Para muchos militantes y líderes de
Izquierda Unida la formación y rápida expansión de Podemos debe ser como el
huevo de Colón, una de esas cosas que parecen fáciles y obvias cuando ya
ocurrieron. En los días de las acampadas del 15 M, Gaspar Llamazares tenía la
sensación de estar oyendo lo
que él llevaba tiempo diciendo, como si de repente un montón de gente hubiera
entendido algo que a él le parecía evidente desde el principio. Por eso tienen
sus razones para no entender por qué se quedan al margen de esta agitación que
rodea a Podemos cuando sus propósitos son más o menos iguales.
El programa de un partido es el
conjunto básico de cosas que se propone hacer. Puede parecer lógico que la
identidad o diferencia entre dos partidos se decida por su programa y
propósitos y por eso Garzón viene diciendo que los votantes no entenderían que
no se presentaran en una sola candidatura. Muchos votantes pueden sentir que
piensan lo mismo que IU y que Podemos y puede extrañarles tener que elegir
entre una cosa y otra.
Pero las cosas no deben ser tan
sencillas. Los programas y la acción política no pueden llevarse a efecto sin instrumentos. Se
necesitan partidos políticos, instituciones y poder en las instituciones para hacer
las cosas que se prevén en los programas. El poder es algo parecido a lo que en
física es la energía: es la capacidad de hacer cosas. La constitución prevé que
el poder parta de los ciudadanos y que lo concentren o repartan con sus votos
donde les parezca mejor. Los partidos son las entidades en las que el poder se
acumula, igual que se concentra energía en los acumuladores o las baterías.
Esto es así porque así lo establece
nuestro sistema electoral. Aunque votamos diputados y concejales, los partidos
son los que deciden los candidatos y las listas. Por eso donde los votos
concentran el poder es en los partidos y de ahí el poder fluye hacia las
instituciones. En principio, la idea no es mala. Si no hubiera nada entre el voto de la gente y las instituciones,
el sistema estaría desprotegido contra populistas y aventureros. Los votos
pueden ser movidos por pulsiones emocionales colectivas circunstanciales y
orquestadas. Aventureros como Mario Conde o quién sabe si Pedro Jota en sus
buenos tiempos podrían encaramarse en el poder y hacer desde él las cosas que hacen los aventureros.
No se trata de infantilizar al
pueblo y menoscabar su derecho a decidir. Se trata sólo de que haya
amortiguadores entre sus acusados vaivenes emocionales y el poder institucional,
como hay amortiguadores entre
los altibajos del asfalto y
el habitáculo de un coche. Los partidos son esos amortiguadores. No se recibe
de los ciudadanos el poder más que a través de un partido que es el primer
receptor. Como el partido tiene una
ideología y una masa de reflexión y acción, el poder procedente de los votos
llega sereno a las instituciones. Hasta aquí todo bien.
Pero los partidos, más por el
efecto de malas prácticas sostenidas que por canalladas directas, extraviaron
por completo el papel que el sistema les reservaba. Como hacen las baterías
cargadas, los partidos tienen que soltar el poder que acumulan por los votos
hacia las instituciones y recargarse cíclicamente con más votos, si los
ciudadanos lo tienen a bien y no prefieren descargarlos y pasarlos a la
reserva. El problema fue que los partidos, en vez de cumplir su función de
amortiguador entre la voluntad popular y el poder institucional, retuvieron el
poder. Nombran al Fiscal General del Estado, a miembros del Consejo General del
Poder Judicial o del Tribunal de Cuentas, pero no les ceden el poder.
Subordinan las responsabilidades públicas de instituciones independientes a la
disciplina del partido que nombra a sus miembros, de manera que el poder se
queda en los amortiguadores. Y
además deforman el estado para acumular más poder con los mismos votos. Ahí
tenemos un senado caro y parásito, que sólo sirve para que los partidos tengan
más cargos para designar y más voluntades compradas; ¿o volverá alguien a
decir, a finales de 2014, que “hay que convertirlo en una cámara territorial”?
Las consecuencias de décadas de
dejar fuera de la foto al que se mueva son conocidas (la expresión es de
Alfonso Guerra, que parece que se despertó de la siesta que lleva echando desde
los noventa para irse de la política; otra vez): opacidad, atrofia
institucional, privilegios, militancia como oficio y corrupción generalizada. Sólo
desde esta percepción de la situación se explica el impacto de Podemos. Su
fuerte apoyo no se debe a su programa ni a su ideología, que ya habían
propuesto otros partidos. Tampoco se explica por la fuerza del liderazgo de
Pablo Iglesias, que no es tan aplastante como suponen quienes lo imaginan con
coleta, cuernos y rabo con final en punta.
El apoyo se nutre de la certera
crítica a la manera en que los partidos vienen funcionando de la única manera
en que la gente entiende la crítica
y las cosas en política: con conductas más que con argumentos. Podemos
tiene estructura y jerarquía, pero la jerarquía es blanda, los círculos
flotantes, la frontera entre la militancia lo que no es militancia difusa, la
transparencia es radical y, en los primeros pasos, la renuncia a privilegios de
“casta” excesiva y monacal. No lo están proponiendo, sino que lo están
haciendo. No proponen movilizaciones, sino que tienen de hecho movilizadas a
más de cien mil personas en círculos de debate. Izquierda Unida viene siendo
una excepción ética. Es cierto que nunca tuvo mucho poder, pero sí el
suficiente para haberse corrompido y, sin embargo, es un partido limpio. Pero
no fue ninguna excepción en la forma de funcionar como partido. Fue igual de
opaco que los demás, igual de ensimismado y cerrado (bien lo sabemos en esta
legislatura en Asturias) y con el mismo papel (lógicamente a escala, por su
tamaño) con respecto a las instituciones. En Asturias y en Gijón conocimos legislaturas del PSOE solo y del PSOE con
IU. La diferencia sólo estaba en el reparto de cargos. Areces fue siempre igual
de Areces y en las delirantes andanzas de Rodríguez Vigil nadie notó que estaba
en coalición con IU.
IU tiene el mismo programa que
Podemos, pero lo que se percibe en
este momento es que la
cuestión son las herramientas, las maneras de funcionar y distribuir el poder, no tanto los propósitos. Y en esos
aspectos ahora centrales IU está tan lejos de Podemos como cualquier otro
partido. Ahora mismo son dos fuerzas muy distintas en los aspectos que más preocupan a la gente y que tienen
que ver con una regeneración radical en la vida pública y en el funcionamiento de partidos e
instituciones.
La afinidad ideológica y de
programa deberá manifestarse en los inevitables pactos y estrategias conjuntas
que deban hacerse en las instituciones después de las elecciones. La gente
entiende que los que son diferentes
se pongan de acuerdo si les une lo suficiente. Pero en la oferta electoral
tiene que ir por separado lo que claramente es distinto. Hacer de la unidad de
la izquierda un argumento electoral central perjudicará a quien lo haga, porque
transmite una imagen muy ensimismada de la izquierda y porque a sus votantes
naturales nunca les gustó la izquierda que siente como oponente a la izquierda.
Sin duda, el aroma común que
desprenden Izquierda Unida, Podemos, Ganemos, Equo y demás tiene un enorme
potencial que podrá desplegarse los próximos meses y años. La condición para
llegar a la ansiada unidad de
acción política es la de la rosa de Juan Ramón Jiménez. Que no la toquen ya más.
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