En lo que nos une todo es cuestión de decibelios. Nos unen, sí, ciertos
símbolos nacionales que nos representan como conjunto en un conjunto mayor; o,
si se quiere, como un grumo compacto dentro de la papilla internacional. Nos
unen intereses obvios de seguridad conjunta e intereses económicos, en los que
practicamos un egoísmo compartido. Pero en los asuntos “nacionales” lo que
importa son los decibelios. Cuando se usa el nombre de España, se agita la
bandera o se invocan amenazas a la seguridad nacional con voz templada, puede
que se esté hablando del país en su conjunto y puede que se esté haciendo
frente a algún problema que venga del exterior. Pero cuando el nombre de la nación
se grita demasiado alto y cuando la bandera es demasiado grande, la experiencia
dice que se está hablando hacia dentro del país y que lo que se trata como
enemigo es interior. Sólo se habla del bien de los españoles dando puñetazos en
la mesa o del peligro del terrorismo desgañitándose si es a otros españoles a
los que se combate. Cuando una fuerza política elabora su discurso a partir de
lo que nos es común, se ahorra tener que razonar y debatir con el contrario. El
interés nacional es la trinchera desde la que cualquier rival político es en
realidad un cuerpo extraño al país, un compatriota extraviado y potencialmente
enemigo. Una fibra bien visible del franquismo en la derecha es el
patrioterismo, la sobreactuación bufa con los símbolos nacionales y la
tendencia a colocar fuera de la nación cualquier discrepancia con sus simplezas.
Si en una noche se apagara la luz en un local público y se oyeran ruidos
desconcertantes, tenderíamos a tocarnos o agarrarnos unos a otros. El atentado
de París y el contexto en el que sucede fue uno de esos estruendos que nos hacen
buscarnos y tocarnos en busca de amparo. La sensación de amenaza y guerra nos
hace buscarnos en lo que nos es común, cada uno a su manera busca a su país, a
los que confusamente siente como “los suyos”. Quienes están en puestos de mando
tienen la responsabilidad singular de que encontremos a nuestro país y nos
encontremos en nuestro país. Y para ello necesitan unos mínimos de ética, a la
manera en que la ética se da en mínimos: como una roca, inquebrantable. Pero
aquí seguimos a la intemperie. La memoria es tenaz.
Últimamente parece que la memoria le molesta a todo el mundo en la vida
pública. Albert Rivera siente pulgas por todo el cuerpo y se agita con
incomodidad cuando se le dice que en España hubo una guerra y una dictadura que
la prolongó y que una zanja perdida y rencorosa no es sitio digno para los
restos de ningún muerto. Dónde empieza la historia, se pregunta, hasta dónde
debe llegar la arqueología, dice, sabiendo que todavía están vivos muchos oídos
que llevan décadas oyendo evasivas sobre sus desaparecidos. Albert Rivera tiene
una relación bipolar con el pasado. Por un lado, le hace perder tiempo que le
hablen de él. Por otro lado, es el sitio perfecto para colocar todos los
debates sobre los que tiene una posición dogmática. ¿Qué hacemos con eso de que
el Estado debilite la enseñanza pública y fortalezca con sus fondos la
concertada?: ya estamos con esos debates cansinos del pasado, otra vez con la
enseñanza pública y la privada, qué pesados. ¿Debemos mantener el Concordato y
la financiación de la Iglesia?: no sigamos con esas discusiones del pasado, mareáis.
Privatícese la enseñanza, sigamos pagando el palacio suntuario de Rouco Varela
y sitúese en el pasado cualquier razonamiento sobre la cuestión.
El pasado también molesta al PSOE asturiano. Ni para la investidura ni para
los presupuestos hay mayoría posible que no pase por algún entendimiento entre
el PSOE y Podemos. El PSOE repitió en más de un momento de este proceso el
asunto del pasado. Podemos no quiere pactar con el PSOE, dicen, entre otras
cosas porque le afectan temas escabrosos pero del pasado. El caso Villa, la
locura del Musel, la parlamentaria que hizo lo que “le salió del higo” como
alcaldesa, el Montepío oscuro y la lista interminable de alcaldes encausados
son cosas del pasado, piensan, y no podemos anclarnos en eso. Si a Rivera le
causa desazón cuándo empieza el pasado, a algunos nos da picores cuándo acaba. Algunos
no parecen entender cuál fue el problema de la transición: precisamente el no serlo,
el no ser un estado transitorio, sino un conjunto de prácticas que se
perpetuaron y se hicieron nocivas. En la transición tenía sentido el mensaje de
no mirar para atrás y caminar hacia el futuro. Pero petrificamos esa tendencia
y cuarenta años después seguimos mirando para adelante sin ajustar nunca las
cuentas a nadie y cada vez con más gente sin rendir cuentas.
Pero la memoria que nos ocupa es la que tiene que ver con el estruendo de
París y la legitimidad ética de nuestros gobernantes. Desde Aznar, el PP
siempre manejó el terrorismo como la bandera y los toros: como uno de esas
trincheras desde las que se echa del país a los adversarios políticos. En las
últimas elecciones Esperanza Aguirre quería echar de España a Carmena desde la
lucha contra ETA. Hace pocos días Mayor Oreja decía en Gijón que el proyecto de
ETA estaba más vivo que nunca. Qué nostalgia tienen de ETA, cuánto añoran esa
trinchera que les eximía de razonamientos y que les daba un dolor común con el
que creían poder combatir a sus rivales políticos, también víctimas y también
doloridos. En la memoria tenemos cómo, gobernando el PP, increpaban a Zapatero
por cada crimen de ETA. Pero sobre todo tenemos la teoría de la conspiración de
nuestro París particular, el 11 M. El 12 de marzo de 2004 Rajoy dijo tener “la
convicción moral” de que ETA era la autora (¿qué diferencia hay entre una
convicción y una convicción moral?; será que si es moral estás excusado si te
equivocas). El 13 de marzo de 2006 decía enardecido que el asunto aquel de la mochila
“podría anular la investigación y podría anular el sumario del 11M”. De todas
las cosas inolvidables de aquella infamia, no olvidemos esta. La anulación de
investigación y el sumario del 11M, tenazmente perseguida por el PP y sus
vociferantes seguidores mediáticos, supondría la puesta en libertad de los
asesinos encarcelados por la instrucción que se pretendía anular. Digámoslo
claro: lo que pidió Rajoy llevaba, y él lo sabía, a la libertad de los
asesinos. Todavía Rouco Varela, Aznar y Telemadrid siguieron en fechas
recientes con este tema. Digámoslo claro: nunca un acto criminal tuvo tanto
favor de un grupo político mayoritario, que pretendió por años despistar la
investigación, la autoría y la verdad, a costa de dejar en la calle a los
culpables.
Ahora Rajoy quiere un pacto antiterrorista, otro más, para aumentar la
seguridad y quiere unidad. En esta legislatura se habló de seguridad con esos
decibelios subidos y sospechosos con los que en realidad se habla siempre hacia
dentro. Su ley mordaza convirtió en delito buena parte de lo que muchos
españoles hicieron para protestar contra lo que el gobierno les quitaba, en
dinero y en derechos. Quieren unidad para endurecer la ley, y la quieren con
esa exigencia sospechosa de quien usa la amenaza para sacar del país al
adversario político, lo que abre dos dudas. Una, si realmente buscan seguridad
o una trinchera desde la que ir a las elecciones sin razonar, sin debatir y sin
rendir cuentas de lo hecho. Y otra, si realmente el endurecimiento es para esos
de fuera o es una vuelta de tuerca más para los de dentro. Las circunstancias
exigen, decíamos, unos mínimos de ética. Exigen gobernantes que traten lo común
como de todos, gente en la que reconocer el país cuando la luz se apaga y se
oyen ruidos raros, gente en la que aflore la tolerancia y la templanza más que
el sectarismo y el ventajismo indigno. Pero la realidad no se muestra entera
nunca. De la realidad sólo vemos trozos; la realidad completa siempre es
deudora de la suposición y muchas suposiciones son deudoras de la confianza. Y
la memoria, tan molesta para todo el mundo últimamente, es tenaz y sólo nos
lleva a suposiciones oscuras.