viernes, 26 de diciembre de 2014

En Navidad

Hans Castorp, aquel entrañable personaje de Thomas Mann, se maravillaba de nuestra ceguera para el tiempo. Sentimos el espacio porque tenemos órganos para ello. Nuestras piernas nos desplazan y con el movimiento notamos el espacio. Nuestros ojos nos muestran que unas cosas están lejos y otras cerca y con la sensación de distancia sentimos también el espacio. Pero no tenemos ningún sentido que perciba el tiempo. Ni nuestros dedos sienten el roce del paso del tiempo ni nuestros oídos oyen su curso. Castorp no acertaba a entender cómo nos arreglábamos para medir algo que no podemos percibir.
Y no vamos a arreglar semejante cuestión ahora. Sólo parece evidente que, en ausencia de sentidos que sientan el tiempo, tenemos que recurrir a símbolos para tratar con él. Y, en consecuencia, la manera en que percibimos el paso del tiempo es muy sensible a la manera en que lo simbolicemos. La Navidad no es sólo una de esas muletas simbólicas que llegan cada año como un diapasón para que notemos cómo se amontona el tiempo. Además de eso, todo el perifollo simbólico que la acompaña, y ciegos como estamos para percibir el tiempo fuera de los símbolos, distorsiona la manera en que sentimos el tiempo en estas fechas. En Navidad el tiempo que percibimos se remansa, como si hubiera un dique que lo contuviera, y se solapan las personas y los sucesos de nuestra vida, como se mezclan y confunden distintas capas de agua cuando detenemos la corriente con algún obstáculo. Por eso todo el mundo se acuerda de todo el mundo y todo el mundo llora por todo, ríe por todo y se abraza por todo, como si todo lo que ocurrió estuviera efectivamente ocurriendo en estos días en que el tiempo se aprieta y todo se arremolina.
Christopher Nolan, en la película Interstellar, excita nuestra imaginación fantaseando con una versión de la quinta dimensión física. Tenemos tres dimensiones espaciales por las que nos movemos sin problemas. Einstein añadió que entre dos puntos no sólo hay distancia sino tiempo, que puede contraerse y dilatarse según ciertas condiciones. Ya son cuatro dimensiones, pero por esta cuarta dimensión no podemos movernos como por el espacio: siempre estamos en presente y no podemos ir hacia el futuro o el pasado. Pero en la quinta dimensión todo el tiempo se despliega ante nosotros, como se despliega el espacio en el Muro de San Lorenzo. “En esa quinta dimensión, no tiene sentido preguntar «¿cuándo nací?» o «¿cuándo morí?», porque, de hecho, siempre estás naciendo y siempre te estás muriendo”, dice Neil de Grasse. Una aproximación a esta quinta dimensión debe ser esta Navidad nuestra, donde nuestros muertos queridos están todo el tiempo muriéndose, nuestros hijos no dejan de nacer hasta el seis de enero, se ríen todas las risas del año y se lloran todas las tristezas porque está ocurriendo siempre aquel desamor o aquel quebranto.
La templanza con que se mira la vida pública es también propia de una quinta dimensión. Imposible sentirse exaltado en una dimensión donde Gallardón siempre está dimitiendo, Esperanza Aguirre siempre huye perseguida por la policía local y no para de presentarse para alcaldesa. En ese estado pentadimensional, la infanta está siendo continuamente acusada de fraude, Felipe VI no deja de coronarse, Juan Carlos I se afora interminablemente, Urdangarín está todo el rato en libertad con cargos y un muchachote del PP dice sin pausa sobre el aborto que la que se abra de piernas se atenga a las consecuencias, con su mano derecha en la entrepierna mientras los amigotes se ríen con la boca llena. En el delirio de la quinta dimensión Rajoy sale de la crisis una y otra vez, cinco millones de españoles están siendo despedidos todo el tiempo, Fernández Villa está permanentemente desorientado y los funcionarios reciben sin descanso su extra de Navidad.

Transite cada uno como mejor pueda por este remedo de quinta dimensión, por este parque temático navideño, de puntillas o a grandes zancadas, en pasado o en presente continuo. En enero se abrirá la compuerta simbólica, el tiempo volverá a fluir, nos arrastrará clavados al presente como a un salvavidas y las cosas volverán a pasar una detrás de otra. Y empezaremos a vivir los contentos y las melancolías que se remansarán en la próxima Navidad.

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