El ultraliberalismo viene tensando la UE y, como una sábana vieja, se
rompió por el sitio más débil: se juntó ser un país rezongón que siempre había
estado en la UE como no estando, que prendiera en él el temor y el rencor al
extranjero y que tocara como Primer Ministro un imbécil. Podría haber pasado en
España.
Decía Popper que sólo se enuncia una verdad científica si queda indicado
qué hechos demostrarían su falsedad. Lógicamente, el científico desea que los
experimentos muestren que no suceden esos hechos que demostrarían que su teoría
es equivocada, pero eso no está en su mano. No hay forma de hacer ciencia sin negar
que ocurran ciertas cosas y arriesgarse a que el experimento diga que ocurren y
nos chafen. Y, como es humano querer tener razón por encima de todo, es
habitual lo que Popper llamaba «estratagemas inmunizadoras», es decir, hablar
de manera que los hechos no nos quiten nunca la razón. Si negamos valor a la
experimentación, por ejemplo, la homeopatía o la teología valen tanto como la
física. Si hablamos sin decir nada, los hechos nunca nos contradicen.
Tomemos una vez más la horma de Popper para examinar asuntos públicos. El
equivalente de la verdad científica en la vida pública es el compromiso. Se
dice o se hace algo en política cuando hay compromiso y el compromiso supone
enfrentarse a lo que dicen o hacen otros. Hay compromiso si hay roce y
controversia. Lo demás es paja. En política también abundan las afirmaciones
con estratagemas inmunizadoras, caracterizadas porque no se enfrentan con nadie
y, por ello, no comprometen a nada. Por ejemplo, las mujeres de la realeza
desempeñan tareas públicas de compromiso nulo. Presiden honoríficamente
asociaciones contra las drogas, entregan premios de la Cruz Roja, inauguran
exposiciones y cosas así. Su actividad pública nunca llega a ese punto en que
se entra en controversia con otros. Lo que dicen es irrefutable: hay que ayudar
a los drogadictos. Y lo que hacen es incuestionable: es bueno dar soporte a una
asociación contra la droga. Es decir, ni dicen nada ni hacen nada; el papel de
la mujer en la realeza es la banalidad (qué papelón el de Sofía todos estos
años).
Cuando la Iglesia habla de pobreza, igualdad o egoísmo de los poderosos, lo
hace sin compromiso, rebosando de estratagemas inmunizadoras. No dicen nada que
choque con nadie: ni siquiera los poderosos le quitan la razón a los obispos
cuando dicen que deberíamos ser menos egoístas. No compromete a nada darles la
razón. Sí hay compromiso en la Iglesia cuando habla de homosexuales, igualdad
de la mujer, el aborto, enseñanza concertada o financiación de la Iglesia. Ahí
sí entran en controversia y se comprometen.
Llegados a este punto, ¿qué hacemos con Europa y la patria? ¿Queremos más nación
o más Europa? Antes de que se nos caliente la boca con una palabra u otra,
debemos pensar que a qué se oponen esas palabras, con qué se comprometen. En
ciertos discursos, la patria se opone a la convivencia con los inmigrantes. Se
quiere más patria porque el compromiso son muros más altos y quitar derechos a
los de fuera. El patrioterismo identitario es ensimismado, egoísta y cerrado.
La experiencia dice además que a quienes hablan mucho de la patria no sólo les
sobran los de fuera, sino también muchos de dentro. Quienes se envuelven en la
bandera española (o cualquier otra) no aman a España, sino a una especie de
España quintaesenciada a la que sólo pertenecen los españoles buenos.
Recordemos, sólo por no despistarnos, que nada menos que 96 escaños del último
parlamento eran considerados por la derechona, la derechina y las tripas bajas
del PSOE como ajenos a España y la democracia; 96. Así dicho apetece más Europa
y menos patria. Al menos el que escribe, prefiere integración, tolerancia y
solidaridad humana. Apetece más Europa, porque Europa diluye esa emoción
nacional que hace de la patria un pedrusco cerrado.
Pero la nación también es otra cosa. En la películas del Oeste vimos muchas
veces al poderoso al que le estorba ese engorro de papeles que dicen que las
tierras que él quiere no son suyas y se quiere liar a tiros con los pequeños
propietarios. En el liberalismo desbocado que estamos viviendo las grandes
empresas no quieren límites. Los estados, las naciones, son el engorro. En cada
país hay un sistema legal que regula la convivencia garantizando que el aire
sea respirable para todos (más o menos). Las grandes multinacionales se
encuentran con los estados y sus dichosas leyes y prohibiciones como los
caciques del oeste se encontraban con aquellas casuchas llenas de cacerolas. Le
pasó a Adelson cuando quiso que su Eurovegas tuviera en suelo español sus
propias leyes. Aunque la expresión más descarnada sea el TTIP, arrecian las
iniciativas y presiones para dar poder y capacidad de pleito a las empresas
contra los estados. Desde este punto de vista, la invocación a la soberanía nacional
se opone a la intemperie liberal. La nación es el ámbito en el que hay estado
de derecho y derechos básicos. El desmantelamiento de las naciones no se hace
en nombre de la hermandad universal sin fronteras; lo que se desmantelan son los
espacios en los que caben derechos y protección social.
La Europa actual no está actuando como una estructura superior de
convivencia y derecho. Aparte de su debilidad democrática y del gigantesco
parasitismo que hay en sus instituciones, está debilitando la estructura
nacional de sus miembros, pero para convertirse en un espacio desregulado donde
las grandes multinacionales y las grandes fortunas tienen cada vez más
posibilidades de abuso. Más soberanía supone hoy también compromiso con más servicios
públicos, más derechos y más igualdad.
Para apoyar discursos europeístas o patriotas, no olvidemos lo fundamental:
lo que dice cada discurso lo marca aquello a lo que se enfrenta ese discurso.
El nacionalismo británico que logró el Brexit
se enfrenta a la libre circulación de personas y al reconocimiento de derechos
a los extranjeros. Quien quiso patria en el Reino Unido quiso cerrar y excluir
y quien quiso Europa quiso integrar. Pero las encuestas dicen que si hoy se
repitiera en España aquel referéndum para unificar políticamente Europa con una
constitución, puede que el resultado fuera negativo. Es decir, que, a
diferencia de 2005, la gente votaría patria y no Europa. Pero aquí, en
contraste con el Reino Unido, ahora mismo a lo que se opone la idea de Europa es
a la regulación laboral, a los servicios públicos y a la protección social. No
hay ni una sola medida social que pueda hacer sufrir a la población (bajar
pensiones, imponer pagos en sanidad, privatizar la educación, bajar la
dependencia, …) que no fuera a ser saludada por Europa como valiente, enérgica y
bien encaminada. La idea de soberanía y patria también combate la barbarie
ultraliberal.
Por eso debemos cuidarnos de abrazar como una opción estable la soberanía
nacional o el europeísmo. Debemos dejar que bailoteen en nuestra cabeza el
europeísmo y la pulsión nacional, porque es distinto a qué nos oponemos, y por
tanto con qué nos comprometemos, en según qué sitios y en qué momentos. Si
hacemos de Europa o la nación una militancia estable, podemos encontrarnos
inesperados compañeros de viaje. Si nos instalamos en la soberanía para frenar
la barbarie liberal de las multinacionales, un buen día nos podemos encontrar
en manifestación con xenófobos indeseables y patrioteros de garrafón. Si lo
nuestro es el europeísmo, para superar prejuicios nacionales, integrar y unir,
un día podemos encontrarnos en la mesa del TTIP comiendo con Adelson y las
bestias liberales eliminando soberanías nacionales para llevarse con ellas los
estados de bienestar y los derechos sociales. En tiempos de confusión, hay que
cuidar las certezas con las que nos movemos.