En estos cuarenta años de detrás los otros cuarenta años, en España siempre
hubo dos partidos con posibilidades reales de ganar las elecciones. A esto se
le llamó bipartidismo. Al principio la cosa era entre la UCD y el PSOE. Cuando
la UCD empezó a tambalearse como una peonza a la que se le hubiera acabado la
fuerza, la partida pasó a ser entre AP, luego PP, y PSOE. Y a aquello se le
siguió llamando bipartidismo. Ahora hay síntomas imprecisos de que es el PSOE
la peonza con problemas para seguir girando y de que el duelo podría pasar a
ser entre el PP y Podemos. Pero a esta posibilidad no se la llama bipartidismo,
sino “polarización” del electorado. Lo que convierte en polarización la posible
nueva situación es el “extremismo” que viene con Podemos. La campaña del PP
será un eco lejano de De Gaulle: o yo o el extremismo. El PSOE, sin querer,
será palmero de esa estrategia, porque ya dejó alguna señal de que se referirá
a la confluencia de Podemos con IU como “extrema izquierda”. El PSOE nunca
habló así porque nunca reconoció ser menos de izquierdas que quienes le
criticaban desde la izquierda. Será porque es la primera vez que el electorado
se “polariza”.
La propaganda no va desencaminada, porque el extremismo es algo que la
gente rechaza y, a la vez, no es fácil establecer en qué consiste, por lo que
es un argumento manejable sin razonamientos exigentes. Pero es una propaganda
arriesgada, porque en las descalificaciones sumarias y temerosas lo que no es
éxito es indignación y ridículo, sin zona intermedia. Así suelen ser las
descalificaciones de la jerarquía eclesiástica y por eso las bravatas de los arzobispos
fachas, valga la redundancia, tienden a provocan indignación y mofas más que
debate. Lo que hace que un partido sea percibido como extremista, y no cabe
duda de que mucha gente tiene a Podemos por extremista, no es desde luego sus
ideas o su programa. Menos alumnos por aula o una renta mínima garantizada no
son promesas extremistas. Quien no confíe en ellas puede llamarlas irreales o
demagógicas, como la bajada de impuestos del PP, pero no extremistas. Pretender
inventariar y recuperar los inmuebles apropiados por la Iglesia no es más
extremista que las leyes que permiten a la Iglesia apropiarse de inmuebles. No,
no son las ideas lo que hace parecer a uno extremista.
Cuando en una cena dos se ponen a discutir hasta incomodar a los demás, la
actitud de los otros es intentar calmarlos quitando importancia al motivo de
discusión y dando atolondradamente la razón a los dos por separado. Lo que se
percibe como extremista es lo que provoca confrontación y controversia pública.
Sucede esto cuando se dan dos condiciones. Una es que se tenga capacidad y
determinación de llevar a efecto el programa o idea que crea la controversia.
Garzón no está proponiendo nada sustancialmente distinto de lo que lleva
proponiendo IU toda su vida. Podemos hizo algunas propuestas novedosas, pero
también muchas que se parecen a las de IU. Pero sólo ahora IU parece de extrema
izquierda: porque ahora está en una coalición con posibilidades de entrar en un
gobierno. El PSOE dice en campaña muchas cosas parecidas a Podemos o IU, por ejemplo
en educación o sanidad. Pero se sabe que negociará el papel de la asignatura de
religión y que no retirará fondos de la enseñanza concertada. Lo que hace
extremista a Podemos e IU es la mayor determinación que se les percibe en sus
ideas, la sensación que dan de luchar y arriesgar más por mantenerlas.
La otra condición es que la controversia se produzca con respecto a grupos
lo bastante poderosos o inercias lo bastante sólidas como para que se produzca
una agitación perceptible. Un arzobispo puede decir los disparates que quiera
sobre los homosexuales. Es poco probable que sus soflamas vayan a cambiar las
leyes ni que las réplicas airadas o sarcásticas subviertan ningún aspecto del
orden establecido. En cambio, si Unidos Podemos se empeña en reducir o eliminar
la enseñanza concertada, el propósito en sí no es extremista, pero se
enfrentará ásperamente con los intereses de la Iglesia y además provocará mucha
gestión, en partidas presupuestarias y profesorado, porque es una alteración
sustancial de la situación e inercia actual de la enseñanza. Es decir, la idea
es moderada, pero armará mucha bronca porque rompe una inercia establecida y
además quienes están en contra son poderosos. El hecho de la bronca es lo que
da esa sensación de extremismo. Es lo que hace que la gente en una cena diga a
quienes discuten que el tema no lo merece y además les den parte de razón. Es
lo que hace que los moderados como el PSOE tiendan a pensar que ni ese ni otros
temas merezcan tanta bronca y tantos afanes y que es extremista, y no de
izquierdas, empeñarse en ellos.
Cuanta más bronca estén dispuestos a armar los poderosos, más extremista es
llevarles la contraria. Cuanto más conservadora y fundamentalista sea la
rutina, más actitudes moderadas parecerán extremistas. ¿Habrá algo más normal
que liquidar un Concordato que ningún país tiene? Si la mayor parte de la
crisis viene de malas prácticas bancarias y si es en el ecosistema bancario
donde se fraguan los grandes fraudes fiscales, ¿es tan raro que los poderes
públicos aumenten la intervención en los grandes bancos?
Como digo, en los actos sociales recreativos preferimos que no haya
broncas. Contra lo que se cree, no utilizamos el lenguaje la mayor parte del
tiempo para comunicarnos, es decir, para transmitir y recibir paquetes de
información. Los primates ejercen sus relaciones sociales, “se dicen” y
mantienen su amistad y jerarquías despiojándose, tocándose con cualquier
propósito, compartiendo tareas necesarias o no. En la cháchara, utilizamos las
palabras como dedos invisibles para tocarnos como si nos despiojáramos,
fingiendo que nos decimos cosas, sólo para dar grasa y sustancia a las
relaciones que nos gusta mantener. No nos decimos nada cuando pasamos el rato
tomando una caña. Los vecinos en el ascensor o en la cola de la pescadería usan
las palabras para suavizar y hacer fluida su concurrencia. Es un uso muy
notable y muy útil del lenguaje, pero tiene un precio: la banalidad. En la cola
o el ascensor se habla del tiempo o cualquier cosa que no cree controversia. Si
asoma una diferencia de opinión en algo, rápidamente y de manera casi
tontorrona cada uno corrige lo que dijo hasta que sea igual que lo contrario.
Nuestras palabras no suavizan nuestra presencia si nos empeñamos en cargarlas
de ideas.
La moderación, tal como es practicada normalmente, consiste en hacer banal
y como de vecinos en el ascensor el debate público y la política. El PSOE tiene
ideas de izquierdas, pero las sostiene como esas vecinas y vecinos que en la
pescadería hablan a la vez diciendo lo contrario unos de otros y al mismo
tiempo dándose la razón todo el tiempo. Defiende la educación pública y la
progresividad fiscal hasta donde no se arme bronca (bronca de verdad, no
exabruptos zafios de Rafael Hernando, que son sólo calderilla parlamentaria
para ganarse la embajada en la India o cosas así). El PSOE llamará extremista a
quien defienda con determinación las ideas del propio PSOE allí donde rompan
sonoramente con rutinas establecidas o provoquen reacciones airadas y sonoras de
poderosos. El PSOE garantiza la suavidad del momento político y sus formas, con
el precio acostumbrado: la banalidad. Por eso corre riesgo de ser percibido
como una herramienta poco útil y sobrante.
El país que vota el día 26 tiene muchos pobres, muchos parados, salarios de
pobreza, titulados expulsados, desprecio del conocimiento, privilegios rancios
y costosos y una desigualdad trágica. O hacemos cháchara banal con la situación
o intentamos cambiar algo haciendo ruido. Banalidad o “extremismo”. Todo tiene
sus pros y sus contras.
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