“Morían lentamente… eso estaba claro. No eran
enemigos, no eran criminales, no eran nada terrenal, sólo sombras negras de
enfermedad y agotamiento, que yacían confusamente en la tiniebla verdosa.”
Conrad, Joseph, El corazón de las tinieblas.
Todas esas muertes del diecinueve de abril en el
Mediterráneo, más de ochocientas, y las anteriores y las venideras son muertes
lentas, porque lentos son los efectos de toda forma de abandono. El sur de
Europa es la frontera más infame de la Tierra. Es la que separa, o junta según
se mire, en menos espacio la riqueza y la desesperación. En ningún sitio hay
tanta diferencia a uno y otro lado de una línea artificial. “Si vas al norte, acuérdate de Orfeo; si vas al sur, acuérdate de Dante”, escribió
Ángel González. Esas palabras, pensadas en su día para los Pirineos, resuenan
ahora con nuevos ecos en el Mediterráneo. El Mediterráneo era para esos
ochocientos como la laguna Estigia para Orfeo. Había que lanzarse como él sin
mirar el infierno de Dante que quedaba detrás. Y allí murieron sin ayuda,
porque un salvamento de mínimos disponible hubiera provocado un “efecto
llamada”, según rugieron hace un mes Rajoy, Merkel, Jorge Fernández y otros.
A los recuerdos vamos. La poesía se basa en algún tipo de
ritmo, rima o repetición, en algo que vuelve y junta fuerzas con otra cosa pasada
a la que intensifica, en algo que crea una expectativa de retorno, como una
promesa. Estas muertes no son frases sueltas. Estas muertes deben traer a
nuestra memoria otros hechos que deben quedar debidamente subrayados y
resaltados en nuestra atención, como formando un poema innoble, porque estas
muertes llegan con la promesa de muchas más muertes.
Estas muertes suceden por abandono, porque el que tiene
medios decide no mirar y no ve y no ayuda. Suceden por ceguera, porque Europa
decide no aceptar las dimensiones de una masa explosiva y desesperada dispuesta
a ahogarse o estrellarse contra muros con concertinas porque no hay dolor que
añadir a su dolor. Y suceden por insensibilidad e indolencia de una población
que prefiere enterarse de las cosas sólo hasta el punto en que no obliguen y no
comprometan, punto en el que prefiere distraer la atención. Por momentos,
Europa parece el castillo cerrado a cal y canto de Allan Poe, en el que unos
cuantos vividores insensatos creían poder vivir en fiesta permanente a salvo de
la Muerte Roja que mataba entre horrores a toda la población. Lo que estas
muertes nos tienen que traer a la memoria son los actos y las palabras que
estimulan el abandono, la ceguera y la indolencia de la gente, por las que tantos se mueren en el desamparo y por las que
la Muerte Roja amenaza al continente.
En los años ochenta, y después de dejar los trajes de pana y
hacerse hombre de Estado, Felipe González en las ruedas de prensa empezó a
darse un aire a Helmut Schmidt con unas gafas de metal fino que agitaba
cogiendo por la patilla. Muchas veces los políticos creen que cogen prestancia
y sabor internacional asimilándose a las maneras de políticos del exterior. Así
que en 2008 Rajoy, con pocas posibilidades de vencer a Zapatero, decidió
homologarse a lo que veía un poco más al norte, no mordisqueando gafas por la
patilla, sino agitando el espantajo de los inmigrantes en plan francés. Fue
cuando quería exigirles firmar un contrato que les obligara a cumplir nuestras
leyes, respetar nuestras costumbres (?) y a pagar impuestos (¿cuántos
asistentes a la boda de la hija de Aznar cumplirían tales requisitos para andar
por aquí?). Fue también cuando el incalificable Arias Cañete soltó la memez
aquella de las tostadas de los camareros españolazos que ahora ya no se sabían
servir con tanto camarero étnico.
Esta legislatura empezó con aquellos disparos de la Guardia
Civil a inmigrantes que estaban en el agua ya a nado. Murieron catorce. Hablo
de esta legislatura porque este Gobierno estaba detrás de esta conducta. La
Guardia Civil dijo que no habían disparado a nadie sino que habían dibujado en
el mar con ráfagas de bala la línea de la que no debían pasar. Qué simbolismo insuperable.
La frontera sur de Europa, la línea mundial de la infamia, marcada con ráfagas
de bala.
Albert Rivera viene diciendo con insistencia que la atención
sanitaria en España debe ser para los españoles y los inmigrantes residentes.
Los demás sólo serán atendidos si son niños, embarazadas o tienen una
enfermedad grave o rara. Tiene especial interés la sensibilidad que se educa a
partir de la asistencia médica. ¿Qué habría que hacer, según Rivera (y Rajoy),
con un inmigrante sin dinero y sin papeles que tiene un cólico de apendicitis?
¿Lo dejamos retorcerse hasta que la infección progrese y se haga grave y
entonces sí lo atendemos? Si un inmigrante enferma y un médico certifica que la
cosa es “rara”, se le atiende; en caso contrario, ¿qué se supone que hay que
hacer?
La forma de darle apariencia ética a estas cosas, es hacer
grados en las situaciones de humildad o miseria, de manera que puedas presentar
el desamparo de unos como protección de otros. Así se puede negar a los más
necesitados la atención humana mínima, que es la asistencia en la enfermedad,
diciendo que lo que se hace es proteger a los inmigrantes legales con papeles.
De la misma manera el FMI pide moderar la “dualidad” del mercado laboral
español, es decir, que no haya tanta diferencia entre los que trabajan y los
que no, o para entendernos, que los que trabajan no tengan tantos derechos y
tanto salario y
trabajar se parezca un poco más a no trabajar.
La forma de darle apariencia de racionalidad a estas medidas
es la de referirse a los extranjeros no residentes como “turistas”, invocando
los casos de europeos que aprovechan estancias en España para procurarse
ciertas atenciones que en sus países hay que pagar. Charlie Marlow, el
personaje de J. Conrad, se espantaba oyendo a sus acompañantes de navegación referirse
a los aborígenes africanos de aquellas selvas como “enemigos”. Quién llamaría “turistas”
a esos ochocientos ahogados del Mediterráneo o aquellos que nadaban
aterrorizados en mar abierto viendo las ráfagas de bala de la Guardia Civil marcar
el territorio del norte.
Por supuesto esta semana, y por unos días más, todos se
desgañitan diciendo que hay que hacer algo. Hasta Rajoy discursea diciendo que
se necesitan más cosas que discursos, antes de seguir con el Marca. Dicen que en tiempos en los
fusilamientos sólo uno de los fusiles ejecutantes tenían munición auténtica,
mientras los demás tenían sólo balas de fogueo. Los fusileros no sabían qué
fusil era el letal. Simplemente apretaban el gatillo y el reo caía, cada uno
podía irse a su casa suponiendo que no había sido su disparo el que había
matado a nadie. Ningún discurso ni actitud mata de golpe a ochocientas
personas. Esas personas mueren lentamente, por abandono, ceguera e indolencia
de la población y gobiernos. Cualquiera de los que vienen diciendo palabras que
educan el abandono, la ceguera y la indolencia pueden irse para casa con la
conciencia de que nada que hayan dicho mató a nadie, como si hubieran disparado
una bala de fogueo en un pelotón de fusilamiento. Pero alguna o muchas de esas
palabras, no sabemos cuáles, forman parte de esa muerte lenta que oscurece el
Mediterráneo.