[Columna del sábado en Asturias24 (www.asturias24.es)].
A veces digo en clase que la cantidad de palabras que empleamos en decir una cosa es la manera en que señalamos la importancia que le damos. Si contamos una anécdota que nos pasó con una niña en un autobús, mencionaremos al conductor sólo de pasada y sin detalles, porque no es importante en nuestra historia. Pero sería raro que si hubiera un cadáver en el autobús lo despacháramos también en dos palabras y sin detenimiento. El impacto informativo que tendría un hecho tan insólito nos impulsaría a dedicarle más palabras y más tiempo. El gasto que hacemos con las palabras dibuja la importancia que damos a las cosas.
En Cien años de soledad García Márquez emplea más de una página para describir el hielo. En cambio concede apenas tres líneas a la llovizna pertinaz de flores amarillas que cubrió Macondo al morir José Arcadio Buendía. Al dedicarle muchas palabras, el hielo aparece en la novela como un elemento insólito y asombroso, como un cadáver en un transporte público. Al dedicarle pocas, una lluvia de flores amarillas parece algo tan común y tan poco necesitado de atención como un conductor en un autobús. Es uno de los recursos que utiliza García Márquez para crear esa atmósfera que se dio en llamar mágica: con su abundancia o escasez de palabras, hace sentir lo normal como extraordinario y prodigioso, y lo fantástico como rutinario y corriente. Todo es cuestión de dosificar la abundancia y el silencio y la magia habitará entre nosotros.
Esta semana podría tener los ingredientes de la atmósfera mágica, con el abracadabra de Jordi Évole como entrante y el debate del estado de la nación como plato principal. Jordi Évole tomó dos obviedades, a saber, que hay cosas ocultas en el 23 F y que en la tele a veces mienten, y les dedicó un programa alegórico que trató tales evidencias con el mismo pormenor con que en Macondo había que explicar lo que era el hielo. A los dos días, Rajoy trató las cosas que rasgan el ánimo de los españoles y algunos de los más estridentes empeños de su gobierno en estos años como si fueran una llovizna de flores amarillas que pudiéramos ver cualquier día.
Jordi Évole dio una vuelta de cucharón a una pota que ya estaba bien revuelta. Los programas informativos tienen que recurrir a tácticas de programas de entretenimiento de bajo presupuesto para conseguir la audiencia y por eso ahora los telediarios están llenos de chismorreos de pescadería. El Gran Wyoming utiliza el relato de la actualidad como punto de partida para sus dentelladas mordaces. Resulta que ese relato de la actualidad que es sólo auxiliar para armar los chistes es ya, según algunos comentaristas atentos, el espacio donde más noticias de actualidad se pueden escuchar. Oímos ya más noticias “serias” en un programa humorístico satírico que en los informativos. En medio del despipote, Jordi Évole utiliza su crédito bien ganado para convocarnos a la verdad sobre el 23 F. El programa no nos cuenta ninguna verdad, sino que es todo él un montaje costoso y laborioso, pero falso, aunque según parece con moraleja: a veces la gente miente y hay asuntos sobre los que se ocultan cosas. Hemos de asistir a moraleja tan reveladora como al gesto circunspecto que podríamos conjeturar de José Arcadio Buendía cuando observa el brillo del hielo, la dureza de su tacto y la contundencia de su frialdad. Quizá las enseñanzas de los próximos programas sean, como decía aquel personaje inolvidable de Ettore Scola, que madre sólo hay una, que los negros llevan el ritmo en la sangre y que el tiempo no pasa en balde.
Decía un directivo de una cadena francesa, a propósito del hecho bien sabido de que los ingresos de su cadena venían de la publicidad, que la programación había que hacerla en función la publicidad que se quiere hacer accesible en la mente de los receptores. La expresión que se le atribuye es que su programación pretende “tiempo de cerebro disponible para publicidad” en sus espectadores. Quizás todos estos informativos mágicos, donde hay que buscar la síntesis seria en programas humorísticos y donde los documentales son falsos para alertarnos de que las cosas no son lo que parecen, contribuyan a preparar nuestro cerebro para que entren sin dolor historias mágicas del estado de la nación donde merezca más atención el hielo que las lluvias de flores. Habló Rajoy de corrupción, pero no tuvo palabras para la presencia de su nombre en los papeles de Bárcenas, ni para la implicación de su ministra de Sanidad en la mafia de Gürtel, ni para la mafia en sí o el registro de la sede de su partido. Las palabras, y por tanto el interés, fueron para no sé qué nuevas leyes contra la corrupción. Oyéndolo me venía a la menteEl País Imaginario de hace tiempo, cuando decía que los comunistas avanzaban con firmeza hacia su unidad por la cantidad de partidos por la unidad comunista que se formaban cada semana. Con la misma lógica, la corrupción no se combate dejando que los jueces la investiguen o sencillamente no siendo corruptos, sino haciendo leyes contra la corrupción. Rajoy gastó muchas palabras en cifras con decimales leídas del derechas y del revés. Pocas palabras tuvo para una deuda que siguió creciendo y por la que perdemos la soberanía, el salario y el horizonte. Con algo más de gusto casi sería García Márquez.
El silencio sobre la ley de educación y la ley del aborto dibuja uno y otro tema como menores en el estado de la nación. Sin embargo, el empeño del gobierno en uno y otro tema fue realmente singular. Trazar con silencios o pocas palabras como de poca monta aquello que sin embargo consume grandes cantidades de tu energía es una manera no menor de mentir. En el silencio de Rajoy sobre las leyes de educación y aborto resonaron más deberes de secta e intereses inconfesables que bajo perfil de interés.
De todas formas no deberíamos dejar de reparar en lo fina que es la tela que separa la magia de la degradación, en cómo de Cien años de soledad a Blade Runner la diferencia es sólo de estilo. Decía Jean Franco sobre las ciudades megalópolis de la literatura hispanoamericana actual que deben ser imaginadas, no como algo unitario y con identidad, sino a partir de fragmentos y ruinas. El mundo mágico de García Márquez era una horma simbólica que describía su mundo latinoamericano. En Blade Runner y el género ciberpunk el mundo que conocemos se presenta como el papel bajo el agua, en trance de descomposición y diluyéndose los límites y la identidad de las cosas, como las diluyen telediarios reality, documentales ficción y silencios presidenciales sobre lo enjundioso y locuacidades sobre lo imaginado, lo diferido o lo que sea lo suyo. No sé si en esta semana que termina, con las mentiras de Évole y Rajoy, salvas y benditas sean las diferencias, veo más a los androides que sueñan ovejas eléctricas que al mundo reciente y aún sin palabras de Macondo.
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