sábado, 29 de marzo de 2014

Suárez, el 22 M y el Clásico. España en el callejón del Gato

[Columna del sábado en Asturias24 (www.asturias24.es)].
 “Los héroes clásicos han ido a pasearse al callejón del Gato”, decía Máximo Estrella. El callejón del Gato era donde estaban los espejos cóncavos con los que la gente se divertía viendo su imagen deformada. En dos días tuvo lugar la culminación de las marchas por la dignidad del 22 M, se murió Adolfo Suárez y el Real Madrid y Barcelona jugaron el partido que en el extranjero ya nombran con una palabra española: el “Clásico” (cada uno con su acento). Dos días para recordar tanto la transición como a Valle-Inclán.
Lo característico de la deformación de los espejos cóncavos (esa imagen que Máximo Estrella llamó para la posteridad el esperpento) es la exageración de unos rasgos, la anormal aminoración de otros y la distorsión de la perspectiva. Pero también la inestabilidad: basta mover la cabeza hacia delante o hacia atrás, sacar la lengua o acercar un dedo y se habrá modificado todo lo que era grande y pequeño. Quizá por eso la gente se hace paracinésica ante estos espejos, no paran de hacer movimientos suaves sin función aparente, por la rareza visual de ver su cuerpo deformado y en mutación brusca y como desacompasada con la mansedumbre de sus movimientos.
El Clásico es futbolísticamente una deformidad. Hay equipos de fútbol en muchos países, como hay muchas especies que tienen nariz. Pero, igual que en el elefante ese órgano tan corriente es una monstruosidad, el R. Madrid y el Barça son una desproporción en una liga contrahecha. Acaparan con tal avidez los recursos que desde el tercero hasta el último equipo son su bodega particular, abastecida con jugadores que sólo desean un chasquido de dedos para ir corriendo a uno de los dos monstruos. Como corresponde a un país en el callejón del Gato, el Clásico es lo más visible de la imagen de España, nada puede ocurrir aquí que concite más atención planetaria. El Clásico es como una nariz que se hace gigantesca en un espejo cóncavo al que acerquemos la cabeza, mientras el país propiamente dicho queda allá lejos tenso y gomoso, apenas visible. O quizás el Barça y el R. Madrid sean nuestros genitales. Su poder abusivo se debe a que los de arriba quieren que sean así de excesivos, se quiere mostrar con ellos lo larga que la tenemos. No es una actitud desconocida en dictaduras y en naciones de medio pelo estos espasmos de autoestima, por los que se concentran recursos en el aeropuerto más grande de Europa, la estatua más alta del mundo o los únicos equipos de fútbol visibles desde la Luna.
Esta vez nuestro Clásico universal nos cogió con la muerte de Suárez y la irrupción de la transición y su recuerdo. Naturalmente, todo con la escala de un espejo cóncavo. La imagen de la transición y de Suárez en el callejón del Gato es especialmente mudable y nerviosa. El reconocimiento del papel de Suárez como punto de cruce y armonía de muchas cosas rápidamente deforma la imagen del momento histórico, agrandando la figura del presidente hasta la santidad, estirando con él la de los Torcuatos, Gutiérrez Mellados y demás franquistas buenos que nunca lucharon contra la dictadura, mientras se empequeñece hasta el borrón la de tantos izquierdistas y sindicalistas que sí lucharon por la democracia. Una deformidad notable de estos y otros días es la grandeza que se atribuye a que algunos privilegiados de la dictadura simplemente aceptaran ser como los demás y lo poco narrable que parecen quienes con su lucha hicieron inevitable que algunos franquistas privilegiados tuvieran que aceptar ser como los demás.
Pero apenas movemos la cabeza y la cintura en el espejo cóncavo para engrandecer a los perseguidos, la imagen de Suárez pierde santidad y se encoge injustamente hasta la ingratitud. Ciertamente el personaje tuvo más talante que ideas, pero llegó a ser un lubricante que hizo funcionar piezas de difícil encaje. La desmesura con que ensalza su recuerdo precisamente la prensa más conservadora nos puede hacer más gracia que al Cholo Simeone una perreta de Cristiano Ronaldo. Las zancadillas, deslealtades y amenazas que le dieron a Suárez ese toque de solitario y víctima y que le pusieron canas y mirada insomne venían de la derecha, que sentía que con tanta apertura se nos estaba abriendo una hernia. Qué gracia las portadas de estos días atrás.
Más profunda y menos graciosa me parece la desmesura con que la gente de a pie engrandece ahora la figura del difunto y las colas de otra época que se formaron para ese simbólico último adiós. No creo que sea sólo esa especie de morbo plañidero y casi necrófilo que se nos atribuye (“líbrate del tiempo de las alabanzas”, solía decir mi madre desde la España profunda, “o te están echando o estás muerto”). Creo que en el impulso popular hacia Suárez late la repugnancia y el desprecio hacia el ambiente político actual. La transición es percibida como la inocencia primigenia, el origen amable de lo que luego se torció. La España actual se siente como una deformidad de espejo cóncavo de lo que se había ideado en la transición y se siente a Suárez como la imagen aún proporcionada de la política bienintencionada. Hay mucha amargura, mucha desesperación y mucha ansia de inocencia en la desmesura con que la gente distorsiona el recuerdo de Suárez. La deformación popular de Suárez dice mucho del dolor y desconcierto del país.
Y dolor, desconcierto e indignación fue lo que había fluido a mares un día antes hacia Madrid. Salarios, trabajo, derechos, corrupción, modales políticos, todo, se agolpa en la mente y el corazón como una especie de ahogo o de calambre integral. Son tantas cosas a la vez y tan enormes que la réplica ya sólo se puede sintetizar en una palabra de mínimos: dignidad. Con ese lema se formó, según la prensa extranjera, una de las mayores manifestaciones de la democracia. La rabia y el sufrimiento, la injusticia esférica contra la que bramaron más de un millón de corazones en Madrid fue lo más real que pasaba en el España los días 22 y 23 de marzo. Ni Suárez y la transición existían, ni el cortejo fúnebre fue otra cosa que un muestrario de momios políticos en formol ni el Clásico es más que una ilusión óptica en 3D. Pero la inmoralidad y la sinrazón sí son reales y la angustia y la cólera colectiva también. En los espejos del callejón del Gato, sin embargo, hacían de nariz y cabezona gigante el Clásico deforme y el Suárez distorsionado, mientras el corazón y el alma del país quedaban en esos zapatitos que se ven lejos y pequeños.
La realidad que puebla nuestra mente no se compone sólo de imágenes y recuerdos vividos. Se compone también de palabras, conversaciones y símbolos. Nunca estuve en Cádiz y en mi mente es una realidad tan tenaz como Gijón, de tantas palabras, mapas y menciones que tengo sobre esa ciudad. La prensa, sin duda, teje parte de esa realidad que sentimos como obvia. Y tiene últimamente singular empeño en tejer el mundo como deformado por un espejo cóncavo. Lo más real que pasaba en España mereció menos palabras y atención que los fantasmas y fuegos artificiales. Y las palabras fueron para no sé qué acémila que pegó o que quería tirar una piedra o no sé qué a un policía. Todos los días alguien pega a alguien y alguien quiere robar o matar a alguien. Que en una manifestación masiva haya actos delictivos es tan obvio e inevitable como que los haya en una playa en temporada turística, en una ciudad con Mundial de Fútbol o Juegos Olímpicos o en cualquier concentración masiva. Ni se potencian zonas turísticas para que haya robos ni el COI tiene culpa de las pandillas delincuentes que vayan a ir a Madrid Río de Janeiro a hacer lo suyo. Pero justo ese fue el punto que el espejo cóncavo de la prensa estiró y deformó y con el que llevan dando el coñazo cinco días. El dolor, la angustia y la injusticia ahí quedaron pequeñitos y sin atención. No hay en la prensa habitual más resaca ni análisis sobre la riada humana del 22 M que el orden y cuántos uniformados más hacen falta la próxima vez. Algunos periódicos están económicamente mal y otros muy mal. El gobierno metió baza en sus deudas y por razones distintas en una semana desaparecieron tres directores de tres grandes periódicos nacionales. Según parece, los periódicos ahora tienen que hacerse cóncavos para reflejar ciertos temas. Sobre todo uno, que ya no sabe contar más alto de 50.000. Le decía aquel paria catalán a nuestro Máximo Estrella ante la evidencia de su próximo fusilamiento: ¿qué dirá mañana esa prensa canalla?

A ello volvemos. Al esperpento, al callejón del Gato con sus deformaciones grotescas y sus cambios inestables, a que el Clásico sea más real que la gente, a que los apestados se hagan santos en su funeral y a que el hilo con el que los periódicos tejen la realidad lo mueva la deuda y Soraya. Sobre todo uno.     

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