nuestro cerebro se daría cuenta de que la máquina es demasiado compleja para las posibilidades de nuestra mente. Comprendería que entre nuestro cerebro y el coche hay algo interpuesto que llamamos historia. Sabría que esa no podía ser la primera herramienta concebida por alguien, sino el resultado de muchos pocos de inteligencia que pudieron sumarse por esta rareza de que podamos aprender cosas de quien nos antecede sin reproducir el esfuerzo que él tuvo que hacer para saberlo. Si nuestro extraterrestre oyera una sinfonía de Mozart, sabría que esa no podía ser la primera pieza musical compuesta por alguien. La inventiva humana no da para tal cosa. Tuvo que haber muchas composiciones previas sucesivamente más complejas hasta que Mozart pudiera subir ese otro peldaño. En cada sinfonía está el talento de Mozart, pero sobre todo la historia.
El extraterrestre comprendería el fracaso de Dios en Babel. Dios no tuvo en cuenta que la especie no sólo es acolmenada en horizontal, sino también en vertical; en el tiempo. No pudo impedir que los humanos acumularan su talento mediante el ensamblaje de las generaciones que se sucedían. Ni pudo, ni supo.
El desafío de Babel tuvo un momento estelar cuando nos las arreglamos para poner nuestras palabras por escrito. La lengua escrita hizo que cada talento y cada pensamiento se hicieran sólidos en el papel y se multiplicaran en cada cerebro que los leía. La humanidad se hizo entonces y para siempre centauro. La lengua escrita nutre nuestro cerebro y nuestra mirada con tal poder, que ya dejamos de ser hombres y mujeres para ser mitad hombres y mujeres, mitad otras mentes y otros tiempos. El torrente de la escritura, como un gigantesco servidor desordenado, nos fue haciendo cada vez más efecto de la historia y menos de la biología.
La lengua escrita exageró además otra deformación. Muchas especies tenemos señales con las que nos comunicamos, como muchas especies tienen nariz. Pero, igual que la nariz de los elefantes es monstruosa, nuestras señales tienen, entre otras, una monstruosidad que llamamos referencialidad. Con sus señales los animales se reconocen, confirman su protección, se amenazan, se subordinan o se cortejan. Nosotros tenemos la rareza de referir nuestras señales a las cosas; cuando hablamos, hablamos acerca de las cosas, tenemos temas de conversación. Nadie más tiene tal don. Al hacer grandes cantidades de información asimilables, la lengua escrita estiró la referencialidad de nuestro lenguaje hasta alturas más insospechadas que una torre que llegara hasta el cielo. La lengua escrita multiplicó la monstruosidad del lenguaje con los libros. Así llegamos a tener tratados de física o poemas tan asombrosos como el Gran Sertón.
Algo de todo esto debemos intuir cuando queremos ver los libros en santuarios. No nos gustan en grandes superficies entre electrodomésticos y vajillas. Nos gustan en bibliotecas y en librerías, en un espacio dedicado a ellos o como mucho dialogando con discos y cine. La red amenaza estos santuarios. Una quinta parte de las librerías de España cerraron. Las que siguen tienen un algo de resistentes, incluso de supervivientes. Dicen, algunos, que tal vez la red amenace los libros. Si los libros son paquetes de información, una vez desaparecido el papel, abiertos esos paquetes y desaguados en el océano de la red, se diluirán con formas escritas menores y mayores y llegará un momento en que su propia entidad deje de reconocerse.

Quizá ocurra. Quizá desaparezcan las librerías y quizá el libro se desdibuje entre posts, páginas sueltas y grandes ensamblajes de datos procedentes de sitios dispersos. Quizá un día llegue una generación que tenga una idea del libro tan confusa como la que ahora tienen ya de lo que es una enciclopedia. Pero hoy aún no es ese día. Las librerías supervivientes todavía tuvieron hace poco su día mundial. Tengan hoy los libreros guardianes del santuario nuestro recuerdo y nuestro reconocimiento y que por muchos años los centauros lectores podamos seguir celebrando con ellos el fracaso de Dios con la Torre de Babel.

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