Entre la ola de frío siberiana y las rachas de vientos de más de cien
kilómetros por hora, no hay nada más acorde con las circunstancias que un
informe del FMI, como un silbido más entre los vientos. Las palabras del FMI
tienen algo sólido que hace que parezcan haber estado siempre ahí, antes y después
de que nadie las dijera. Y es más que una apariencia. Es que están siempre ahí,
como el bisbiseo de una novena, en editoriales, en «estudios» de los bancos,
declaraciones de los empresarios o think
tanks que siempre susurran los mismos mantras, los mismos arrullos que
ahora llegan del FMI disueltos en los vientos: flexibilidad laboral, el gasto
en educación y sanidad, copagos, más IVA, dualidad, …
En el discurso ortodoxo, que sintetizan esos informes del FMI, retumba
tanto lo que se dice como lo que se calla. Así, se habla del efecto perverso la
«dualidad laboral» en el sistema. La dualidad se refiere a que hay dos tipos de
trabajadores, a los que nombran con términos pseudotécnicos para dar a los
panfletos apariencia de «estudios»: los insiders
y los outsiders, los que están dentro
y los que están fuera. Los primeros están mejor pagados y son estables y los
segundos cobran poco y están en paro mucho tiempo. Se dice que la diferencia
está vinculada a la formación, pero esto cada vez es menos cierto. Es una
diferencia temporal. Los trabajadores con derechos y salario son los restos de
una época de más justicia social que está siendo derribada y los trabajadores sin
derechos ni salario son los primeros de las nuevas regulaciones laborales. Esa
dualidad se está reproduciendo en trabajos que requieren cualificación.
Cualquiera puede ver a simple vista que en la enseñanza, en todos sus niveles,
se está jubilando a profesores de 60 años, en perfecto estado de salud, con
salarios y situación consolidada, para que en su lugar haya cada vez más
contratos de media jornada y hasta contratos de tres horas semanales con
sueldos simbólicos en la universidad.
Estos informes se callan sus verdaderas pretensiones y se callan lo que no quieren
que conste. La pretensión a la que se apunta es a que los trabajadores estables
tengan menos derechos y salario para que no vayan al paro siempre los mismos y
cobren menos para que cobren un poco más los más desprotegidos; que los insiders sean un poco más outsiders. Quieren hacer ver que los
asalariados protegidos son un peso para el sistema, a eso se refiere el problema
de la dualidad laboral. Pero el FMI se calla siempre, para que no conste, el
peso que supone para el sistema el tipo de prácticas que llevó, por ejemplo,
estos días al señor Fernández de Mesa a un puesto en las eléctricas muy bien
pagado y de utilidad indemostrable (un puesto de consejero independiente de esos).
No se trata de cuánto nos cuesta concretamente este personaje en nuestros
recibos. El problema es el tipo de práctica que lleva a esto. Es evidente que
el poder político interviene activamente en las eléctricas, porque si no sería
imposible que nadie hubiera llamado a este facha indocumentado a semejante
pesebre. Y es evidente que las eléctricas intervienen en las decisiones
políticas. No sabemos quiénes, pero algunos de los actuales ministros,
secretarios de Estado o el propio Presidente tendrá un bicoca en algún ramo de
la energía, de la banca o de los operadores, con lo que es evidente qué
intereses está gestionando ahora. Lo sabemos por experiencia. ¿Cuánto peso
suman los sueldos de todos estos golfos más las decisiones políticas
condicionadas por ellos, cuánto dinero parásito absorben del consumo privado y
de las empresas? ¿Cuánto colesterol tiene el sistema por estas prácticas?
Teniendo en cuenta cómo inciden en la vida diaria y en la de las empresas la
energía, la banca y las comunicaciones, es evidente que cuestan bastante más
que esos trabajadores insiders que
tienen el privilegio de saber que seguirán trabajando el mes que viene. Pero el
FMI, y tanto editorialista y analista, sólo advierten de los trabajadores con
derechos, se callan el coste de estos oligopolios privados de mentirijillas y
de las prácticas que mezclan la gestión pública de necesidades básicas con
evidentes intereses privados y personales.
También forma parte del bisbiseo del sistema que hay que subir el IVA.
Según parece, nuestro país es un poco disonante con otros, que exprimen más a
la población con este impuesto insensible a las diferencias de renta. Y se
callan siempre otra singularidad que tiene nuestro país, que son las numerosas
exenciones fiscales de la Iglesia y sus privilegios residuales de otros
tiempos. Nunca hablan estas doctas autoridades del IBI que no paga la Iglesia
por su enorme patrimonio, ni las asignaciones directas que tienen del IRPF, por
ejemplo. El estudio de Europa Laica, muy pormenorizado y basado en datos
oficiales y no en borracheras ideológicas, de que la Iglesia le cuesta al
Estado once mil millones de euros al año debería ser tenido en cuenta en las
recetas del FMI para contener el gasto público. Es difícil entender por qué
tenemos que pagar más impuestos en artículos de consumo cotidiano y la
insultante y ostentosa mansión de Rouco Varela no pague su IBI.
Y por supuesto, el FMI ataca los dos pilares de la igualdad de
oportunidades, la de la formación y la de la salud. No hay nada que rompa más
una sociedad que un sistema educativo desigual. La integración de todos, la
formación media de la población y la excelencia de los mejores deberían ser
objetivos naturales de cualquier sociedad. Como con la dualidad laboral, el FMI
se calla lo que propone. Sólo dice que se gasta mucho. Wert nos enseñó hacia
dónde apunta todo esto: segregación temprana, desagregación social y
universidad inalcanzable para las clases bajas y excesivamente pesada para las
clases medias. Con la salud se pretende aplicar la misma receta que para la
universidad: que sea gratis sólo para los más desfavorecidos y que las clases
medias que sustentan los servicios con impuestos muy altos, además tengan que
pagar esos servicios al consumirlos (a esa palabra boba de «copago» le sobra
una sílaba). La desaparición del bienestar consiste en esto, en no tener lo
mínimo e irrenunciable o en tenerlo gastando para ello casi todo tu salario. El
bienestar consiste en que lo irrenunciable sea seguro y, con un sistema
redistributivo, nadie tenga que trabajar sólo para comer y tener médico. El FMI
sólo menciona la desigualdad en los protocolos finales como un tópico
estilístico. En el núcleo del análisis no se piden mecanismos que garanticen el
bienestar, sino liberar al sistema de su coste.
Decía Frédéric Pajak citando a Gide que «sólo cuando abandonamos una cosa
le damos nombre». Mientras tenemos una silla nos sentamos en ella. Cuando no
está, es cuando necesitamos una palabra que convoque su recuerdo. A su manera,
las palabras curan ausencias. Los silencios del discurso ritual oficial sólo
quieren que los privilegios de unos y las carencias básicas de nuestra vida
sean ausencias sin consuelo y sin consecuencias. Pero el desconsuelo es real y
el descreimiento altera la percepción de los usos políticos como un virus
altera el funcionamiento celular. Hace poco alertaba Martín Caparrós en el New
York Times de que se corre el peligro de tomar la honradez, no como el punto de
partida para cualquier política aceptable, sino como el sustituto de la
política. Por ahí se llega a esa distorsión de apoyar cualquier cosa con tal de
que parezca honrada o con tal de que tenga tal o cual virtud que tanto echamos
en falta. Por ahí se llega Trump. La socialdemocracia asumió ser parte del
sistema y garantizar la máxima protección desde dentro del sistema. Pero asumió
que queda fuera del sistema aquello que pone en pie de guerra al poder. Y el
poder tolera en el sistema cada vez menos cosas. En su esfuerzo por seguir en
el sistema, la socialdemocracia renuncia cada vez a más cosas y ya no es
reconocible. Por eso está en crisis, porque sólo puede mantener sus principios
desde fuera de lo que ciertos poderes dicen que es el sistema y los socialistas
están demasiado asentados en sus pesebres. Los señores de Vistalegre deberían
dar señales de que entienden lo que está en juego.
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