La capa que nos separa de la barbarie es más fina de lo que creemos. Una
huelga de basuras de cuatro días es suficiente para darnos cuenta de que la
ciudad necesita muy poco para convertirse en un sitio inhabitable. En el año 80
un guarda murió por tiros de escopeta en la reserva de Muniellos, y así
recordamos que basta con separarse un poco y envolverse en esa sensación de
impunidad que da la soledad para que solucionemos un contratiempo engorroso
disparando con una escopeta. El caso Villar nos recuerda que basta con rodear
de opacidad una esfera de actividad para que quienes están en ella se sientan
tan solos y tan impunes como si estuvieran en Muniellos, donde nadie nos ve.
Apenas se afloje un par de resortes, las conductas amables de la civilización
desaparecen y estamos en la barbarie.
Podemos reparar en la reacción que nos suscita el caso Villar. Lo que se atribuye
a este personaje son las golferías de esos maleantes que aparecen en la
literatura del Siglo de Oro o de esos rufianes malencarados de barrio que
acechan en sitios sórdidos. Robaba, amenazaba, pagaba o pegaba. Pero nadie está
estupefacto ni escandalizado. Nos parece como si alguien se hubiera caído de un
guindo y estuvieran diciendo lo que todo el mundo sabía. A pesar de tratarse en
muchos casos de dinero público, no reaccionamos con la indignación que nos
provocan bajezas parecidas en políticos y gestión pública en general. Además de
distanciamiento, tenemos también resignación, como si fuera inevitable que las
alturas futbolísticas tuvieran que ser feudos sin ley ni control y donde sólo
hay vulgaridad y codicia grosera. El fútbol tiene dos condiciones propicias
para el pillaje a gran escala: por un lado, es un área opaca, estanca y al
margen de la gestión general; y, por otro lado, es un espectáculo de masas de
fuerte inmersión emocional y fuerte simbolismo de grupo.
Sergio del Molino, en su recomendable La
España vacía, atribuye el tópico de la violencia sórdida de los sitios
pequeños y aislados a la deformidad, y hasta monstruosidad, que produce la
soledad y la incomunicación. Sin duda el aislamiento produce monstruos. Pero no
estoy convencido de que esas historias oscuras de la España profunda tengan ese
origen. Si hay algo que nos suaviza, es la mirada de los demás. Sólo podemos
sentir vergüenza u orgullo por la conciencia de la presencia de otros. Hay una
sutil tensión de protocolo con la que mantenemos nuestra imagen cuando estamos
con gente. Lo notamos por esa distensión que se siente cuando quedamos solos y
por la necesidad que tenemos de estar solos en algún momento. Cuando estamos en
el baño ante el espejo con la puerta cerrada o sin gente en la casa, es cuando
salen todas las fealdades que normalmente reprimimos. A escala social, se suman
nuestra estima pública, nuestra reputación, nuestro estatus social y también la
intimidación de una autoridad que se siente cercana. Con todo ello nuestra
conducta pública se hace razonablemente suave y apta para la convivencia y
desde luego, en la mayoría de los casos, alejada del delito. Lo que más nos
aleja de robar de una tienda un iPhone que nos apetece no es la honestidad,
sino un tipo de riesgo que es ajeno a la vida de la mayoría de nosotros. Pero
si gestionamos un presupuesto de decenas de miles de euros con poco control
externo, mucha gente que no robaría imputaría a ese presupuesto el codiciado
iPhone, porque habría desaparecido la intimidación y el consiguiente riesgo.
La opacidad en la gestión pública es un abono infalible para la corrupción.
Igual en la soledad del baño estallamos granos ante el espejo o componemos poses
ridículas, cuando la gestión pública se hace fuera de la mirada de la gente
pierde rápidamente la compostura civilizada y se hace bárbara. Todas las áreas
de gestión que quedan fuera del caudal político general sobre el que hay
escrutinio público corren el riesgo de ser como esas charcas que se forman al
secarse o retirarse el caudal principal: aguas insalubres. Me refiero a
direcciones de fundaciones (muchas de ellas indemostrables), entes públicos de
todos los pelajes, empresas públicas regidas con las leyes de las privadas,
loterías, boletines y todo lo que burbujea fuera de la cobertura de la prensa y
de la mirada pública. No hay defensa contra la corrupción en esos nichos, salvo
el sistema de control y contrapoderes mecánico que debería funcionar en
cualquier democracia que no convierta a esas instituciones de control en
abrevaderos de los partidos. Los tipos como Villar crecen por lo mismo que
crecen hongos y eccemas donde no hay higiene.
Apuntábamos que además el fútbol es un espectáculo de inmersión emocional.
Decía Galeano que cómo será de grande el fútbol para que con tanta podredumbre
como hay en él siga siendo tan bello. Los estados emocionales están
inconscientemente asociados a una cierta debilidad y a una cierta
excepcionalidad. Cuando se juntan debilidad y excepción, tendemos a pensar que
tenemos derecho a que los demás respeten una cosa y la otra. Cualquiera piensa
que el amor por su hijo es una debilidad que los demás deben comprender; y que
la conducta excepcional inducida por esa debilidad, que puede incluir el
egoísmo y la trampa en su favor, debe ser también comprendida. Por eso tendemos
a aceptar que los espacios en que se cultivan emociones compartidas deben ser
en muchos sentidos excepcionales. Y la excepción suele consistir en tolerar
privilegios. Conocemos bien este mecanismo en la Iglesia, por ejemplo. Una
congregación de creyentes creen compartir algo que es especial y que debe
regirse por un fuero también especial, como si fuera una burbuja en la que todo
fuera interno. Siempre me llama la atención la normalidad con que se divulga
que un sacerdote pederasta fue trasladado de un sitio a otro por el reguero
indecoroso que iba dejando. Se dice como si fuera normal que una jerarquía
eclesiástica que conoce una agresión tan intolerable estuviera exenta de la
obligación que sí tenemos los demás de no encubrir tales delitos. La burbuja
tiene sus propias reglas y todos los mecanismos de justificación son internos,
no tienen responsabilidad ante los demás. Hasta llega a considerarse que el
dinero de todos que se detrae de Hacienda para la Iglesia forma parte del
derecho que los creyentes tienen a mantener su culto.
No es muy distinta esta percepción de la que se da en el fútbol. Parece que
el espectáculo no puede detenerse pase lo que pase. El fútbol además crea una
identificación grupal intensa. En algunos sitios es un verdadero catalizador de
cohesión social, y no siempre para mal. Hay ejemplos en Inglaterra o en casos
como el Ajax especialmente notables en que el fútbol inyecta valores honorables
en la comunidad a la que da consistencia. Igual, por cierto, que la Iglesia en
muchos sitios, que cohesiona para bien a la comunidad con valores positivos. Las
deudas injustificadas e injustificables de clubes gestionados a golpe de
ocurrencias, y que muchas veces son con el Estado o arrastran dineros públicos,
o los delitos fiscales cometidos por sus millonarios protagonistas parece que
tienen que ser tratados con esa excepción que es privilegio y que reclama la
feligresía que participa de la compulsión emocional futbolística. Las conductas
impropias de los futbolistas, así sean de abusos o adiciones, dan lugar a esa
liturgia en la que el club defiende su inocencia y la afición quiere su
absolución o impunidad. Siempre con espíritu de feudo cerrado y excepcional.
Es evidente que en el fútbol seguirá habiendo ladrones casposos como Villar
y jugadores millonarios a los que se tratará como niños grandes malcriados.
Pero debemos terminar por donde empezamos. El ecosistema de la civilización es
delicado. Se puede venir abajo con un corte de luz de tres días. Apenas
permitimos la opacidad en ciertas áreas o gestionamos mal legítimas emociones
compartidas, creamos burbujas de barbarie que nos absorben energía y recursos y
que nos degradan valores básicos. Villar es sólo un síntoma, como una de esas
pústulas que anuncian enfermedades más profundas.
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