[Columna del sábado en Asturias24 (www.asturias24.es)].
El soldado Bartle, personaje de Kevin Powers, miraba las estrellas en la noche de Irak. Sabía, decía el narrador, que muchas de ellas realmente habrían estallado y no existirían ya en el momento en que él las miraba. Dicen ahora que la Estrella Polar está a trescientos veintitrés años luz de nosotros. Cuando la miramos vemos cómo era hace trescientos veintitrés años, allá en los finales del s. XVII. Si la luz tarda ese tiempo en llegar, nada puede tardar menos. Si estallara, no lo sabríamos hasta dentro de trescientos veintitrés años; nada ni nadie nos puede dar la primicia porque nadie que pudiera saberlo puede venir a decírnoslo más rápido que la luz. Si el Sol se apagara, tendríamos ocho minutos de inocencia antes de la oscuridad. La Luna necesita un segundo para hacernos llegar su reflejo blanco. La luna que vemos en el cielo es en realidad la de hace un segundo, la de nuestro último parpadeo. Einstein dejó dicho que lo que nos separa de las cosas no es el espacio sin más, sino también el tiempo (el espacio - tiempo, decía). Todo lo que vemos es pasado, el de hace trescientos años o el de hace un momento. Por eso en la noche de Irak el soldado que miraba el cielo sabía que estaba viendo una mentira, que algo de lo que veía no sería ya en ese momento real. Él creía que así era la vida, que siempre convivimos con la mentira (seguramente en la guerra de Irak era difícil que el pensamiento no rondara siempre la mentira y la falsedad). Siempre tenemos una versión retrasada y engañosa de lo que pasa.
Hace poco los medios recordaron aquella afirmación de Simone de Beauvoir de que bastará una crisis de cualquier tipo para que se pongan en cuestión los derechos de las mujeres. La prensa lo recordó con motivo de las manifestaciones a las que dieron lugar las meditaciones de Gallardón sobre el Concebido. La expresión de Simone de Beauvoir es certera y sólo peca de piadosa: parece que las crisis ponen en cuestión todo tipo de derechos. Una sociedad en la que se recogen los derechos de la mujer o de cualquier grupo humano segregado, en la que el estímulo para ganar y mejorar guarda proporción con que no les falte lo necesario a quienes son débiles por su condición o por su mala suerte, una sociedad lista para hacerle la foto y encuadrar y en la que creímos haber vivido, es, según parece, engañosa como el cielo estrellado de Irak. Muchas de sus luces y brillos son en realidad como la llama de una vela lista para ser apagada en el primer soplo de aire.
La crisis ruge como la galerna que tronó en nuestras costas y bajo su aullido nos acostumbramos rápidamente a que se ponga en cuestión cualquier derecho de esos que no se discuten. Ante las pérdidas súbitas, nos predican la avaricia por lo que nos queda y nos estimulan el miedo a perder aún más e incluso llaman privilegio a perder menos que el que más pierda. De repente los derechos que nos adornan como civilización, los que nos contrastaban con el pasado y con la barbarie, se hacen ellos mismos pasado. Ante la presión de la crisis, hay que garantizar que el sistema no se derrumbe quitando de él todo lo que se pueda sin tocar las vigas maestras que lo harían caer: sanidad, educación, justicia gratuita, fiscalidad redistributiva, ayuda a los dependientes, servicios públicos, … Los derechos que hacían el aire respirable para todos se hacen, en el huracán de la crisis, superfluos, michelines del sistema. En breve ya ni podremos nacer o morir sin pagar tasas a registradores como Rajoy o los familiares de Gallardón, que nos esperarán a nuestra entrada y nuestra salida del mundo con la mano avariciosa puesta.
Una crisis concentra con intensidad la atención en el aspecto crítico y relaja la relevancia de todo lo demás. La atención ahora se centra el paro, en las empresas que cierran, en la pobreza. Interesa desesperadamente todo lo que tenga que ver con esto y pasan al plano de la irrelevancia (de “lo que no toca”, como diría Pujol), si los colegios segregan por sexos o no, si la mitad femenina de la población sigue viviendo peor que la otra mitad o si las expectativas vitales de un niño que nazca en una familia humilde se aproximan o se separan de las de otro de familia próspera. Estos son lujos y distracciones cuando estamos con el agua al cuello. El partido que gobierna, a través de la llamada trama Gürtel, lleva años esquilmando recursos públicos, con participación y beneficio de miembros del Gobierno, pero la moralidad e incluso la legalidad de las actuaciones públicas tampoco “tocan”, ante la virulencia de la crisis.
En nuestro civilizado sistema parece que es verdad lo que es verdad de las relaciones amorosas sostenidas: unos son los factores que las hacen felices y bellas y otros distintos los factores que las hacen viables. Nos dicen que en medio de la galerna nos olvidemos de romanticismo y pasión y mimemos los factores que hacen viable y sostenible el sistema, por prosaicos y rutinarios que sean. Y según parece lo que nuestro sistema necesita con desesperación para ser viable es sencillamente que haya ricos. En épocas de abundancia, los ricos no necesitan excesivos privilegios añadidos al hecho mismo de ser ricos para seguir siéndolo. Podemos enredar en la igualdad de derechos de la mujer, interesarnos por la integración de discapacitados o de minorías llegadas de otros mundos, educar la sensibilidad de nuestros niños con las diferencias y todo eso. Pero ahora los ricos necesitan más derechos y, si no, ponen pucheros y se van. Y si se van el sistema se cae. Tenemos que orillar nuestras preocupaciones sociales, nuestras referencias de justicia y todo lo demás para que los ricos tengan acomodo. Y a partir de ahí ya vendrán los lujos.
Claro que todo es interpretable. A algunos nos parece que lo que hace viable nuestro sistema es lo que lo mantenga en paz. Y la paz y sostenibilidad tiene que ver con esa obsesión que Ancelotti predica en el Madrid: equilibrio. La paz no requiere igualdad, ni siquiera justicia plena. Requiere cierto equilibrio. Requiere que todos tengamos unos mínimos de mantenimiento, de ocio, de esperanza de mejora y de derechos intocables. En ausencia de este equilibrio, la gente protesta, enseña los dientes y, si la cosa se pone fea, muerde. No importa que un ministro del interior, entre rezo y rezo, declare ilegal toda forma de protesta y la reprima a tiros mientras un ministro de justicia pone precios disuasorios para que no haya dónde reclamar y dónde ampararse. Al final las masas morderán. En un situación crítica se requiere sobre todo unión y cierta forma noble de patriotismo. Pero para eso se necesita la certeza de que estamos bordeando el Cabo de Hornos en el mismo barco y eso no ocurrirá si no se hacen gestos de integración y justicia exactamente opuestos a lo que se está haciendo, a toda esta desvergüenza con la que cada día nos gritan que este no es nuestro barco y que no estamos llamados a esta cena.
Julius, el paseante ensimismado de La ciudad abierta de Teju Cole, también miraba las estrellas desde las calles de Nueva York. Como el soldado de Irak, también sentía esa punzada por la certeza de que muchas de ellas realmente se habrían apagado ya, aunque aún no pudiéramos saberlo. Pero Julius también miraba las zonas oscuras del cielo nocturno. Y se hacía la pregunta inversa. En cuántos puntos de esa negrura habría ya la luz nueva de una estrella, un brillo reciente que aún necesitará cientos de años de viaje para que nosotros podamos percibirlo. A veces también la oscuridad es una mentira, a veces también ya hay luz donde no podemos sospecharla. No sé en qué esquina se esconde alguna luz para todos aún no percibida. Puede que sea en un barrio de Burgos o en una manifestación feminista. Pero estoy casi seguro que es en algún rincón donde se enseñan los dientes. El equilibrio requiere ahora resistencia y puños apretados. Por la sostenibilidad del sistema.
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