«Gijón te pide perdón», se oyó a finales de los ochenta en el Teatro de la Laboral. Montserrat Caballé había tenido que dejar de cantar porque le había caído encima un inesperado hilillo de agua de lluvia por una gotera que tenía aquel teatro todavía sin restaurar, arrastrando como arrastraba su interminable etapa postfranquista y predemocrática. Algo debió atragantar alguna gestión del presidente de México, López Obrador, y se le vino a la cabeza a Hernán Cortés. Así que exige a España que le pida perdón, como Gijón a la diva. La petición del mexicano cayó en estas tierras como esas sustancias que nos inyectan para que su reacción intensifique el contraste del riñón y el médico vea dónde está la piedra. Unas gotas de la colonización sobre la caldera patria y los desmemoriados, que no saben nada de Franco porque recordar es de rencorosos, muestran una memoria hipermétrope, borrosa para lo próximo y nítida para lo remoto. Casi arman otra manifestación en Colón, con Froilán incluido, por la patria difamada y ofendida.
La historia, como la memoria individual, es creativa. A pesar de ser pasado no para de moldearse y recrearse. Es como un baúl lleno de precedentes que justifican cualquier cosa, un tesoro inagotable para tener razón. Pérez Reverte explicó alguna vez la tolerancia o desidia con que Roma permitía que los bárbaros pasaran sus fronteras y entraran en el flujo sanguíneo del imperio, para que después esos mismos bárbaros fueran parte de la corrosión que llevó a su caída. Una lección que le permite la observación de que los inmigrantes hacen el papel de nuevos bárbaros y Europa es el imperio tambaleante. Pero la misma historia podría haberle servido para la tesis contraria. Roma fue durante siglos una civilización poderosa y en muchos sentidos brillante. Y la forma en que creció fue precisamente naturalizando como romanos a los foráneos y haciendo propio lo ajeno. La misma historia que nos muestra la inmigración como un peligro nos la muestra como elemento de grandeza. Y no sólo Roma. EEUU alcanzó su tamaño actual a base de acumular recién llegados. La historia es muy generosa y da la razón una cosa y la contraria. Y cuanta menos historia sepa la gente, mejor. Si la historia bien conocida es creativa y nos da suministro para justificar cualquier chuscada, la ignorancia de la historia la hace todavía más fértil. Los ocurrentes se hacen más audaces porque, al desconocer ellos los hechos o dar por sentado que los desconoce el público, no hay hechos conocidos que desmientan ninguna extravagancia. Quizá por eso la historia es una de las materias que fue encogiendo en las sucesivas reformas educativas.
La actividad política no es un buen escenario para reflexionar sobre la historia. Sería saludable que el conocimiento de la historia empapara la acción política, pero los tiempos y propósitos de la política no pueden hacer con la historia más que bromas. Por eso el desafío de López Obrador no puede dar lugar a ningún debate de interés, sino a bufonadas. Los episodios históricos ni pueden presentarse enjuiciados anacrónicamente desde el pensamiento actual ni pueden presentarse silenciando lo que el pensamiento actual tiene obligación de considerar relevante. Por ejemplo, la Constitución de 1812 no puede estudiarse como la confirmación de una sociedad machista, como si fuera una constitución hecha en nuestros días. Pero no es ningún anacronismo especificar que el voto era solo masculino. La mirada actual a leyes del pasado tiene que incluir si las mujeres votaban o si el sufragio masculino era universal o había que tener cierta renta para votar. Evitar el anacronismo no puede llevar a aplanar el tiempo y contar solo lo que tiene correspondencia en el mundo actual. No se puede estudiar un proceso como el da la colonización de América desde las categorías actuales, evidentemente, ni desde esas categorías andar pidiendo perdón, reponiendo agravios o atribuyéndose laureles imperiales. Hasta después de la Segunda Guerra Mundial no se estableció internacionalmente que la colonización era una cosa fea y no un timbre de gloria. Pero es lógico que se especifique de alguna manera en el estudio de la historia que las colonizaciones fueron episodios violentos y rapaces. Si al crearse las Naciones Unidas después de la Segunda Guerra Mundial se impuso la descolonización de las colonias y se prohibieron nuevos procesos de invasión y colonización, es porque se aceptó que esos procesos no eran momentos brillantes de la historia de la humanidad, como dice Casado como un palurdo. Es normal que los países que fueron colonias quieran un relato respetuoso en las antiguas potencias coloniales (muy antiguas en nuestro caso).
Pero los ritmos políticos no son el recipiente adecuado para tareas tan demoradas como la investigación y la transmisión de la historia. La política se mueve en ciclos cortos y es una actividad práctica, donde todo aboca a acciones inmediatas. Si un historiador dice que hasta 1713 Gibraltar era español, constata un hecho. Si dice lo mismo un político, reivindica algo, porque en política toda afirmación es el argumento que apunta a una acción. López Obrador no propone un relato de la historia y su transmisión, sino que hace política. Desconozco cuál es propósito de esa acción política, aunque supongo que sea un movimiento de política internacional. Pero lógicamente aquí suscita reacciones políticas y por tanto, desde el punto de vista del conocimiento de la historia, pobres o disparatadas. El gobierno responde con una simpleza porque hace política y una respuesta más matizada abre un debate político oportuno o inoportuno. Porque así es el relato de la historia en política; no es verdadero o falso, es oportuno o inoportuno, útil o estéril, provocador o apaciguador. Las verdades o falsedades son cosa de historiadores.
Las derechas se vivifican y llenan de electricidad con estos enredos patrióticos. Nunca me convencieron los izquierdistas que ponen su ideología como argumento para sus propuestas, es decir, no me convencen los argumentos con el formato: «la sanidad debe ser pública porque España necesita un giro a la izquierda». Me gusta percibir ideología y coherencia, pero cuando la ideología es el argumento siempre sospecho falta de razonamiento y rigidez de catecismo. Pero el pecado se limita a la simpleza. Más grave es que el argumento sea la patria. Cuando se argumentan las posiciones políticas por patriotismo, se incurre en la misma simpleza que cuando se argumentan por la ideología. Pero se añade el pecado de la exclusión sectaria: si se afirma algo por español y patriota, quien no lo acepte será antiespañol y enemigo. La pulla de López Obrador derramada sobre las derechas es como una gota reactiva sobre una mezcla y muestran ese sectarismo disfrazado de patriotismo con el que pretenden anegar todos los debates. Quieren despido libre, ya no ocultan que quieren privatizar la sanidad y entregar la educación a la Iglesia e ir eliminando las pensiones y lo quieren sin que se hable de ello. Quieren que el ruido de defensa de la patria, amenazada por separatistas o injuriada por López Obrador, no deje oír el ruido de los martillazos con que quieren derruir el estado de bienestar, tan claramente establecido en la Constitución como la unidad del Estado. Seguramente Rivera y Casado creen patriótico discutir lo que se hizo o no se hizo en las andanzas colonizadoras de hace siglos. Y a la vez dirán que es pasado que el PP usara hace dos días a nuestra policía con periodicuchos y empresarios para espionajes y falsificaciones contra rivales políticos. Decía Woody Allen que con un método de lectura rápida había leído Guerra y pazen veinte minutos y todo lo que había entendido es que algo pasaba con unos rusos. Ese es el nivel de quien hace 11 asignaturas en un fin de semana y un máster en un recreo. Mucho tienen que bajar las aguas de la competencia y el talento para que se haga visible Suárez Illana.