La foto tópica que muestra la devastación de la bomba atómica fue hecha en Nagasaki por Yosuke Yamahata. Philippe Forest narra con maestría la llegada de Yamahata al lugar. El Emperador le había encargado fotos diciéndole solo que habían atacado con un arma nueva. Nadie sabía qué era lo que él iba a ver. Aquella noche le señalaron sin más con el dedo la negrura hacia la que nadie había ido todavía. Él no veía nada en aquella oscuridad absoluta, pisaba cenizas y restos de cuerpos y oía quejidos agonizantes como hilos dispersos. Se sentó a fumar y a esperar a que se hiciera de día. Según la narración de Forest, Yamahata fue viendo cómo una especie de telón oscuro iba levantándose con las primeras claridades y cómo fue tomando nitidez el sitio en el que se encontraba. Poco a poco a Yamahata se le fue mostrando, con la parsimonia de un revelado, lo que nadie había visto nunca antes.
Forest imagina la experiencia de Yamahata como algo que iba de abajo hacia arriba, como un telón levantándose. El extraño momento en el que vivimos parece haber cuajado de manera inversa. Parece que algún tejido invisible nos hubiera caído lentamente desde arriba, al principio como algo lejano, luego inminente y finalmente pegajoso y casi opresor. Esta tela invisible, a medida que aprieta, nos aísla y nos recluye. Va borrando capas de nuestro mundo y dejando a la vista las cañerías básicas de nuestra sociedad, apenas el flujo de alimentos, medicamentos y el mínimo vital, mientras opaca todo lo demás. Cuando esto se acabe, nos pasará como a Yamahata. Esperaremos que se levante este telón que nos encierra sin saber qué es exactamente lo que veremos fuera, porque el país ya no será el mismo y desconocemos el aspecto de la devastación. Mientras tanto, en la reclusión afloran reflejos innatos. Somos una especie grupal que necesita el contacto. En los aviones al despegar o en las películas de terror, quienes tienen miedo se agarran al de al lado por instinto. Ahora estamos proyectando nuestra voz y nuestro ectoplasma digital por teléfonos y redes y buscándonos en los balcones sin más propósito que hacer contacto. Los aplausos de las ocho solo en parte son un aliento bienintencionado para el personal sanitario que está en primera línea. En buena medida el gesto busca encontrarnos y sentirnos, como sucedáneo de tocarnos unos a otros. Siempre que se detiene el tiempo, sea por el simbolismo del fin de año o por una epidemia, se remansan recuerdos en remolino, se nos viene al ánimo todo el mundo y nos llamamos sin motivo, lo habremos hecho estos días.
Ahora es momento de interacciones locales, de gestos sencillos que multiplicados hagan una red colectiva eficaz. Al zurcido de esa red hay que aplicarse, el mensaje de aparcar diferencias es simplón pero no desacertado. Pero lo que encontraremos fuera al levantarse el telón son las mismas fuerzas que ya movían los acontecimientos. El mundo de ahí fuera era un mundo cada vez más neoliberal, es decir, desigual y despiadado. Ese orden se abría paso de la única manera en que se puede abrir paso lo que perjudica a la mayoría sin resistencia: con propaganda y con autoritarismo. La propaganda querrá que creamos inevitable que perdamos trabajo, salario y derechos y que lo achaquemos al infortunio. Cuando se levanten las sombras y veamos lo que queda ahí fuera, pedirán sacrificios por las pérdidas a los mismos que ya fueron sacrificados por los desmanes financieros de 2008. Hay que poner atención en cuánto coste van a asumir grandes fortunas, grandes empresas y gran banca, y qué se va a hacer para parar la sangría fiscal. Si la emergencia sanitaria llevó a intervenir la sanidad privada, habrá que proteger de la emergencia económica a los que ya pagaron en 2008 interviniendo los canales bancarios y empresariales de los paraísos fiscales, por donde se desaguan los dineros e impuestos que requiere la emergencia. Europa tendrá que intervenir cuantas entidades privadas haga falta, siquiera temporalmente.
La otra pata del avance neoliberal, el autoritarismo, solo se acepta cuando se acepta que se vive un momento de excepción. Ahora lo hay objetivamente. Pero el autoritarismo quiere que siempre nos sintamos en excepción. Las dos emociones colectivas que más desactivan el análisis y más hacen sentir un momento de excepción son el miedo y la ira. Los interesados en tenernos siempre coléricos o con miedo tienen el auxilio del bajísimo nivel de los medios informativos actuales, propensos en todo momento a buscar audiencia haciendo de la actualidad un relato con un punto álgido de suspense y un desenlace trascendente inminente. Quedará para el recuerdo la portada patriótica de un periódico conservador al iniciarse la crisis sanitaria: «La amenaza, el virus, el enemigo, el pánico». Junto con la propaganda de que por mala suerte es inevitable que perdamos, nos querrán asustar y querrán que nos enfademos y odiemos. Al autoritarismo solo lo justifica la excepción y la excepción es alimentada por el miedo y la cólera. Miremos lo que quede ahí fuera con buen juicio y con esta mayoría de edad civil inducida por la emergencia.
A la memoria de lo que ya pasaba antes del momento excepcional, debemos añadir el recuerdo de lo que vimos dentro de este momento. Habrá que recordar algunos silencios. La alocución del Rey solo sirvió para resaltar por contraste su silencio. Quien escribe estas líneas es, por separado y por razones distintas, republicano y antiborbónico. No creo que sea este momento de excepción el momento de hacer pulsos por la república. De hecho, y a pesar de la cacerolada, no creo que se estén haciendo. La Monarquía se tambalea por su propia corrosión, nadie la está hostigando. Se puede admitir que en la transición la institución en abstracto tuvo utilidad. Hace tiempo que solo es una fuente de problemas y nunca es ayuda para nada. Lo que queda de esto son dos cosas: la monarquía solo es motivo de división y no tiene ese valor simbólico que resultaría útil.
También recordaremos el silencio de la Iglesia, que tanto dice hacer por tantos. La Iglesia tiene influencia, tiene recursos y tiene locales e inmuebles, muy apañados de impuestos. Se deja oír sobre la eutanasia, el IBI que no paga, el IRPF que se le reserva como canonjía o el feminismo. Estos días no parece que haya nada de su incumbencia. También se calla la banca, esa estructura que absorbió decenas de miles de millones de euros del pan de todos. Todo el mundo, personas, empresas o administración, puede hacer algo, por poco que sea. Desde subir el pan a tu vecina anciana, hasta una pequeña o gran donación, aguantar un retraso en el salario o en el alquiler, o resistir un goteo de pérdidas. No oí ningún comunicado de la banca suavizando condiciones o demorando obligaciones. Sus primos de la patronal solo abrieron la boca para pedir despido libre y bajada de impuestos a los ricos; porque igual que hay quienes callan hay quienes hablan demasiado y a destiempo. A ellos pertenecen también los cruzados anticomunistas que propalan que esto se explica por la ideología del gobierno chino, a pesar de que contuvieron con eficacia la epidemia y a pesar de que es Trump quien quiso comprar los ensayos del laboratorio alemán con la condición de tener la exclusiva para EEUU; y a pesar de que es Boris Johnson quien pregona que es preferible que se mueran algunos viejos a dañar la economía. Y habrá tiempo de recapitular el triste papel de la prensa y los informativos, con sus rumores y sus debates de baratillo que solo aportan ruido (en sentido etimológico; ruido es la misma palabra que rugido)
De esta no saldremos más fuertes como dijo sin entonación el Rey. Pero quizá sí más adultos, más conscientes de nuestro papel y del poder de nuestra implicación en los asuntos colectivos. El momento es de excepción. Cuando acabe, querrán que sintamos que llega otra excepción y después otra. A ver si se encuentran con que crecimos y después de encontrarnos en los balcones ya sabemos que el país somos nosotros.
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