Lo interesante no es que la Academia haya considerado
correcto el imperativo iros. Lo
interesante son las reacciones, que convierten esta minucia en un asunto
veraniego. Antes de decir un topicazo, la gente debería decirlo en privado,
oírse diciéndolo, notar el olor a alcanfor que dejan en el aire las expresiones
manidas, y así después en público ofrecer la versión mejorada, que suele
consistir en callarse.
Solo por la palabra iros
se vuelve al papel de la Academia y a si la lengua es del pueblo o de sus
custodios. Y ahí aparecen los topicazos, como que la Academia es un mausoleo de
figuras llenas de polvo. Es una broma facilona, que adorna a los guasones menos
de lo que creen. Pero me interesa más el tópico que parecen compartir la
Academia y sus burlones, al menos la parte de la Academia que sale en los
medios. Julio Llamazares dijo alto y claro algo que se suele decir alto y claro
un montón de veces (seguimos en el mundo de los tópicos): que da igual lo que
diga la Academia, que la gente habla como le apetece y que podían ahorrarse sus
prohibiciones y sus legalizaciones de palabras. Como digo, en este tópico
parece estar de acuerdo la Academia de un tiempo a esta parte, porque son los
académicos los que dicen que la lengua es de los hablantes, que ellos son sólo notarios
que recogen lo que se dice, que no inventan nada y que desde luego «no son
policías» del lenguaje. Tiene gracia que una institución normativa por
definición diga de sí misma que no está ahí para poner normas, sino para tomar
nota de lo que se dice. Cualquier día me llegará una multa de tráfico en la que
no se me imputará ninguna infracción, sino que se hará un simple registro de mi
conducta hecha por un agente con intención meramente descriptiva.
Por eso observaba con buen tino Francisco García Pérez que la
Academia parece estar dedicándose más a fijar lo que se dice que a limpiar y a
dar esplendor. Ya hay gazapos notables en el diccionario de tanto notario
fijando lo que se oye. La palabra carroza,
en sentido jergal, no tiene presencia en la lengua escrita ni la dice ya nadie
que no esté saliendo de un coma de más de veinte años. Y ahí está, fijada en el
diccionario sin esplendor. El mismo camino lleva rallar. Y es casi tierno que hayan metido cederrón. Le tuve que explicar a mi hijo por qué se llama
colchoneros a los jugadores del Atlético de Madrid y por lo mismo él tendrá que
explicar a sus primos más pequeños que era aquello del CD-ROM o cederrón.
Las declaraciones de los portavoces académicos se confunden
donde más claras deberían ser: en los medios y ante los hablantes que deberían
entender el porqué de la normalización. Chomsky decía que saber una lengua era
saber dos cosas: asociar expresiones y contenidos y emitir juicios de
gramaticalidad intuitivos sobre las expresiones de esa lengua. Esto último
quiere decir que el que sabe una lengua sabe si tal expresión se dice o no se
dice en esa lengua. Cualquiera que sea nuestra formación, sabemos que la
expresión quiero tomar del caliente leche
no se dice en español, aunque entendamos lo que quiere decir. Pero con la
expresión yo que tú, no sé, mejor no
contestabas, habrá castellanohablantes que digan que eso se dice y otros
que no. La condición de Chomsky sirve para comprobar que el castellano es como
las demás lenguas: temblorosa, inestable y diversa. El problema es que las
innovaciones espontáneas tienden a no ser homogéneas. Es poco probable que
nuestras ocurrencias idiomáticas coincidan con las de los barrios de
Montevideo. Las lenguas se mueren fragmentándose y los hablantes tienden a
fragmentarlas sin querer. Y ahí es donde se hace valiosa la norma y ese presunto
mausoleo de dinosaurios académicos. La norma consiste precisamente en crear un
patrón estable, y por tanto artificialmente unitario, a partir de las
variaciones espontáneas y de los usos más reflexivos y elevados de la lengua. La
lengua normalizada es artificial, pero no inventada. Si la norma se hace bien,
la mayoría de los hablantes sentirá que lo que dice no es normativo pero es una
aproximación al patrón normativo. Eso no hace que deje de haber innovaciones y variaciones
espontáneas, igual que antes de que hubiera norma, pero con una diferencia
crucial: que ahora las variaciones giran en torno a ese patrón estable y no se
desmandan cada una por su lado. Eso hace que lenguas de muchos hablantes se
mantengan razonablemente uniformes, es decir, se mantengan a secas. Una lengua
sin normativa, sin escritura y sin alfabetización generalizada en una norma
escrita no tendrá más de unos pocos miles de hablantes o tenderá a
fragmentarse, es decir, a desaparecer.
En este juego la lengua escrita es esencial, porque la
representación escrita es el patrón más estable que fijamos. El valor de la
lengua escrita normalizada es la estabilidad, para lo cual cada cosa se debe
escribir siempre de la misma manera, sin acumular variantes. Esa es la razón
práctica de que algunas variedades sean «incorrectas», ajenas a la norma, y
otras «correctas». Llamazares y muchos otros creen que la gente dirá lo que le
apetezca con Academia o sin ella. Es un convencimiento tan tierno como el que
cree que la publicidad no hace ningún efecto. Sin duda, la gente comprará Coca
Cola sólo si le da la gana. Pero sin duda la publicidad hará que le dé la gana.
Lo que establezca la Academia influye mucho en cómo se escribe, y el patrón
escrito afecta mucho a lo que se dice y a los límites de las variaciones espontáneas.
Por supuesto, la gente seguirá diciendo pa,
alante y cuidao más veces que para,
adelante y cuidado. Ninguna norma
hace uniforme el lenguaje, sólo lo hace elástico, hace que las desviaciones espaciales
tensen algo invisible cuya resistencia no las deja ir tan lejos que rompan el idioma.
Aunque llegara el momento en el que ya nadie dijera finales en -ado, aún así sería
discutible el paso de cambiar la forma escrita. Aceptar en el uso escrito los
finales en -ao, como cuidao, no es
tan práctico como parece. No se quemaría la inmensidad de libros escritos en
español, por lo que el lector tendrá ante sí unas veces cuidao y contao y otras cuidado y contado, y precisamente el efecto estabilizador de la norma se
consigue representando cada una unidad siempre de la misma manera, aunque en el
habla real haya más variantes. No es grave que lo que se escriba se aparte algo
o mucho de lo que se dice. No pasaría nada por escribir cuidado aunque nadie lo pronunciara así. Que se lo digan a los
ingleses.
Por eso, cambiar en la lengua escrita los imperativos del
tipo cantad por los más habituales
del tipo cantar puede no ser buena
idea. Y coger uno en particular, el dichoso iros,
y hacer con él la excepción es como cenar hoy sin lavarse las manos. No pasa
absolutamente nada, pero es el tipo de cosas que no hay que acostumbrarse a
hacer. Tampoco pasa nada porque la Academia cometa uno o cien errores. Pero sí sería
relevante que cuidara más cómo explica a la gente lo que hace, porque la
percepción que los hablantes tengan del valor de la norma es parte de la
vitalidad y del estado de la lengua (algo sabemos de esto en Asturias con el
asturiano). Y los opinantes espontáneos quizá puedan hacer algo más que repetir
tópicos. Tyrion le decía con sorna y altivez a Theon, en Juego de tronos, que todo el que se burla de un enano lo hace como
si fuera el primero en decir la misma ocurrencia repetida. Seguro que se puede
hablar de la Academia y la norma como si no nos burláramos de un enano.
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