domingo, 29 de noviembre de 2015

Terror, ética y memoria

En lo que nos une todo es cuestión de decibelios. Nos unen, sí, ciertos símbolos nacionales que nos representan como conjunto en un conjunto mayor; o, si se quiere, como un grumo compacto dentro de la papilla internacional. Nos unen intereses obvios de seguridad conjunta e intereses económicos, en los que practicamos un egoísmo compartido. Pero en los asuntos “nacionales” lo que importa son los decibelios. Cuando se usa el nombre de España, se agita la bandera o se invocan amenazas a la seguridad nacional con voz templada, puede que se esté hablando del país en su conjunto y puede que se esté haciendo frente a algún problema que venga del exterior. Pero cuando el nombre de la nación se grita demasiado alto y cuando la bandera es demasiado grande, la experiencia dice que se está hablando hacia dentro del país y que lo que se trata como enemigo es interior. Sólo se habla del bien de los españoles dando puñetazos en la mesa o del peligro del terrorismo desgañitándose si es a otros españoles a los que se combate. Cuando una fuerza política elabora su discurso a partir de lo que nos es común, se ahorra tener que razonar y debatir con el contrario. El interés nacional es la trinchera desde la que cualquier rival político es en realidad un cuerpo extraño al país, un compatriota extraviado y potencialmente enemigo. Una fibra bien visible del franquismo en la derecha es el patrioterismo, la sobreactuación bufa con los símbolos nacionales y la tendencia a colocar fuera de la nación cualquier discrepancia con sus simplezas.
Si en una noche se apagara la luz en un local público y se oyeran ruidos desconcertantes, tenderíamos a tocarnos o agarrarnos unos a otros. El atentado de París y el contexto en el que sucede fue uno de esos estruendos que nos hacen buscarnos y tocarnos en busca de amparo. La sensación de amenaza y guerra nos hace buscarnos en lo que nos es común, cada uno a su manera busca a su país, a los que confusamente siente como “los suyos”. Quienes están en puestos de mando tienen la responsabilidad singular de que encontremos a nuestro país y nos encontremos en nuestro país. Y para ello necesitan unos mínimos de ética, a la manera en que la ética se da en mínimos: como una roca, inquebrantable. Pero aquí seguimos a la intemperie. La memoria es tenaz.
Últimamente parece que la memoria le molesta a todo el mundo en la vida pública. Albert Rivera siente pulgas por todo el cuerpo y se agita con incomodidad cuando se le dice que en España hubo una guerra y una dictadura que la prolongó y que una zanja perdida y rencorosa no es sitio digno para los restos de ningún muerto. Dónde empieza la historia, se pregunta, hasta dónde debe llegar la arqueología, dice, sabiendo que todavía están vivos muchos oídos que llevan décadas oyendo evasivas sobre sus desaparecidos. Albert Rivera tiene una relación bipolar con el pasado. Por un lado, le hace perder tiempo que le hablen de él. Por otro lado, es el sitio perfecto para colocar todos los debates sobre los que tiene una posición dogmática. ¿Qué hacemos con eso de que el Estado debilite la enseñanza pública y fortalezca con sus fondos la concertada?: ya estamos con esos debates cansinos del pasado, otra vez con la enseñanza pública y la privada, qué pesados. ¿Debemos mantener el Concordato y la financiación de la Iglesia?: no sigamos con esas discusiones del pasado, mareáis. Privatícese la enseñanza, sigamos pagando el palacio suntuario de Rouco Varela y sitúese en el pasado cualquier razonamiento sobre la cuestión.
El pasado también molesta al PSOE asturiano. Ni para la investidura ni para los presupuestos hay mayoría posible que no pase por algún entendimiento entre el PSOE y Podemos. El PSOE repitió en más de un momento de este proceso el asunto del pasado. Podemos no quiere pactar con el PSOE, dicen, entre otras cosas porque le afectan temas escabrosos pero del pasado. El caso Villa, la locura del Musel, la parlamentaria que hizo lo que “le salió del higo” como alcaldesa, el Montepío oscuro y la lista interminable de alcaldes encausados son cosas del pasado, piensan, y no podemos anclarnos en eso. Si a Rivera le causa desazón cuándo empieza el pasado, a algunos nos da picores cuándo acaba. Algunos no parecen entender cuál fue el problema de la transición: precisamente el no serlo, el no ser un estado transitorio, sino un conjunto de prácticas que se perpetuaron y se hicieron nocivas. En la transición tenía sentido el mensaje de no mirar para atrás y caminar hacia el futuro. Pero petrificamos esa tendencia y cuarenta años después seguimos mirando para adelante sin ajustar nunca las cuentas a nadie y cada vez con más gente sin rendir cuentas.
Pero la memoria que nos ocupa es la que tiene que ver con el estruendo de París y la legitimidad ética de nuestros gobernantes. Desde Aznar, el PP siempre manejó el terrorismo como la bandera y los toros: como uno de esas trincheras desde las que se echa del país a los adversarios políticos. En las últimas elecciones Esperanza Aguirre quería echar de España a Carmena desde la lucha contra ETA. Hace pocos días Mayor Oreja decía en Gijón que el proyecto de ETA estaba más vivo que nunca. Qué nostalgia tienen de ETA, cuánto añoran esa trinchera que les eximía de razonamientos y que les daba un dolor común con el que creían poder combatir a sus rivales políticos, también víctimas y también doloridos. En la memoria tenemos cómo, gobernando el PP, increpaban a Zapatero por cada crimen de ETA. Pero sobre todo tenemos la teoría de la conspiración de nuestro París particular, el 11 M. El 12 de marzo de 2004 Rajoy dijo tener “la convicción moral” de que ETA era la autora (¿qué diferencia hay entre una convicción y una convicción moral?; será que si es moral estás excusado si te equivocas). El 13 de marzo de 2006 decía enardecido que el asunto aquel de la mochila “podría anular la investigación y podría anular el sumario del 11M”. De todas las cosas inolvidables de aquella infamia, no olvidemos esta. La anulación de investigación y el sumario del 11M, tenazmente perseguida por el PP y sus vociferantes seguidores mediáticos, supondría la puesta en libertad de los asesinos encarcelados por la instrucción que se pretendía anular. Digámoslo claro: lo que pidió Rajoy llevaba, y él lo sabía, a la libertad de los asesinos. Todavía Rouco Varela, Aznar y Telemadrid siguieron en fechas recientes con este tema. Digámoslo claro: nunca un acto criminal tuvo tanto favor de un grupo político mayoritario, que pretendió por años despistar la investigación, la autoría y la verdad, a costa de dejar en la calle a los culpables.

Ahora Rajoy quiere un pacto antiterrorista, otro más, para aumentar la seguridad y quiere unidad. En esta legislatura se habló de seguridad con esos decibelios subidos y sospechosos con los que en realidad se habla siempre hacia dentro. Su ley mordaza convirtió en delito buena parte de lo que muchos españoles hicieron para protestar contra lo que el gobierno les quitaba, en dinero y en derechos. Quieren unidad para endurecer la ley, y la quieren con esa exigencia sospechosa de quien usa la amenaza para sacar del país al adversario político, lo que abre dos dudas. Una, si realmente buscan seguridad o una trinchera desde la que ir a las elecciones sin razonar, sin debatir y sin rendir cuentas de lo hecho. Y otra, si realmente el endurecimiento es para esos de fuera o es una vuelta de tuerca más para los de dentro. Las circunstancias exigen, decíamos, unos mínimos de ética. Exigen gobernantes que traten lo común como de todos, gente en la que reconocer el país cuando la luz se apaga y se oyen ruidos raros, gente en la que aflore la tolerancia y la templanza más que el sectarismo y el ventajismo indigno. Pero la realidad no se muestra entera nunca. De la realidad sólo vemos trozos; la realidad completa siempre es deudora de la suposición y muchas suposiciones son deudoras de la confianza. Y la memoria, tan molesta para todo el mundo últimamente, es tenaz y sólo nos lleva a suposiciones oscuras.

sábado, 21 de noviembre de 2015

PACTO ANTIYIHADISTA Y FANATISMOS RELIGIOSOS

El horror, como los agujeros negros, tiene su propio horizonte de sucesos. Hay estados de indignación, de agresividad y hasta de violencia que se pueden poner en correspondencia con tragedias sufridas, con ofensas o con injusticias límite. Pero hay un punto a partir del cual el horror no puede relacionarse con nada externo al horror. Hay un límite desde el que la locura es sólo locura. Que nadie quiera practicar “altura de miras” viendo en los improvisados pelotones de fusilamiento de París la consecuencia lógica de determinadas políticas. Que nadie quiera relativizar el espanto recordando el sufrimiento mayor de otras zonas del planeta. La conmoción inevitable por lo más próximo a nosotros no es insensibilidad con los desastres lejanos. Es además lógico el desasosiego por el simbolismo histórico e ideológico de los lugares elegidos para tan macabro pronunciamiento.
Pero lo que desató el horror sigue rugiendo su amenaza. Aunque no quepan matices éticos, es obligado el análisis y es obligada la actuación. Y la actuación siempre empieza de la misma manera: reducir las libertades, reducir lo opinable, reducir las discrepancias y reducir la patria. Los primeros pasos son siempre la unidad de los demócratas; el tipo de unidad al que se llega por reducción. Es lógico que se actúe, que se movilicen fuerzas de seguridad, que se intensifiquen controles y precauciones. Pero no es evidente que para proteger el R. Madrid – Barcelona haya que cambiar las leyes. En el anterior pacto antiterrorista se cambiaron las leyes para endurecer las penas por terrorismo y para llamar terrorismo a más cosas. Ahora se propone un pacto antiyihadista para endurecer otra vez las penas por terrorismo y para llamar terrorismo a más cosas que antes. Y las dos leyes prolongan una ley mordaza que llamó la atención de los medios y la opinión pública internacionales porque sentían amenazada la democracia en España.
Dije que se reduce la patria por la manera en que los promotores impulsan la unidad: ante la emergencia, todo el que replique al Presidente queda fuera del país. El PP acostumbra a sobreactuar en nombre de la patria y a hipertrofiar sus símbolos, así sea la bandera o los toros, para reducir el tamaño de España al terruño que ellos pisan y acusar de estar fuera del país a quien no les acompañe en sus astracanadas. Es el discurso eterno de la derecha, el de estar dentro o estar fuera. El PP sacó adelante su ley mordaza contra el criterio de los demás partidos. Ante la amenaza terrorista, no retira la ley de seguridad que los separa del PSOE para buscar la unidad. Y el PSOE no le exige retirar esa ley para hablar en serio de seguridad. Todas las obligaciones eran para el PSOE, ninguna para el PP. El PP mete después en el pacto la cadena perpetua que el PSOE rechaza. Pero no retira ese punto para buscar el encuentro y el PSOE no exige que se retire. Con la ley mordaza y la cadena perpetua a cuestas, el PSOE firma prometiendo derogar lo que firma. El PSOE siguió haciendo su papel de PP-que-no-se-atreve, como si el PP fuera una bola de billar que deforma una cama elástica y el PSOE la bola que se deja caer hacia ella dando vueltas desganadas.
Ahora llega el atentado de París y se repite la misma escena: todos tiene la obligación de firmar lo que diga Rajoy. Pablo Iglesias no quiere un cambio del código penal, porque no cree que la dureza de las penas pueda desalentar a quienes están dispuestos a suicidarse para matar. Ni tampoco cree que seamos víctimas del terror porque nuestras leyes sean blandas o estemos empachados de libertades. No es el discurso de un terrorista. Pablo Iglesias cabe en cualquier frente que quiera liquidar el terrorismo yihadista. Pero de nuevo no hay más patria que la que cabe bajo los pies de Rajoy. Sería fácil sumar a quien sin duda quiere combatir la barbarie y no quiere cambiar (otra vez) el código penal. Pero no es la unión lo que se busca. Se busca la reducción.
Así pudo Rafael Hernando llamar “tragedia” de España a que Podemos no firmara lo que ellos exigían. Es el no firmante que quiere ayudar el que quiebra la unidad, no el firmante que lo excluye por discrepar en lo accesorio. Es difícil saber si debemos considerar a este personaje como un portavoz del PP o sólo como el deshecho que se escurre de ese partido, el hollejo amargo y sin valor que sólo es desperdicio. Es notable que el PP se crea en posición moral de marcar obligaciones sólo para los demás, cuando aún no fue capaz de distanciarse del crimen de la guerra de Irak, tan vinculado con lo que ocurre; cuando dejó de ser capaz de llamar dictador y terrorista a Gadafi al empezar Aznar a enriquecerse con él; y cuando aún no repudió aquella teoría de la conspiración sobre aquello ocurrido en Madrid tan parecido a lo de París, por la que se pretendía dejar libres a los asesinos para desviar la atención hacia ETA y que todavía en fechas no lejanas siguió alentando el activista radical Rouco Varela.
Dalia Álvarez, en un exquisito artículo lleno de elegancia intelectual (goo.gl/uGNjyD), hacía notar que la religión es sólo el disfraz ocasional de la guerra de siempre por las libertades de siempre. La religión no es la causa de lo ocurrido. Pero sí su cauce. La rabia y el estallido violento actúa de manera inmediata y explosiva. Lo ocurrido en París requiere preparación y método, tiempo y paciencia. La locura asesina no se puede mantener sostenida en el tiempo más que por un mecanismo compulsivo eficaz como el fanatismo religioso. Cuando una mujer muere asesinada por su pareja, sin establecer causalidades espurias, llamamos la atención sobre todas las pequeñas y grandes cosas que abonan el terreno para que pueda germinar aquí o allá la violencia masculina mostrenca. Cuando el fanatismo religioso se hace notar en episodios tan dramáticos es también el momento de mirar el terreno que pisamos y ver qué estamos plantando en él. La religión es una creencia o emoción privada, que puede manifestarse en actos colectivos públicos de culto y que puede ser el resorte privado de conductas públicas, la razón íntima por la que determinada gente se compromete con determinadas causas. Pero el dogma religioso no debe tener dimensión pública, es decir, no debe obligar de ninguna manera especial a quien no lo profese. No debe haber más respeto a una creencia o culto religioso del que se debe a cualquier otro tipo de creencia o conducta. Y debe educarse a los niños en esa senda, no se les puede inculcar que cuando un colegio pone carne de cerdo sin alternativa se está faltando al respeto a determinados credos. Lo que sí es una tragedia es que el Papa Bergoglio dijera al hilo de los nefandos crímenes de Charlie Hebdo que es que los muertos insultaban la fe de algunas personas y si se insulta a mi madre yo también pego un puñetazo. Semejante apología del crimen se hace desde el convencimiento de que el insulto a la fe es más grave que cualquier otro tipo de insulto. En esas cosas que abonan la tierra que pisamos hay que pensar el día en que el fanatismo religioso ruge. El día que matan a una mujer o el fanatismo canaliza la sinrazón es el día en que hay que pensar qué pequeñas cosas estamos tolerando y dejando crecer para llegar a semejantes impiedades.

Son días para la unidad; pero para la unidad que se alcanza extendiendo el terreno para que quepamos todos los que queremos las libertades. Y días para recordar que sólo un estado laico puede ser democrático y sólo en un estado laico la religión es tolerante y saludable.

sábado, 14 de noviembre de 2015

El parlamento catalán y los días de Venus

El parlamento catalán protagoniza una de esas paradojas que se da con los tamaños. Hace años la Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación de la Universidad de Oviedo se escindió en tres facultades distintas, pero durante un tiempo el Departamento siguió siendo único y con sede en la nueva Facultad de Filosofía a secas. Lo normal es que las facultades tengan departamentos, pero por un tiempo la Facultad de Filosofía tenía un solo departamento que era más grande que la propia facultad. Todo era legal, pero raro. En Venus pasa un prodigio de este tipo. La rotación del planeta es más lenta que su traslación y por eso un día es más largo que un año. Todo físicamente comprensible pero, de nuevo, raro.
El parlamento catalán parece haberse unido a este tipo de portentos. El parlamento proclamó la independencia de Cataluña porque hay una mayoría de parlamentarios que la quiere. Pero el gobierno independentista en funciones no puede proclamar la independencia porque hay una mayoría de parlamentarios que no lo quieren como gobierno. El líder y candidato a la presidencia es el número cuatro de la lista ganadora, porque en esta paradoja que no cesa el cuatro va delante del uno, igual que los días de Venus tienen años en vez de ser el año el que tiene días. El sistema D’Hondt aporta su porción de extravagancia y así una minoría de catalanes que votaron por la independencia da lugar a una mayoría parlamentaria de independentistas, que, como las ranas de la fábula de Esopo, demandan otro rey porque Artur Mas, igual que el tronco que Júpiter había enviado a las ranas, les parece un zoquete. Carme Forcadell grita en el parlamento de los prodigios que viva la república catalana y tuvo que aclarar después, por la cosa de que no hay tal república, que los valores republicanos y de la democracia son universales y que eso era lo que quería decir porque, dicho de Cataluña, proclamado queda para el universo, que allí donde el cuatro va delante del uno es Cataluña la que incluye al universo como los días de Venus incluyen a los años. Pero Mas, el tarugo que las ranas no quieren como rey, es un pragmático que avanza en sentido de la realidad. En JpSí se agruparon dos fuerzas incompatibles para dar lugar a un ente a su vez incompatible con la CUP. Son tres piezas que sólo se pueden poner en contacto por las nalgas, así que Mas, realista, quiere un gobierno tridente donde quepan los tres a base de mantenerse aislados y donde él sería Presidente para ser destituido a los diez meses. Es decir, un gobierno diseñado con las nalgas, que para eso son su punto de unión, y donde el pensamiento parece reducirse al tiritar desangelado de alguna membrana aislada del sistema nervioso.
En una situación mínimamente templada, deberíamos decir que la mayoría de votos no independentistas fue exigua y que muchos muchos votaron por la independencia; y a su vez que la mayoría parlamentaria independentista es demasiado leve como para dar puñetazos en la mesa. Pero en el momento actual todo el mundo parece convencido de que ganó y de que el que gana lo gana todo. Porque también tiene su gracia ver a quienes veían en un referéndum de independencia el advenimiento del Maligno sacar pecho por esa mayoría de votos no independentistas y dando a las elecciones el rango de un referéndum encubierto y por supuesto legítimo. Rajoy veía en las espectaculares Diadas de estos años sólo una cuestión legal. Y las Forcadell y los Mas que se creen en la república catalana acabarán consiguiendo que una cuestión política de primer orden acabe siendo efectivamente una cuestión legal.
Hace ya tiempo que no hay desenlace posible en Cataluña que no pase por un referéndum vinculante de independencia. Este referéndum sería una medida democrática y fracasada. Es democrática por la obviedad de que sería la opinión popular la que marcase el camino. Es fracasada porque el referéndum es una buena manera de validar acuerdos políticos y una mala manera de zanjar diferencias. El referéndum de Escocia era benigno porque se basaba en acuerdos donde cada parte aceptaba lo fundamental de la otra parte. En el caso catalán, el referéndum será más bien la aplicación de la variante que Sánchez Ferlosio hacía del precepto bíblico: dejaos por imposibles los unos a los otros. La cuestión es que cualquier resultado del referéndum daría paso a una negociación. Ni siquiera establecida por un referéndum vinculante la independencia puede ser un proceso unilateral. Y ni siquiera consolidada la presencia de Cataluña en España por un referéndum vinculante la situación puede quedar como está. Ningún referéndum dará toda la razón a una parte.
Puesto que esto es así, podría ser parte de la campaña y del razonamiento para sí o el no ese otro desenlace al que habría que ir. Por ejemplo, si la permanencia de Cataluña en España fuera a conducir, expresémoslo aquí con una etiqueta sin contenido, al Reino Unido de España, donde Cataluña tendría un estatus determinado, acompáñese tal perspectiva al razonamiento para pedir a los catalanes su permanencia en este Reino. Y también se podría hacer el proceso inverso. Podríamos modificar la constitución antes de que se nos deshaga entre los dedos para crear el Reino Unido de España (etiqueta sin contenido, recuérdese; es sólo para hablar ahora) y anunciar a los catalanes que al final habrá un referéndum en el que se decidirá si Cataluña quiere seguir siendo parte de España en esas condiciones. Pero antes o después tendrá que haber un referéndum. De lo contrario, seguiremos teniendo parlamentos con un cien por cien de ganadores que lo ganaron todo.

La pulsión nacional es una de las emociones que más afecta a las conductas colectivas. Marvin Harris había sentenciado que la eficacia de la acción colectiva de las masas dependía más de la aceptación de credos compulsivos que de la racionalidad. Los dos fenómenos más eficaces para que la conducta colectiva sea compulsiva son la religión y la nación. La emoción nacional puede ser canalizada en formas de organización democráticas. La emoción religiosa no. Por eso el carácter democrático es un atributo de los estados o estados – nación y por eso las democracias sólo lo son si son laicas. La cuestión es que el impulso nacional es potencialmente tan intenso que puede arrastrar o anular todos los demás impulsos colectivos y descomponer la ética individual y de la vida pública, igual que el tirón gravitatorio de un cuerpo masivo puede tronzar un planeta que se acerque lo suficiente. En Cataluña y en España se quebró la universalidad de la sanidad, aumentaron los negocios privados con la desatención de la salud, se perdió a un profesor por hora en los últimos años, se abandonó a los dependientes, se dejó a mucha gente sin electricidad y hasta sin casa. Y se robó. A gran escala y de manera organizada y sostenida. Y se mintió con desvergüenza. Pero el tirón gravitatorio de la emoción nacional puede tronzar la ética en la que todo esto significa algo y ponernos a todos en ese nivel en el que el Amo del 3% habla de la libertad de los pueblos y el Señor de la ley mordaza habla de la roca firme de la democracia. Debería ser obligatorio que todas las banderas llevaran en alguna esquina una calavera de advertencia, como las instalaciones de alta tensión.