Estos son días adecuados para recordarnos
algunas verdades. Los sistemas de seguridad están funcionando, el terrorismo
está debidamente contenido y consigue un número muy pequeño de víctimas. El
número de muertos en accidentes de tráfico no nos intimida y seguimos saliendo
en coche y viajando. Y hacemos bien. Aunque cada muerte sea una tragedia y
aunque el esfuerzo por que no muera nadie no deba conocer descanso ni horario, los
números dicen en su frialdad que hacemos bien en seguir viajando. Los números
de muertes por terrorismo son mucho más bajos y por eso hacemos bien también en
querer nuestras libertades y seguir con nuestras vidas. Muertes tan absurdas y
tan sin sentido sólo pueden producir repugnancia y, por qué no, rabia o algún
pariente menor del odio. No pasa nada porque lo odioso provoque furia, momentánea
y concentrada en un suceso. La rabia momentánea es menos deterioro que la
indiferencia al dolor en la que León Gieco pedía a Dios no caer nunca. La mezcla
de piedad y cólera es una reacción natural a una brutalidad de tal fiereza. Pero
ni siquiera la compasión por el daño y el ansia de justicia deben distraernos
de lo fundamental: en el sentido estratégico de la expresión, vivimos
básicamente en paz, el terrorismo está contenido y provoca un daño mínimo,
aunque trágico. No es momento de reacciones histéricas, cambios de leyes,
recortes de libertades o mezquinas rentas políticas. El sistema está
funcionando.
El superior impacto psicológico del
terrorismo con respecto a cualquier otro factor de mortalidad se debe a dos
factores: la maldad y el miedo. Las muertes en carretera o por golpes de calor
no suceden por acciones odiosas de nadie y por eso no producen odio. La maldad
del terrorismo sí añade repugnancia y ansia de justicia a la pura tragedia. El
miedo está relacionado con la maldad. Las muertes de tráfico no resultan de
actos planificados, son azarosos y por eso siempre parecen cosas que les pasan
a los demás, no a nosotros. Un solo muerto por terrorismo, sin embargo, es
suficiente para sentir que nos podrían matar, porque es efecto de un acto
perverso y consciente y siempre tememos más al hombre del saco que a los
elementos. Por eso es humano sentir miedo. Pero también es humano razonar,
tomar los datos con las manos, pesarlos, contarlos y medirlos y quedarse con lo
fundamental: el sistema está funcionando, la vida en libertad contiene
eficazmente al terrorismo. Las instituciones y la convivencia deben ser las
propias de tiempos de paz, porque estamos en tiempos de paz. La paz amenazada
es la social, la que resulta de la injusticia y la merma de derechos, pero no
esa paz que se opone al estado de guerra. Estos ataques terroristas
esporádicos, por mucho que duelan, son cucharillas intentando socavar una
cordillera, y cuanto menos alimentemos miedos y rabias puntuales, más débiles
serán.
No perder la cabeza no es
resignarse a vivir con un monstruo intolerable. Hay que batallar contra el
terrorismo, como se hace con las enfermedades, los accidentes de tráfico y
cualquier otra fuente de mortalidad o daño. Para contener al terrorismo tienen
que funcionar los sistemas de seguridad en caliente y al día para que los daños
sean pequeños. Pero también se necesitan acciones, necesariamente variadas y
lentas de resultados, para que el fenómeno se extinga. Igual que las
enfermedades son un mal, pero también una amenaza de plaga si no se contienen,
así un terrorismo suficientemente reprimido lleva en sí una amenaza de caos si
no es debidamente enfrentado. El terrorismo se combate atacando sus causas y
aquí suele haber un pico emocional distorsionador. La furia que provoca un acto
tan despiadado es tal que no queremos mitigar la maldad y la culpa del asesino.
Cuando relacionamos su conducta con causas, rápidamente parece que atenuamos su
culpa y pasamos el peso a la maldad del sistema. Evidentemente no es así. La
culpa de un robo la tiene el ladrón, pero eso no impide entender que cuanta más
pobreza haya en un espacio, más delincuencia habrá en él.
En el terrorismo siempre hay tres
pilares: financiación, frustración colectiva e ideología radical, política o
religiosa. El sentido común dicta que hay que actuar en los tres frentes para
ir consiguiendo resultados con el tiempo. Un grupo terrorista como el Estado
Islámico no llega más allá de lo que le permita su financiación. Y la
financiación apunta al Golfo, es decir, a una zona especialmente opaca y
difícil de entender para nosotros, sobre la que además la información tiende a
ser sesgada y regulada por intereses también complejos. Hace unos meses estalló
un conflicto diplomático entre Qatar y los demás países del Golfo por el supuesto
apoyo de este país a fuerzas responsables de este terrorismo. En ese conflicto
laten otros problemas que no tienen que ver con esto, sino con el equilibrio de
fuerzas de la zona y el impacto estratégico del gas líquido que comercializa
Qatar. Lo cierto es que este país y Arabia figuran en muchos análisis como
espacios en que se alimenta lo que acaban siendo ataques ciegos en otros sitios
y la opinión pública no percibe qué hace la diplomacia de su país al respecto.
Como mínimo, hay oscuridad.
La frustración colectiva y la
ideología se dan la mano. Se necesita una ideología para que la conducta de los
activistas sea ordenada, jerárquica y orientada a un fin superior que les haga
sentir legítimos los actos violentos. Pero esas ideologías enloquecidas no
prenden más que en colectividades desesperanzadas, en el caso más normal por
condiciones objetivas de pobreza. Las ideologías perversas deben ser atajadas
pedagógica y dialécticamente cuando aparecen en púlpitos de toda ralea o en la
mismísima presidencia de los EEUU. Y el sentido común sugiere que la
frustración colectiva debe atajarse fuera de nuestro espacio y también dentro
de él, porque no hay que ignorar que, al menos en Londres, los ataques son
ejecutados por población ya asentada por varias generaciones. Si no hay
actuaciones a gran escala sobre las condiciones de vida sobre todo de África,
aunque no sólo, ni la inmigración masiva ni los brotes de violencia organizada
se podrán contener. Pero también, y esto nos queda más cerca y deberíamos
sentirlo como más abarcable, hay que actuar sobre las situaciones que se dan
dentro de nuestros países. Cada vez hay más mezcla étnica, cultural y religiosa
en nuestras sociedades. La segregación social fue injusta siempre. Ni cuando en
EEUU, hasta el último cuarto del siglo pasado, practicaba aquel principio
racial de «iguales pero separados», ni cuando se separa, con un principio
parecido, a niños y niñas en centros de estudio diferentes se está haciendo
algo justo. Nunca se separan grupos humanos con intención sincera de llevarlos
al mismo sitio. Pero ahora la segregación es algo más que injusta. Es además
peligrosa. Separar a grupos humanos en sistemas de convivencia separados es
dejar fuera del sistema a los grupos que no sean el dominante. Eso ocurrió
siempre, pero ahora esos grupos quedan expuestos a liderazgos políticos o
religiosos espurios y potencialmente peligrosos. La integración debe ser una
prioridad de Estado que debería ser debidamente atendida desde el sistema
educativo, la principal herramienta para evitar la segregación. El terrorismo
es sólo un límite mostrenco de los males de una sociedad sin la debida
integración de los grupos que la componen.
En realidad no hay nada nuevo que
decir en fechas como estas. Con el terrorismo cada uno debe hacer su parte. A
los individuos de a pie nos toca sobreponernos al miedo, al odio sin control y
a la ansiedad. Nos toca sin más interiorizar la realidad de que los anticuerpos
del sistema funcionan y que el daño es muy limitado. Y nos toca exigir a
nuestros dirigentes claridad y ética en lo que toca a la financiación del
fenómeno, justicia interior y justicia exterior. Como digo, nada nuevo. Es lo
de siempre.
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