[Columna del sábado en Asturias24 (www.asturias24.es)].
La teoría de lo que es el poder en
democracia es sencilla, tanto que se reduce a una palabra: responsabilidad. Una
democracia no se diferencia de una dictadura porque las decisiones de sus
gobiernos sean más sabias, benévolas o educadas. En democracia quien tiene
poder es responsable ante alguien de la forma en que lo ejerce y la responsabilidad
última es ante el pueblo. Se supone que los gobernantes son mejores y más
justos en democracia, porque su responsabilidad implica que se les puede echar
si no gustan. Hace un par de siglos, los absolutistas pugnaban con los
liberales entre otras cosas porque entendían que el poder del rey procedía de
Dios y que sólo ante Dios era responsable el monarca. Con el tiempo todo el
mundo fue entendiendo que eso de que el rey fuera responsable sólo ante Dios significaba
que no rendía cuentas ni a Dios y por eso, guerras mediante, se fue cambiando
el sistema de responsabilidades para que se deslizara siempre hacia el pueblo.
Los discursos que hoy siguen
manteniendo que hay parcelas de decisiones ajenas al escrutinio del pueblo son
residuales. Cánovas del Castillo usaba la ingeniosa expresión de “plebiscito de
los siglos” y aún en 1995 se leía en un editorial del ABC: “No cabe establecer distinciones entre la Monarquía y el
interés general: la Monarquía es el interés general. […] Es el resultado del
plebiscito de los siglos y la más discreta, tácita y eficaz garantía de la
integridad constitucional”. La monarquía, según Ansón y sus chicos, no
es responsable ante el pueblo sino ante “los siglos”, es decir, ante nadie. La
misma expresión se desliza hoy en proclamas ultraderechistas que piden la
intervención del ejército si Cataluña se independiza. La unidad de España está
legitimada, dicen estos muchachotes, por el plebiscito de los siglos y para eso
está el ejército, para que el pueblo no pase por encima de los siglos. También
a la Conferencia Episcopal le gusta dolerse por la confusión del orden político
con el orden moral en temas como el aborto o el matrimonio homosexual. Las
normas morales están en un orden distinto y superior al político y en ellas no
deben entrar los políticos responsables ante el pueblo. Esas normas son cosa de
las autoridades religiosas, responsables, una vez más, sólo ante Dios. Como
digo, son discursos doctrinalmente excéntricos y residuales, con un olor a
alcanfor que los hace casi inofensivos.
Pero está entrando en la doctrina
oficial un frente absolutista, que tácitamente nos va convenciendo de que hay
asuntos que no pueden gestionarse con responsabilidad ante el pueblo, porque no
es posible ni “eficiente”. Tal frente llega desde tres ángulos: el espacio, el
tiempo y la impostura técnica que interpretan comités de “sabios”. Son tres
formas de limitar la democracia, sin que se presenten, como en el caso de la
corrupción o de los poderes fácticos, como errores del sistema, sino como la
forma correcta y admitida de gestionar el sistema.
El espacio se pone al servicio del
absolutismo cuando se deciden los asuntos públicos en áreas mayores de aquellas
en que se ejerce la soberanía. En estos casos las decisiones se toman en
instancias tan lejanas que la gente pierde de vista quién las toma y pierde el
hilo que relaciona su voluntad con los individuos que deciden. El voto en las
urnas zigzaguea en una especie de vacío y parece que las decisiones políticas
no son decisiones políticas, sino que son fenómenos naturales como el pedrisco
o la sequía, que simplemente llegan con las estaciones y sobre los que no se
puede hacer nada. En España tenemos la sensación muy viva de que hay cosas muy
de nuestra incumbencia que no se pueden hacer o que es obligatorio hacer porque
vienen “de Europa”, como las galernas cantábricas. No creo que nadie sepa en
qué elección votó qué para hacer fácil o difícil que Almunia esté más en el
meollo de la economía española que el propio gobierno, ni cómo podría expresar
en las elecciones de mayo que le gusta o le disgusta el personaje. Ni siquiera
sabrá casi nadie si le gusta o le disgusta.
No se trata de un problema de la
Unión Europea y su pertinaz déficit democrático. Ni creo que sea recomendable
el llamado euroescepticismo. Está ocurriendo por todas partes que las áreas
geográficas del poder no coinciden con las áreas soberanas de responsabilidad
ante los pueblos. El discurso ortodoxo oficial presenta este proceso como
inevitable y como naturales y “eficientes” sus consecuencias: que haya asuntos
de interés público cuya gestión escapa al control popular. Se supone que los
legitimará el plebiscito de los siglos, que la historia los absolverá o algo
parecido.
Otro ángulo de erosión de la
democracia es el tiempo. Solemos creer que el tiempo es el que es, pero en
realidad la medida del tiempo y la relevancia de los períodos viene marcada por
el tejido económico y social. Durante siglos la Iglesia fue la dueña del tiempo
porque sus campanarios marcaban como un diapasón los ciclos cotidianos. El
primer capitalismo relacionó el tiempo con la producción y el beneficio. Un
factor básico del coste de un producto era el tiempo que llevaba fabricarlo,
porque el empresario pagaba precisamente tiempo de esfuerzo, además de materiales.
El capitalismo introdujo los minutos y los cuartos de hora en nuestra
existencia y también la necesidad del reloj de pulsera. El tiempo se emplea
para morder nuestra democracia por dos vías: la de la predeterminación y la de
los ritmos.
En cuanto a la predeterminación, en
cierto sentido se nos dice que la historia ya está escrita y que la evolución
de la organización social es irremediablemente una y está determinada. Muchas
medidas políticas se razonan empezando con las palabras “ya no” o “la tendencia
es”: las relaciones laborales “ya no” se pueden regir por convenios colectivos,
las pensiones “ya no” se pueden financiar de tal manera, “la tendencia”
inevitable es reducir el peso de las administraciones públicas. Parece que se
enuncian leyes naturales y que oponerse a ellas es tan negligente como oponerse
a la gravedad de los cuerpos. Son, como antes, aspectos de la vida pública que
se presentan como ajenos al control del pueblo, porque no obedecen a las leyes
de los hombres.
En lo que respecta a los ritmos, Josefina
Ludmer dice que en América Latina el ritmo de los mercados es mucho más rápido
que el de la acción política y que esto lleva a la desaparición real de la
política. Sólo caben dos matices. No sólo en América Latina el mercado circula
a distinto ritmo que los gobiernos; es un fenómeno generalizado. Y no
desaparece la política; se deshilacha la política de los gobiernos nacionales responsables
ante los pueblos; se encoge la política democrática para crear espacios absolutistas,
pero que también son políticos. El ritmo con el que cambia el dinero de sitio,
la rapidez con que cambian de valor las cosas en una sola hora, las ingenierías
improductivas que alteran valores y expectativas sobre sectores, la
simultaneidad de todo porque la red y las tecnologías hacen que todo sea ubicuo
e instantáneo, todo lo que bulle en el mercado, desborda los tiempos del debate
y las decisiones políticas. Las cosas no se mueven allí donde el pueblo las
puede ver y sancionar. Lo que el pueblo ve y sanciona es sólo una parte de lo
que le incumbe.
El tercer ángulo de contracción de
la democracia es la impostura técnica. Un comité de sabios nos habló hace poco
sobre impuestos y antes otro parecido habló largo y tendido sobre pensiones. Los
gobiernos siempre están haciendo números y proyecciones, siempre tienen
máquinas muy potentes y técnicos muy sesudos calculando, evaluando y sopesando
gastos e ingresos. El hacer visible de vez en cuando un comité de sabios es una
performance. Es para hacer pasar por
técnico y, como antes, no responsable ante el pueblo, lo que es político. La
representación hace parecer que la bajada de impuestos a los ricos o la rebaja
de las pensiones no son decisiones, sino conclusiones científicas, tan
verdaderas e inevitables como las cosas que vienen de Europa o las tendencias
objetivas de los tiempos. En realidad son personas pagadas para que digan su
criterio político cuando ya se sabe de antemano su criterio y lo que tienen que
decir. Leyendo el otro día las síntesis divulgadas sobre el informe fiscal, no
pude evitar imaginarme a los sabios vestidos de verde y con cascabeles, como
bufones de un cuadro de época.
Los tres frentes llevan al mismo
punto, que es el de ensanchar el volumen de asuntos de interés general sobre
los que el pueblo no tiene palabra ni sanción posible. La democracia seguirá
representándose porque habrá elecciones, partidos y ciertas libertades. Pero
cada vez decidimos sobre menos cosas. Es
un nuevo absolutismo, sin Dios ni plebiscitos de siglos, ni falta que le hacen.
No dejemos de reconocer el aliento de la bestia cuando nos hablen del mundo
global, los tiempos y sus tendencias o sabios bufones, por mucho que se hayan
quitado el traje verde y los cascabeles.
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