Decía Ortega y Gasset, citando a Croce, que nos da la lata aquel que nos quita la soledad y no nos da la compañía. Seguramente los contactos que nos estamos procurando estos días, en las redes o en los balcones, sean lo opuesto a dar la lata: nos dan compañía, pero no nos quitan la soledad. Lo opuesto a latoso es agradable o ameno y eso nos dan esos contactos, amenidad. Si el efecto final del aislamiento es la extrañeza e incluso la locura, bienvenidas las amenidades que aplazan el deterioro. Nuestra sensación de tiempo detenido es solo subjetiva. Dentro y fuera de las casas y el país, el mundo sigue. Claro que lo que pasa es lo de siempre, y quizá eso sea una forma de no estar pasando nada, después de todo.
Está pasando lo de siempre en educación no universitaria. El confinamiento acentúa dos males que los poderes públicos van permitiendo o estimulando en la enseñanza. Los consejeros, consejeras, ministros y ministras que estén realmente convencidos de que se puede avanzar en el curso mediante sistemas telemáticos en la misma medida están íntimamente convencidos de que sobran las escuelas y los institutos. Ese es el primer mal. Se acentúa la banalización progresiva de la tarea de los enseñantes y la actividad docente en sí misma, que se está percibiendo cada vez más como un servicio asistencial. En la enseñanza no ocurre nada trascendente ningún día. Lo que va bien en la educación es una acumulación de pequeñas cosas en lapsos largos de tiempo, que sin embargo requieren dedicación y cualificación a diario. Es un servicio diario cuyo beneficio no se percibe a diario. Por eso deben creer que el curso puede seguir con todo el mundo en casa.
El segundo mal es la desigualdad. La educación es el servicio que nivela la desigualdad de las circunstancias personales y sociales de los alumnos. No hay instrumento más eficaz para la igualdad de oportunidades, ni instrumento más dañino para afianzar desigualdades insalvables en la población. Mantener el avance del curso durante el confinamiento es acentuar las desigualdades hasta la ruptura. Este segundo daño afecta a algo profundo. Una crisis de un mes o un trimestre no va a condicionar la vida de los niños ni un trimestre puede desagregar socialmente a un país. Es otra cosa. Cuando mis hijos eran pequeños, yo era muy rígido con lo de cruzar la carretera con el semáforo en verde, aunque no hubiera ningún coche a la vista. Al lado de la escuela tenían un semáforo de esos que tienen un botón para los peatones. Como los niños y niñas eran una turba, nadie pulsaba aquel botón y cruzaban en masa. Me parecía paradójico que fuera la escuela el primer sitio en el que aprendieron a cruzar en rojo. Estos días habrá alumnos con tabletas e internet y padres y madres con conocimientos que seguirán razonablemente bien la marcha del temario. Y habrá alumnos sin internet, tableta ni calefacción, ni padres y madres que entiendan una herramienta telemática y que sencillamente no harán nada de nada. Y habrá centros donde haya esta variedad de alumnos y centros que ya se habrán ocupado, con dinero público, de tener solo alumnos con tableta e internet. Como ocurría con mis hijos, es paradójico que en la escuela sea donde aprendan de manera más vivencial lo de siempre: que unos tienen y otros no tienen, y que hay un mundo distinto para unos y para otros. Tienen que tener tarea y disciplina estos días, desde luego, pero, si hay vida inteligente en el ministerio, deben parar el curso. Ahora el Gobierno tiene toda la autoridad, no hay excusas.
También está pasando lo de siempre con el dinero privado. Pocas veces hubo una movilización de recursos de grandes empresas y con propósitos más evidentes que en la campaña que llevó al poder a Bush hijo. Llegaron grandes donaciones de Microsoft, a quien esperaba un importante juicio por prácticas de monopolio; de Philip Morris, en plena lucha por las restricciones contra el tabaco; de las petroleras, que querían perforar Alaska; de Enron, todo el mundo acabó sabiendo por qué; y de entidades de tarjetas de crédito, por lo mismo que Enron. Es solo un ejemplo de lo que todos sabemos: cuando hace falta, las grandísimas empresas mueven enormes cantidades de dinero. Pero ninguna de las grandísimas empresas actuales (tecnológicas, farmacéuticas, bancarias) ofreció recursos significativos para amortiguar la situación (más allá de donaciones sueltas, siempre bienvenidas pero anecdóticas en el conjunto). Y lo que es más importante, ningún gobierno se lo pide ni los interviene temporalmente. Los ultraliberales de repente solo miran recursos públicos masivos, en plan socialdemócrata. Mientras, esas grandísimas empresas se posicionan sobre la gigantesca deuda que se avecina. Ocurre lo de siempre. Como dijo Antonio Izquierdo, cuánto saben y cuánto ignoramos.
En el ancho mundo también sucede lo de siempre. EEUU y China maniobran en medio de la crisis. Rusia calla, pero occidente está ido y algo se le ocurrirá. Europa es nuestro ideal, pero las dos grandes distribuidoras de los equipos que necesitan los hospitales están en Francia y Alemania y sus gobiernos requisaron el material para cuando les tocase a ellos, cuando Italia y España estaban en emergencia. Y de momento no habrá deuda pública europea, porque el norte nos recuerda que hay ricos y pobres y que no somos comunistas. No nos cebemos con ellos. Aquí sabemos como están Francia, Alemania y Gran Bretaña, pero no sabemos nada de Portugal, y menos de África. Es lo de siempre.
En nuestro terruño, como siempre, los más patriotas buscan los enemigos en los compatriotas y quiebran cualquier impulso de unidad. El Gobierno fue tan lento y ramplón como los demás gobiernos en el inicio, y todo lo eficaz que se puede ser en las circunstancias a partir del estado de alarma. En el fin de semana del 6 al 8 hubo negligencia, pero no impiedad. Ni los convocantes de las manifestaciones del 8, ni Vox en Vistalegre, ni Feijoo en sus actos electorales juntaron gente para ligar sus causas a una epidemia. Impiedad hay en quienes proclaman indiferencia al más de centenar anual de mujeres asesinadas y luego son diligentes en cargar muertes a la manifestación que protesta por esos crímenes. Hubo más torpeza que ideología en las aglomeraciones de ese fin de semana, pero no hay más que ideología y mala fe en quienes solo ven el 8 de marzo en una pandemia mundial, como si en España estuviera ocurriendo algo distinto de tantos sitios sin 8 de marzo. La derecha no hace críticas, sino que cizaña y vierte odio con insidias y bulos. La derecha tiene un gen franquista que le hace sentir a la izquierda en el poder como una infección y que bloquea cualquier atisbo de sentido de estado o buena fe. La corrupción y la patraña del 11 M les costó perder las elecciones, pero eso no puede hacer cambiar a la derecha porque ese gen franquista les hace sentir que es ilegítimo que ellos pierdan el poder. Todo como siempre.
Se puede ser pesimista y feliz, porque nuestro cuerpo es así. Los estados emocionales son reacciones a lo inmediato en el espacio y en el tiempo. La percepción de las cosas globales y remotas solo puede ser racional. Por eso podemos tener una impresión pesimista de la evolución general de las cosas y ser razonablemente felices porque las pequeñas cosas cotidianas y los afectos próximos nos mantienen en ese estado emocional venturoso. Son buenas fechas para dar la debida estima a lo que tenemos más a mano. Pero por lo demás, y a pesar de ciertos optimismos bienintencionados, me temo que el balance racional de este episodio se resumirá en aquellos versos de Lorca: aquí pasó lo de siempre, han muerto cuatro romanos y cinco cartagineses.
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