La transición es como el big bang.
Cada poco se detectan en nuestra convivencia restos de la radiación de aquel momento
fundacional, ecos de aquel hervor, hilos que proceden de entonces y que mueven
tal o cual aspecto de nuestros días. Pero a veces parece como un camión de esos
que pasan y que con los baches va dejando caer cascotes sueltos de mercancía, piezas
mal atadas y hasta cierto punto prescindibles, que nadie va a echar de menos al
destino. Estas últimas semanas nuestra celebrada transición dejó caer tres de
esos cascotes, de distinto tamaño, en nuestra pacífica existencia.
El primero fue el día que Jordi
Évole nos prometió que por fin íbamos a saber todo lo que pasó el 23 F (el
punto final de la transición), y que siempre nos habíamos atrevido a preguntar.
Llegado el día, nos obsequió con un fake
que se mofaba de las preguntas que siempre nos habíamos atrevido a preguntar y su
moraleja nos alertaba de que la tele no siempre dice la verdad.
El segundo cascote que nos dejó
caer el camión de la transición llegó el propio 23 F de este año, cuando el
hijo que Tejero tiene en el Cuerpo montó una cuchipanda en un cuartel de la Guardia
Civil con su padre y unos cuantos golpistas más celebrando aquella hazaña
bélica y haciendo de nuestras instalaciones de defensa un templo del Movimiento
Nacional. Jorge Fernández interrumpió sus rezos para destituir a Tejero 2.0
porque no había pedido permiso para el ágape. A veces el ángulo desde el que se
examinan las faltas es extraño. Al Capone mató a no sé cuánta gente y se le
encarceló por no declarar a hacienda. Hace unos años en Londres una pareja se
entregó a sus efusiones sexuales en la vía pública sobre el capó de un coche y
la policía se presentó con urgencia para multarlos porque habían abollado el
coche. El otro día en una serie española (a estas alturas qué más da ficción
que realidad) una mujer que no sabía cómo plantear a su amante su
insatisfacción física, abre el tema mostrándole un consolador eléctrico y el
amante monta en cólera porque el artilugio usa pilas de litio que contaminan
mucho. Y en ese orden de cosas, Tejero 2.0 monta en instalaciones del estado
una juerga en recuerdo y apología del golpe militar y lo expedientan por no
haber pedido permiso, que todo era una cuestión de permisos.
Y el tercer cascote que nos cae de
la transición es el tragicómico anuncio del hijo de Adolfo Suárez de que su
padre se moriría en breve y la muerte efectivamente ocurrida en breve de Suárez.
La parte cómica fue el anuncio surrealista del hijo. Es lógico que las
autoridades estuvieran avisadas de muerte tan emblemática y también que la
prensa lo divulgara, no iba a ser un secreto. Lo esperpéntico fue la performance de Suárez Illana dando una
rueda de prensa a lágrima viva para decirnos españoles, mi padre va a morir.
Tenía un poco de la Pantoja de los 80 con aquella viudedad tan paseada y un
poco de Pinochet hijo, cuando ponía aquellos pucheros porque habían detenido a
su padre el día de su cumpleaños (nadie vea insensibilidad ni mala uva, si
acaso en quien buscó chupar cámara y presencia ante la muerte de su padre;
permaneceremos atentos a la pantalla a ver qué quería sacar con aquella
aparición).
La parte trágica fue la muerte de
Suárez y sus circunstancias. Suárez llegó a la Presidencia de Gobierno con más
ambición que ideas y con más vínculos con la dictadura que con la lucha por la
democracia. No creo que la transición haya obedecido nunca a ningún plan
concreto de nadie, como nadie diseñó Madrid tal cual es. Simplemente fue
creciendo y salió así. Metido en harina en la restauración de libertades en
España, Suárez sí fue una ayuda para crear espacios y canales para hablarse y
oírse, sin santidad y sin inocencia, más fieramente humano que ángel. Le dio
cierta pátina y un toque de personaje superviviente y solitario las
deslealtades que sufrió tanto más cuanto más responsable se iba sintiendo del
país y su historia. No podía ser de otra manera en una transición diseñada con
aquel tropel de la dictadura.
La democracia española se fue
asentando sobre una niñez atormentada y llena de secretos y malos recuerdos,
porque tenía que encajar dentro de sí la oscuridad de la dictadura haciendo
como que olvidaba. Siempre me pareció un sarcasmo trágico que Suárez
desapareciera de la vida española perdiendo su memoria. Él fue uno de los
artífices de nuestra desmemoria y en él se adhieren como en nadie nuestros
recuerdos colectivos de aquellos días, hasta el punto de ser ya un emblema
nacional. Hubiera sido justo, desde luego, que su salud le hubiera permitido
verse convertido en símbolo.
En los accidentes aéreos se busca
siempre afanosamente la caja negra para ver qué pasó. Creo que lo más parecido
a la caja negra de la historia reciente de España es Adolfo Suárez. Ahí estaba
grabado lo que realmente pretendía el rey, lo que realmente apoyó Fraga en los
momentos clave, lo que realmente rodeó el 23 F y tantas otras cosas. Ahora
murió Suárez y con él la caja negra de nuestras últimas décadas. Seguiremos
siendo una democracia con pesadillas nocturnas inesperadas y con daños traumáticos
en la memoria.
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