Con tanto juicio del procés, tanto preso jurando por repúblicas del más allá y tanto facha gritando y dando patadas a los bancos (ellos piensan con los pies y las laringes), con todo ese circo tan nuestro, se nos fue de la atención el juicio al pequeño Nicolás, que alguna enseñanza nos deja. Al neoliberalismo le gusta predicar que la desigualdad es la justa consecuencia de los méritos y los actos de cada uno. El rico es rico porque se lo ganó. Y el que vive en precario vive así por no haberse formado y haber adquirido una ventaja competitiva, o no haberse adaptado a los cambios, o no haber sido diligente en buscar su hueco, o en no tener empuje emprendedor. La gente en dificultades recibirá varias veces al día el mensaje de que la culpa es suya. Todo eso es propaganda neoliberal. La realidad es que ni de lejos todos tenemos las mismas oportunidades, que una cosa son ciertas desigualdades y otra las desigualdades insoportables, que el dinero no se acumula por méritos y que las dificultades y la precariedad no nacen de la estupidez de los afectados.
La parte personal del asunto del pequeño Nicolás, la que se refiere al tipo de narcisismo o idiotez que le afecta, no me interesa ni me entretiene. Pero este personaje es una caricatura, no ciencia ficción. Es decir, es una exageración deforme de la realidad, no una invención. En el capitalismo las tajadas más lucrativas no vienen del talento de producir cosas o servicios que otros quieren consumir, sino de otra cosa: la influencia. Nicolás quería hacer negocios. Él no fingió talento, no se hizo pasar por fabricante de camiones, ni fingió dirigir un gran hotel. Todo eso sería talento y ese no es el meollo capitalista. Él fingió influencia. Nada de camiones ni hoteles. Él buscaba salir en las fotos con Sáenz de Santamaría y otros mandamases, contrataba guardaespaldas y alquilaba coches de lujo para hacer sentir que lo acompañaba el Rey o que lo enviaba el CNI. La agenda telefónica que la gente crea que tienes, los contactos que puedes proporcionar, las relaciones que puedas engrasar, todo eso, requiere escenarios, ambientes políticos, fiestas y encuentros y todo eso afecta a las expectativas que hay sobre ti y a la rentabilidad de lo que hagas. Y a veces lo que haces es solo eso: afectar a las expectativas que hay sobre unos y otros, a la confianza y ese tipo de cosas. Las oportunidades de negocio no consisten en tener el mejor producto, sino en estar en el escenario apropiado con la gente apropiada. IBM arrancó a gran escala con contratos gubernamentales y su director, Thomas J. Watson, recibió en 1937 una medalla de Hitler, que había utilizado su tecnología en su cruzada antisemita a tan gran escala que IBM casi ganaba tanto en Alemania como en EEUU. Tan importante como la producción de cosas están las actividades para alterar su valor. Cuando Reagan desreguló el mercado energético y Enron acaparó la electricidad de California, el precio del kilovatio se disparó y los apagones llamaron la atención internacional. Ellos mismos provocaron la escasez que disparaba los precios. Por supuesto, su quiebra cayó sobre las espaldas de las demás. El neoliberalismo no busca la lucha limpia entre iguales. La no injerencia del estado, es decir, de nosotros, consiste en dejar a las bandas oligárquicas sin control. Solo utilizan la expresión «libre competencia» para los de abajo, para justificar despidos, deslocalizaciones o estrangulamientos de salarios. Para los de arriba utilizan la expresión «libertad». Nunca dicen esa palabra para hablar de vivienda o precariedad. La utilizan para no poner reglas a grandes empresas o para justificar los intereses de la Iglesia en la educación.
El pequeño Nicolás es un recordatorio de la esencia del neoliberalismo y también de que anda desbocado, agresivo y sin concesiones. Los nombres de ideologías, por queridas que sean, deben dosificarse en los discursos. Decir «izquierda» cada poco es una manera de esquivar el razonamiento. A veces es una forma de levantar trincheras que separan intereses más que actitudes. Y es también una forma de afirmar falsas alturas morales. Hay que utilizar la etiqueta ideológica lo justo. Y este es uno de los casos en que conviene. En estas elecciones, como en las generales recientes, hay partidos de derechas y de izquierdas y ahora sí conviene decirlo y tenerlo en cuenta. El estado del bienestar, la organización social en la que los servicios básicos son universales e igualitarios, no es un concepto necesariamente izquierdista. De hecho, caben estados de gran injusticia social y desigualdad racial o de género dentro del estado del bienestar. Pero el neoliberalismo y las derechas que lo representan están, decíamos, desbocadas. Las oligarquías lo quieren todo. Lo que queda de vocación del estado del bienestar y civilización está solo en la izquierda.
Hay además otro componente en la escena. La ultraderecha envilece el lenguaje, el estilo y la agenda política. No es un talento estratégico. Es muy fácil la grosería y muy fácil que la grosería haga grosero el escenario. Si voy a un debate, me bajo los pantalones y hago mis necesidades ante el público, ¿quién puede evitar que el debate en sí sea una grosería? Nadie puede evitar que en la vida pública silben como argumentos que las feministas son feas y que en la escuela pública se promueve la zoofilia y se empuja a la homosexualidad. Las derechas están dispuestas a ser el cordón umbilical por el que los ultras bombeen sus inmundicias en las leyes y en nuestra convivencia a través de los gobiernos que consigan. No cabe degradación más soez que la que muestran desde Andalucía. Se aplican con prioridad e inquina precisamente a la violencia sistémica más repulsiva que aún vivimos. Mueren asesinadas al año más mujeres por ser mujeres que crímenes cometía la extinta ETA en sus tiempos. Precisamente quienes trabajan en el servicio del gobierno andaluz encargado de enfrentar este complejo tipo de violencia fueron presionados y finalmente serán despedidos por exigencia de Vox. Juan Marín, de C’s, ese partido que no negoció con Vox, es el ejecutor de esta reclamación fascista. El punto de mira está también en la enseñanza. La Iglesia, machista en todas sus entretelas, ya había abonado el terreno ultra llamando a la pura y simple igualdad entre hombres y mujeres «ideología de género». Ahora Vox recoge el fruto de esa invención para exigir una purga que limpie de «ideología» las aulas. Y las demás derechas (Foro incluida, que allí estuvieron en Colón) están dispuestas a acoplarse con esa ciénaga e insuflar su mefítica mercancía en nuestras administraciones.
Repitamos que este es uno de esos momentos en que sí tienen que entrar en los argumentos las palabras derecha e izquierda. Decía que solo los partidos de izquierda mantienen el norte civilizado del estado del bienestar, mientras las derechas se despeñan sin tapujos en la barbarie neoliberal. Ahora añadimos que solo los partidos de izquierda mantienen fuera del estado y sus administraciones a Vox, a su machismo grosero, a su amparo de la violencia de género, a su racismo y xenofobia y su sectarismo religioso y político. El antifascismo no es exclusivo ni definitorio de la izquierda. Pero en estos tiempos y aquí sí. La audacia y envalentonamiento con que acosan en Andalucía a los profesionales que se encargan de la lacra de la violencia machista los desnuda y fortalecen en vez de debilitar a sus oponentes. Su impudicia hace que el único voto antifascista sea el de izquierdas y eso es una fortaleza. Y con las aguas calmadas habrá que plantearse otra vez, pero con estas nuevas evidencias, por qué el estado sigue gastando, entre pagos y privilegios fiscales, más de once mil millones de euros en la Iglesia. Tanta provocación puede acabar debilitando a sus huestes.
Solo la izquierda en los gobiernos puede poner límites a la brutalidad neoliberal y mantener al salvajismo fascista fuera del poder. No es mucho, son solo mínimos. Los gobiernos de izquierda son una necesidad, puesto que de mínimos se trata. Y puesto que de mínimos se trata no es suficiente. Es algo que debe entender sobre todo Pedro Sánchez. Que la izquierda en el poder es necesaria, pero no es suficiente. Queremos más que mínimos.