[Columna del sábado en Asturias24 (www.asturias24.es)].
“Los héroes clásicos han ido a pasearse al
callejón del Gato”, decía Máximo Estrella. El callejón del Gato era donde
estaban los espejos cóncavos con los que la gente se divertía viendo su imagen
deformada. En dos días tuvo lugar la culminación de las marchas por la dignidad
del 22 M, se murió Adolfo Suárez y el Real Madrid y Barcelona jugaron el
partido que en el extranjero ya nombran con una palabra española: el “Clásico”
(cada uno con su acento). Dos días para recordar tanto la transición como a
Valle-Inclán.
Lo característico de la deformación de
los espejos cóncavos (esa imagen que Máximo Estrella llamó para la posteridad
el esperpento) es la exageración de unos rasgos, la anormal aminoración de
otros y la distorsión de la perspectiva. Pero también la inestabilidad: basta
mover la cabeza hacia delante o hacia atrás, sacar la lengua o acercar un dedo
y se habrá modificado todo lo que era grande y pequeño. Quizá por eso la gente
se hace paracinésica ante estos espejos, no paran de hacer movimientos suaves
sin función aparente, por la rareza visual de ver su cuerpo deformado y en
mutación brusca y como desacompasada con la mansedumbre de sus movimientos.
El Clásico es futbolísticamente una deformidad.
Hay equipos de fútbol en muchos países, como hay muchas especies que tienen
nariz. Pero, igual que en el elefante ese órgano tan corriente es una
monstruosidad, el R. Madrid y el Barça son una desproporción en una liga
contrahecha. Acaparan con tal avidez los recursos que desde el tercero hasta el
último equipo son su bodega particular, abastecida con jugadores que sólo
desean un chasquido de dedos para ir corriendo a uno de los dos monstruos. Como
corresponde a un país en el callejón del Gato, el Clásico es lo más visible de
la imagen de España, nada puede ocurrir aquí que concite más atención
planetaria. El Clásico es como una nariz que se hace gigantesca en un espejo
cóncavo al que acerquemos la cabeza, mientras el país propiamente dicho queda allá
lejos tenso y gomoso, apenas visible. O quizás el Barça y el R. Madrid sean
nuestros genitales. Su poder abusivo se debe a que los de arriba quieren que
sean así de excesivos, se quiere mostrar con ellos lo larga que la tenemos. No
es una actitud desconocida en dictaduras y en naciones de medio pelo estos
espasmos de autoestima, por los que se concentran recursos en el aeropuerto más
grande de Europa, la estatua más alta del mundo o los únicos equipos de fútbol
visibles desde la Luna.
Esta vez nuestro Clásico universal nos
cogió con la muerte de Suárez y la irrupción de la transición y su recuerdo.
Naturalmente, todo con la escala de un espejo cóncavo. La imagen de la
transición y de Suárez en el callejón del Gato es especialmente mudable y
nerviosa. El reconocimiento del papel de Suárez como punto de cruce y armonía
de muchas cosas rápidamente deforma la imagen del momento histórico, agrandando
la figura del presidente hasta la santidad, estirando con él la de los
Torcuatos, Gutiérrez Mellados y demás franquistas buenos que nunca lucharon
contra la dictadura, mientras se empequeñece hasta el borrón la de tantos
izquierdistas y sindicalistas que sí lucharon por la democracia. Una deformidad
notable de estos y otros días es la grandeza que se atribuye a que algunos
privilegiados de la dictadura simplemente aceptaran ser como los demás y lo
poco narrable que parecen quienes con su lucha hicieron inevitable que algunos
franquistas privilegiados tuvieran que aceptar ser como los demás.
Pero apenas movemos la cabeza y la
cintura en el espejo cóncavo para engrandecer a los perseguidos, la imagen de
Suárez pierde santidad y se encoge injustamente hasta la ingratitud.
Ciertamente el personaje tuvo más talante que ideas, pero llegó a ser un
lubricante que hizo funcionar piezas de difícil encaje. La desmesura con que
ensalza su recuerdo precisamente la prensa más conservadora nos puede hacer más
gracia que al Cholo Simeone una perreta de Cristiano Ronaldo. Las zancadillas,
deslealtades y amenazas que le dieron a Suárez ese toque de solitario y víctima
y que le pusieron canas y mirada insomne venían de la derecha, que sentía que
con tanta apertura se nos estaba abriendo una hernia. Qué gracia las portadas
de estos días atrás.
Más profunda y menos graciosa me
parece la desmesura con que la gente de a pie engrandece ahora la figura del
difunto y las colas de otra época que se formaron para ese simbólico último
adiós. No creo que sea sólo esa especie de morbo plañidero y casi necrófilo que
se nos atribuye (“líbrate del tiempo de las alabanzas”, solía decir mi madre
desde la España profunda, “o te están echando o estás muerto”). Creo que en el
impulso popular hacia Suárez late la repugnancia y el desprecio hacia el
ambiente político actual. La transición es percibida como la inocencia
primigenia, el origen amable de lo que luego se torció. La España actual se
siente como una deformidad de espejo cóncavo de lo que se había ideado en la
transición y se siente a Suárez como la imagen aún proporcionada de la política
bienintencionada. Hay mucha amargura, mucha desesperación y mucha ansia de
inocencia en la desmesura con que la gente distorsiona el recuerdo de Suárez.
La deformación popular de Suárez dice mucho del dolor y desconcierto del país.
Y dolor, desconcierto e indignación fue
lo que había fluido a mares un día antes hacia Madrid. Salarios, trabajo,
derechos, corrupción, modales políticos, todo, se agolpa en la mente y el
corazón como una especie de ahogo o de calambre integral. Son tantas cosas a la
vez y tan enormes que la réplica ya sólo se puede sintetizar en una palabra de
mínimos: dignidad. Con ese lema se formó, según la prensa extranjera, una de
las mayores manifestaciones de la democracia. La rabia y el sufrimiento, la
injusticia esférica contra la que bramaron más de un millón de corazones en
Madrid fue lo más real que pasaba en el España los días 22 y 23 de marzo. Ni
Suárez y la transición existían, ni el cortejo fúnebre fue otra cosa que un
muestrario de momios políticos en formol ni el Clásico es más que una ilusión
óptica en 3D. Pero la inmoralidad y la sinrazón sí son reales y la angustia y
la cólera colectiva también. En los espejos del callejón del Gato, sin embargo,
hacían de nariz y cabezona gigante el Clásico deforme y el Suárez
distorsionado, mientras el corazón y el alma del país quedaban en esos
zapatitos que se ven lejos y pequeños.
La realidad que puebla nuestra mente
no se compone sólo de imágenes y recuerdos vividos. Se compone también de
palabras, conversaciones y símbolos. Nunca estuve en Cádiz y en mi mente es una
realidad tan tenaz como Gijón, de tantas palabras, mapas y menciones que tengo
sobre esa ciudad. La prensa, sin duda, teje parte de esa realidad que sentimos
como obvia. Y tiene últimamente singular empeño en tejer el mundo como
deformado por un espejo cóncavo. Lo más real que pasaba en España mereció menos
palabras y atención que los fantasmas y fuegos artificiales. Y las palabras
fueron para no sé qué acémila que pegó o que quería tirar una piedra o no sé
qué a un policía. Todos los días alguien pega a alguien y alguien quiere robar
o matar a alguien. Que en una manifestación masiva haya actos delictivos es tan
obvio e inevitable como que los haya en una playa en temporada turística, en
una ciudad con Mundial de Fútbol o Juegos Olímpicos o en cualquier
concentración masiva. Ni se potencian zonas turísticas para que haya robos ni
el COI tiene culpa de las pandillas delincuentes que vayan a ir a Madrid
Río de Janeiro a hacer lo suyo. Pero justo ese fue el punto que el espejo
cóncavo de la prensa estiró y deformó y con el que llevan dando el coñazo cinco
días. El dolor, la angustia y la injusticia ahí quedaron pequeñitos y sin
atención. No hay en la prensa habitual más resaca ni análisis sobre la riada
humana del 22 M que el orden y cuántos uniformados más hacen falta la próxima
vez. Algunos periódicos están económicamente mal y otros muy mal. El gobierno
metió baza en sus deudas y por razones distintas en una semana desaparecieron
tres directores de tres grandes periódicos nacionales. Según parece, los
periódicos ahora tienen que hacerse cóncavos para reflejar ciertos temas. Sobre
todo uno, que ya no sabe contar más alto de 50.000. Le decía aquel paria
catalán a nuestro Máximo Estrella ante la evidencia de su próximo fusilamiento:
¿qué dirá mañana esa prensa canalla?
A ello volvemos. Al esperpento, al
callejón del Gato con sus deformaciones grotescas y sus cambios inestables, a
que el Clásico sea más real que la gente, a que los apestados se hagan santos
en su funeral y a que el hilo con el que los periódicos tejen la realidad lo
mueva la deuda y Soraya. Sobre todo uno.
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