(Malcolm, hablando por teléfono)
—No dijo “imprevisible”. —[…] —Ya, puede que le oyeras decirlo, pero no lo
dijo, y eso es un hecho. (Armando Iannuci, In
the loop).
Durante décadas estuvimos confundidos con Fernández Villa y él era el que
tenía claro el negocio. Cuando nosotros lo tuvimos claro también, resulta que
es él el que entra en estado de confusión y no puede declarar ante un juez. Un
juez quiere la verdad y no vale la declaración de un sujeto que la tiene
confusa y que sólo puede hablar de la realidad confundiéndose. Mientras tanto
el mundo acelera su entrada en la post–verdad y Trump anuncia a la prensa que
los hechos verdaderos los carga el diablo y que hay “realidades alternativas”
en las que basará sus decisiones. Es de temer que cualquier día llamen a
declarar a Fernández Villa, no porque haya mejorado esa dolencia neurológica que
padece desde que lo pillaron, sino porque la extensión de post–verdades y
realidades alternativas están haciendo confusa la realidad misma y la están
poniendo a su medida. Un daño cognitivo que produzca confusión es justo lo que
se necesita para hablar con precisión de una realidad confusa a la que sólo nos
ajustamos confundiéndonos.
O eso dicen. El diccionario Oxford declaró a la post–verdad palabra del año y no es para menos. Pero antes de
ponernos intensos debemos saber que una expresión nueva y de uso generalizado y
súbito, de esas que aparecen de golpe en los medios y en los escaparates como
un sarpullido o un campo de setas, rara vez dice algo nuevo. Lo normal es que
esa nueva expresión sea una de dos cosas. Puede ser uno de esos eufemismos
parásitos que usan los que mandan para confundir a la ley y a nuestro buen
juicio: así, las “entregas extraordinarias”, con las que Bush hacía desaparecer
a detenidos en países que hacían de inodoro; el “subsidio de vacaciones”, con
el que el ABC denigraba una parte del
salario de los funcionarios; las “operaciones aéreas”, que a quienes estaban
debajo les parecían bombardeos; o incluso la “relación inadecuada” de Clinton
con Lewinsky, con la que no vamos a llenarnos la boca de detalles. Pero también
puede ser una etiqueta nueva para empaquetar cosas que estaban a granel en el
conocimiento común, y que ya eran sabidas: “metrosexual”, “inteligencia
emocional”, “hípster”, “procrastinador”…
Estas etiquetas sirven para que alguien pase como innovación lo que simplemente
es apañar y rebañar lo que ya estaba ahí un poco disperso, y así venda algunos
libros y viaje un poco dando conferencias. La cosa esta de la post–verdad
quiere ser sobre todo lo segundo, aunque seguramente es las dos cosas. La
costumbre nos tiene que hacer sospechar que este neologismo sea uno de esos
intentos de vender un fenómeno nuevo en el que no hay novedad o hay poca.
Lo de la post–verdad en esencia consiste en que los hechos que nos constan
afecten poco a lo que aceptamos como real. Casi nada: para determinar lo que es
verdad los hechos son lo de menos. Esto quiere decir, y ahí va otra palabra que
quiere aparentar novedad, que el “relato” tiene más fuerza que los hechos reales
en la percepción de lo que es verdad. El relato consiste en algún tipo de
coherencia registrada entre hechos reales, supuestos y ficticios que encaja
bien con el estado emocional (de frustración, esperanza, reproche, indignación,
conformidad, ...) del público. A veces no hace falta negar los hechos. Basta encapsularlos
en una historia que encaje con nuestro ánimo o con actitudes que no queremos
abandonar para que aceptemos una realidad opuesta a los hechos. Así, Rajoy no
necesita negar que un documento demuestra que cobró dinero delincuente. Él dijo
desde su plasma que desde los veintipocos era registrador de la propiedad y se
ganaba ya muy bien la vida. Así que en verdad hay un documento que demuestra
que cobraba dinero ilegal y en verdad ya vivía bien desde muy joven: luego es
inocente. La clave es construir un relato extenso y con un punto de intimidad
sincera que ahogue al hecho irrefutable. Si el relato es lo bastante amplio, el
hecho probado es una parte pequeña que, sin ser falsa, parece irrelevante y
hasta desvalida. Así el hecho real no invalida el relato.
Otras veces, la mayoría, se puede mentir directamente y negar el hecho real
con la mayor frescura. Donald Trump dijo que en su toma de posesión hubo más
gente que en ninguna otra toma de posesión. Da igual lo que digan las imágenes,
es como él dice. También dijo que las votaciones de determinados sitios fueron
fraudulentas, y eso es verdad porque él lo vale. Aznar sigue diciendo sin
empacho que el 11M fue obra de ETA con la ayuda de la policía. Y Rajoy dice con
lozanía que con su gobierno hubo más becas y más médicos. Todos estos casos
parecen mentiras de las de toda la vida. Y son mentiras de toda la vida, pero
no mentiras corrientes. Incluso cuando son los políticos los que mienten, lo
normal es intentar que la mentira parezca verdad y que no nos pillen la falsedad.
Lo interesante de estas mentiras post–verdaderas es que no se intenta que
parezca verosímil, se miente sin precaución. La clave de la post–verdad está en
el aparato emocional, no en el racional. No hay que esforzarse en que la
mentira parezca verdad metiéndose en vericuetos argumentales. Hay que hacer que
lo que se dice “se sienta” verdadero, así estemos diciendo que es negra una
pared blanca. Una obra de arte de este tipo de discurso fue la aparición del
denostado Jordi Pujol en el Parlament. Queda para el recuerdo aquella frase
despechada: “No he sido un político corrupto, nunca he cobrado por hacer
favores políticos”, seguida del silencio de todo el parlament con la mirada
baja. La dijo con énfasis, con un dolor masticable hecho de toda una vida dedicada
a Cataluña, con reproche a quienes se atreven a llevarlo de la oreja a ese
Parlament que él hizo con sus propias manos. No tuvo que discutir los hechos,
sólo negarlos y envolverlos en teatralidad catalanista.
Como digo, nada de esto es nuevo. Los choques de razón y emoción son
conocidos desde hace tiempo y también se sabía de sobra que la empatía es más
poderosa que la argumentación. Ningún publicista pretendió que la gente se
tragase que un desodorante te hace ligar. Se trata sólo de que el tono emocional
sea armónico con nuestros deseos, miedos o lo que sea. Recuerdo cuando
Esperanza Aguirre quería que la final Barça – Athetic se jugara a puerta
cerrada, porque se suponía que la hinchada de los dos equipos iba a agraviar a
los símbolos nacionales. Le llovieron refutaciones y chirigotas. Pero el molde
emocional de su intervención (orientada por todos esos asesores que le pagamos)
estaba hecho de rebeldía (“alguien tiene que decirlo”), humildad (“ya sé que no
me haréis caso”), valentía, espontaneidad, franqueza, energía y claridad. No
importa lo mema que fuera su protesta, la horma emocional tenía algo más
vigoroso que la coherencia argumental: empatía.
Lo único que tal vez sea nuevo es el impacto de la red social. El Algoritmo
(cuando hablamos de Facebook, escríbase con mayúsculas por realismo) se encarga
de que lo que veamos sea lo que más nos gusta ver y lo que más relevancia nos
dé. La complicidad y cómo le gusta ser visto a cada uno disparan el valor del
relato sobre los hechos e incrementan ese poder de la empatía sobre la
argumentación. Pero sólo es cuestión de grados, no hace falta una palabra nueva
para esto. La verdad de lo que se dice consiste en la manera en que nuestras
palabras se rocen con los hechos. Pero lo que comunican, sobre todo en la
comunicación pública, es su roce con los hechos y su roce con las emociones
básicas de la gente. Si saco la mano por la ventanilla de un coche en marcha,
el hecho real que estoy palpando con mi mano es que hay algo fluido y sedoso
fuera del coche. Cuando se para el coche, el mismo tacto me dice que no hay
nada. Los hechos son escurridizos y por ello el roce de las palabras con ellos
siempre es resbaladizo. Pero tienen que rozar hechos palpables en algún sentido
y hasta rebozarse de ellos. Debería ser la condición para que alguien tuviera
crédito. El roce armónico con las emociones del público tiene mucho que ver con
la eficacia con que se transmiten las verdades y con la resistencia o
complicidad con que el público las acepta. Pero si no lleva disueltas verdades
y opiniones francas, el envoltorio en sí es distracción y manipulación.
La vieja trampa ahora bautizada con ese término de post–verdad es que la
satisfacción emocional ahogue el trato de las palabras con los hechos. No hubo
sistema totalitario que no disparase estos mecanismos de propaganda. El
diccionario de Oxford hace una contribución notable al darle a la post–verdad
la medalla a la palabra del año. Los que mandan ahora mandan más que hace unas
décadas y la gente puede decidir sobre menos cosas. Nuestro sistema se va
haciendo más despótico y este venerable invento léxico que actualiza prácticas
ya conocidas es una señal de ello que, gracias al diccionario de Oxford, se
hace luminosa y transmite urgencia. Yo llamaría a declarar ya a Fernández
Villa. A estas alturas ya no se notaría su confusión.
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