viernes, 24 de abril de 2015

Mediterráneo, muertes que riman

 “Morían lentamente… eso estaba claro. No eran enemigos, no eran criminales, no eran nada terrenal, sólo sombras negras de enfermedad y agotamiento, que yacían confusamente en la tiniebla verdosa.”
Conrad, Joseph, El corazón de las tinieblas.
Todas esas muertes del diecinueve de abril en el Mediterráneo, más de ochocientas, y las anteriores y las venideras son muertes lentas, porque lentos son los efectos de toda forma de abandono. El sur de Europa es la frontera más infame de la Tierra. Es la que separa, o junta según se mire, en menos espacio la riqueza y la desesperación. En ningún sitio hay tanta diferencia a uno y otro lado de una línea artificial. “Si vas al norte, acuérdate de Orfeo; si vas al sur, acuérdate de Dante”, escribió Ángel González. Esas palabras, pensadas en su día para los Pirineos, resuenan ahora con nuevos ecos en el Mediterráneo. El Mediterráneo era para esos ochocientos como la laguna Estigia para Orfeo. Había que lanzarse como él sin mirar el infierno de Dante que quedaba detrás. Y allí murieron sin ayuda, porque un salvamento de mínimos disponible hubiera provocado un “efecto llamada”, según rugieron hace un mes Rajoy, Merkel, Jorge Fernández y otros.
A los recuerdos vamos. La poesía se basa en algún tipo de ritmo, rima o repetición, en algo que vuelve y junta fuerzas con otra cosa pasada a la que intensifica, en algo que crea una expectativa de retorno, como una promesa. Estas muertes no son frases sueltas. Estas muertes deben traer a nuestra memoria otros hechos que deben quedar debidamente subrayados y resaltados en nuestra atención, como formando un poema innoble, porque estas muertes llegan con la promesa de muchas más muertes.
Estas muertes suceden por abandono, porque el que tiene medios decide no mirar y no ve y no ayuda. Suceden por ceguera, porque Europa decide no aceptar las dimensiones de una masa explosiva y desesperada dispuesta a ahogarse o estrellarse contra muros con concertinas porque no hay dolor que añadir a su dolor. Y suceden por insensibilidad e indolencia de una población que prefiere enterarse de las cosas sólo hasta el punto en que no obliguen y no comprometan, punto en el que prefiere distraer la atención. Por momentos, Europa parece el castillo cerrado a cal y canto de Allan Poe, en el que unos cuantos vividores insensatos creían poder vivir en fiesta permanente a salvo de la Muerte Roja que mataba entre horrores a toda la población. Lo que estas muertes nos tienen que traer a la memoria son los actos y las palabras que estimulan el abandono, la ceguera y la indolencia de la gente, por las que tantos se mueren en el desamparo y por las que la Muerte Roja amenaza al continente.
En los años ochenta, y después de dejar los trajes de pana y hacerse hombre de Estado, Felipe González en las ruedas de prensa empezó a darse un aire a Helmut Schmidt con unas gafas de metal fino que agitaba cogiendo por la patilla. Muchas veces los políticos creen que cogen prestancia y sabor internacional asimilándose a las maneras de políticos del exterior. Así que en 2008 Rajoy, con pocas posibilidades de vencer a Zapatero, decidió homologarse a lo que veía un poco más al norte, no mordisqueando gafas por la patilla, sino agitando el espantajo de los inmigrantes en plan francés. Fue cuando quería exigirles firmar un contrato que les obligara a cumplir nuestras leyes, respetar nuestras costumbres (?) y a pagar impuestos (¿cuántos asistentes a la boda de la hija de Aznar cumplirían tales requisitos para andar por aquí?). Fue también cuando el incalificable Arias Cañete soltó la memez aquella de las tostadas de los camareros españolazos que ahora ya no se sabían servir con tanto camarero étnico.
Esta legislatura empezó con aquellos disparos de la Guardia Civil a inmigrantes que estaban en el agua ya a nado. Murieron catorce. Hablo de esta legislatura porque este Gobierno estaba detrás de esta conducta. La Guardia Civil dijo que no habían disparado a nadie sino que habían dibujado en el mar con ráfagas de bala la línea de la que no debían pasar. Qué simbolismo insuperable. La frontera sur de Europa, la línea mundial de la infamia, marcada con ráfagas de bala.
Albert Rivera viene diciendo con insistencia que la atención sanitaria en España debe ser para los españoles y los inmigrantes residentes. Los demás sólo serán atendidos si son niños, embarazadas o tienen una enfermedad grave o rara. Tiene especial interés la sensibilidad que se educa a partir de la asistencia médica. ¿Qué habría que hacer, según Rivera (y Rajoy), con un inmigrante sin dinero y sin papeles que tiene un cólico de apendicitis? ¿Lo dejamos retorcerse hasta que la infección progrese y se haga grave y entonces sí lo atendemos? Si un inmigrante enferma y un médico certifica que la cosa es “rara”, se le atiende; en caso contrario, ¿qué se supone que hay que hacer?
La forma de darle apariencia ética a estas cosas, es hacer grados en las situaciones de humildad o miseria, de manera que puedas presentar el desamparo de unos como protección de otros. Así se puede negar a los más necesitados la atención humana mínima, que es la asistencia en la enfermedad, diciendo que lo que se hace es proteger a los inmigrantes legales con papeles. De la misma manera el FMI pide moderar la “dualidad” del mercado laboral español, es decir, que no haya tanta diferencia entre los que trabajan y los que no, o para entendernos, que los que trabajan no tengan tantos derechos y tanto salario y trabajar se parezca un poco más a no trabajar.
La forma de darle apariencia de racionalidad a estas medidas es la de referirse a los extranjeros no residentes como “turistas”, invocando los casos de europeos que aprovechan estancias en España para procurarse ciertas atenciones que en sus países hay que pagar. Charlie Marlow, el personaje de J. Conrad, se espantaba oyendo a sus acompañantes de navegación referirse a los aborígenes africanos de aquellas selvas como “enemigos”. Quién llamaría “turistas” a esos ochocientos ahogados del Mediterráneo o aquellos que nadaban aterrorizados en mar abierto viendo las ráfagas de bala de la Guardia Civil marcar el territorio del norte.

Por supuesto esta semana, y por unos días más, todos se desgañitan diciendo que hay que hacer algo. Hasta Rajoy discursea diciendo que se necesitan más cosas que discursos, antes de seguir con el Marca. Dicen que en tiempos en los fusilamientos sólo uno de los fusiles ejecutantes tenían munición auténtica, mientras los demás tenían sólo balas de fogueo. Los fusileros no sabían qué fusil era el letal. Simplemente apretaban el gatillo y el reo caía, cada uno podía irse a su casa suponiendo que no había sido su disparo el que había matado a nadie. Ningún discurso ni actitud mata de golpe a ochocientas personas. Esas personas mueren lentamente, por abandono, ceguera e indolencia de la población y gobiernos. Cualquiera de los que vienen diciendo palabras que educan el abandono, la ceguera y la indolencia pueden irse para casa con la conciencia de que nada que hayan dicho mató a nadie, como si hubieran disparado una bala de fogueo en un pelotón de fusilamiento. Pero alguna o muchas de esas palabras, no sabemos cuáles, forman parte de esa muerte lenta que oscurece el Mediterráneo.

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