lunes, 26 de mayo de 2014

Diez años de Felipe y Letizia. Foto de familia con fondo tricolor


D. Felipe y Dña. Letizia cumplen diez años de casados. Muy a tiempo y muy a punto cumplen. En estos tiempos es difícil que alguien hable de la monarquía en serio y, cuando se habla en serio, es difícil reprimir el tarareo del God Save the Queen. Así que justo a tiempo cumplen diez años los príncipes. Un aniversario tan decimal es la palanca justa para mover la propaganda que rehabilite una monarquía tan tambaleante como un rey cayendo de culo en Botsuana. A veces una imagen es el punto de partida o de llegada de mil palabras y seguramente la imagen que anuncia y cierra la cruzada mediática que ya nos posee y nos rodea como Matrix es la foto de familia: las dos niñas delante, la pareja detrás, todos sonrientes; una mano del príncipe baja hasta el brazo de una de las niñas y la otra baja también, pero menos, hasta el brazo de la princesa; ella tiene ladeada la cabeza hacia el pecho del príncipe, con un arqueo del cuello suave, casi praxiteliano. La foto parece de domingo por la tarde, que me da a mí que es el momento de la semana en que más nos parecemos unos a otros.
Dicen que el trabajo principal de una familia real es ser modélica. Y debe ser eso lo que quiere atrapar la foto: una familia modélica. Pero yo discrepo de los principólogos y maestros en realeza. Lo que intenta ser la familia real no es un modelo sino un máximo común divisor. Es una imagen de familia en la que converjan todas las inercias y donde no esté ninguna de las singularidades. Nada de matrimonio civil, piercings, ateísmo visible o pantalones rotos en las rodillas: sólo el cauce normal de las cosas. Así que la foto no quiere mostrar un modelo de familia, sino un boceto. Unos cuantos trazos que no den para diferenciar unas cosas de otras. Los bocetos a veces son los trazos donde el dibujante experimenta y hace pruebas. Pero este no. Este estaba hecho antes de que existieran ellos. La familia de esa foto con cuello praxiteliano y aire de domingo por la tarde era un molde en el que vertería el material humano que tocase para que adquiriera la forma ya preconcebida. Como cuando se pone el molde un castillo en la arena, se fue quitando lo que sobraba (ex-marido, divorcio, actividad profesional) y rellenando lo que faltaba (protocolos, trajes, cosas de princesas). Todo hasta llegar ser un personaje de Roger Rabbit, como el de la esposa del conejo que se excusaba de su sensualidad porque “la habían dibujado así”.
Sí, los delineantes de princesas parece que quieren que Letizia sea un boceto un poco más definido que la reina Sofía. La reina es un esbozo sin apenas detalles. No habla casi nunca. No se asocia con ningún gusto ni actividad. Sólo está ahí. Es la imagen de la que sabe y calla, de la que aguanta y no hace. Si tuviera un amante, no saldría en la foto, como la del rey, porque ella no tiene un segundo de protagonismo. De pura inconcreción, la figura de la reina más que un boceto es casi un borrón. Podría llevar burka, de tan desvaída que es su identidad. ¿Qué le regalarán en el cumpleaños? Hay quien quiere ver algún tipo de bondad en esa imagen. Pero no acabo de ver más que la imagen de mujer invisible, a la que sería machista vencer intelectualmente de tan desvalida, según el prototipo inmortal que nos dejó Cañete.
A Letizia parece que le quieren poner algún trazo más, algún sombreado incluso, pero nada serio. Al final tiene que encajar en el molde de prosa para reyes y princesas: “Ambos aman la vida y sus pequeños placeres. Hoy, diez años después de su boda, son socios, cómplices y compañeros de viaje en un oficio que solo ellos conocen; difícil de explicar; basado en la absoluta ejemplaridad, utilidad, austeridad, principios y discreción de una familia”. A eso tiene que sonar su imagen pública. No, no fue el ABC quien perpetró líneas tan rechinantes. Fue El País, en plena reestructuración de su deuda.
Claro que la imagen se hace con palabras y las palabras acaban por escapar entre los dedos. Raúl del Pozo dijo diciendo y sin decir lo que había averiguado. Letizia no siempre tiene el cuello graciosamente curvado como una escultura de Praxíteles ni Felipe se pasa el día sonriendo. Y no siempre sonríe en casa. Total que la Casa Real, quien quiera que sea, tuvo que decir que la pareja tenía “altibajos”. No es que importe mucho que se griten en público, pero esa palabra, “altibajos” … Parece ser que cuando un toro tiene medio estoque dentro y salen los muletillas a agitar su capa para que el toro gire su cabeza de un lado a otro, no lo hacen para atontarlo sino para que al moverse el metal que tiene dentro rasgue las vísceras. No tanto como un estoque claro, pero para la nueva monarquía que quiere fabricar la propaganda esa palabra “altibajos” era como una cuchilla dentro y al moverse produce escozor y herida en esa imagen de domingo por la tarde. Así que la propaganda ahoga la palabra con palabras para que no rasgue: “Ella, por el contrario, es hiperactiva, expansiva, impaciente, apasionada, espontánea y dura de pelar. Más de altibajos. Para ganársela hay que convencerla”, dice El País, en plena reestructuración de su deuda. Los altibajos quedan anegados entre la explosividad, hiperactividad, apasionamiento y espontaneidad de la princesa. Casi apetece tener altibajos.
La cuestión es que la propaganda quiere que un país hecho y derecho, con problemas de bulto, con más ganas de futuro que perspectivas de futuro se quede embobado mirando si Letizia viajó en autobús o si el príncipe es muy reservado, ahora que cumplen diez años. La monarquía, por más que quiera la propaganda, no deja de ser un aliento medieval en nuestra caras de siglo XXI. No sólo produce sonrojo que alguien por linaje nazca heredando un estado, como si fuera Osel, el niño que nació Dalai Lama. No sólo la corrupción y el delito crecieron en palacio con la mayor frescura. La monarquía tiene además mucho de escopeta nacional. Es un espacio de contactos y apretones de manos, un hervidero de apaños, de grandes apaños, mientras los demás votamos haciendo como decidimos algo. Es uno de tantos mordiscos a la democracia y a las buenas maneras. El país necesita una regeneración integral que sólo puede empezar por arriba, por la política y con ella la jefatura del estado. Es hora de que Letizia y Felipe salgan del estado y de la historia, se griten a gusto, se engañen como Dios manda y que disfruten de una vida de altibajos bien ganados. Hay que ir dejando de ser herencia borbónica y coger al estado por los cuernos y hacerle la foto tricolor que nos civilice.
Justo ahora que se cumplen diez años. Queda hasta estético.

sábado, 24 de mayo de 2014

Apagón de sondeos y jornada de reflexión. Una reflexión

[Columna del sábado en Asturias24 (www.asturias24.es)]
Cuando estas líneas aparezcan en este periódico, será el quinto día en que no se pueda divulgar ningún tipo de sondeo electoral por ningún medio de comunicación. Además, cuando pueda leerse este artículo estaremos en la jornada de reflexión, por lo que ya nadie podrá pedir el voto. Así que reflexionemos sobre la reflexión de esta jornada.
Las normas cambian de un país a otro, pero lo normal es que haya algún tipo de restricción sobre propaganda y sondeos en los días previos y en el propio día de unas elecciones. Y estas normas y sus porqués me traen a la mente lo que en una legislatura como esta es difícil no tener en mente. Esta está siendo una legislatura muy ruidosa. La gente se empobreció, la atención del estado bajó y subieron los impuestos y la desigualdad. Hubo desahucios, escraches, cercos al parlamento y manifestaciones tensas. Hay indignación y furia contra la clase política, por las dimensiones de la corrupción y por sus privilegios y conducta de oligarquía. Mientras crece el número de personas que no pide ya empleo por desesperanza, Emilio Botín camina dejando charcos de satisfacción y casi no necesita pronunciar palabras de felicitación a Rajoy porque le rebosan sin querer. La gestión del gobierno no le cabe en el pecho.
En esta legislatura, como en ninguna otra, se viene hablando de lo que la gente expresa realmente con su voto y de ello ya hablamos en este mismo espacio. Si el partido del gobierno gana las elecciones, o la gente está de acuerdo con su gestión, o la gente es idiota por votarlo sin estar de acuerdo con su gestión o la gente es idiota por estar de acuerdo con su gestión. Hace unos días se publicó una viñeta satírica en la que Esteban González Pons mostraba un cartel que decía: “Soy tonto del culo y el que nos vote más”. Algo así pensará mucha gente del centro a la izquierda el lunes si el PP volviera a ser el partido más votado.
Como es lógico, el PP lo entendería como una convalidación de su gestión y su conducta. Se les critica por todo esto del deterioro de derechos y condiciones de vida, por la corrupción, por el autoritarismo y demás, pero si ganan, dirán, es que efectivamente la gente tiene cosas más serias en qué pensar que esas tonterías de sobres, maletas, cobros ilegales o ministras de sanidad en Disneylandia. Y su argumento parecerá difícil de replicar. La gente nos vota, dirán, porque está de acuerdo con lo que hacemos, porque las demás posibilidades pasan por asumir que la gente sea idiota. Y no será fácil replicarles porque queda feo decir en voz alta que los votantes deben ser tontos del culo. Ni fácil ni acertado. El pueblo no es tonto, como algunos creerán, ni sabio, como peroraba Zapatero.
Ya que es hoy la jornada de reflexión, pensemos en por qué existe esta jornada en que ya no se puede hacer propaganda. Se pretende básicamente que el votante no tome su decisión condicionado por un estímulo de última hora. Se considera más limpio que el último día “piense” sin injerencias, porque las influencias próximas al acto del voto pueden distorsionar su percepción serena de la situación. La existencia de esta norma parece asumir que, efectivamente, los votantes son idiotas. Si la opinión que un individuo se fue formando de la situación de su país puede ser manipulada a pocas horas de la votación por algún mensaje propagandístico y si, efectivamente, hay que proteger su vulnerabilidad mental con la prohibición de tales mensajes, es que oficialmente se toma al votante por mentalmente indefenso, poco menos que tonto del culo. En la misma dirección va la restricción en los sondeos. En los últimos cinco días la ley aplica una versión social del principio de incertidumbre de Heisenberg: exponer los hechos los modifica, es decir, publicar el estado de opinión de la gente afecta a la opinión de la gente. Luego la gente debe ser corta de luces y de voluntad.
Es una incoherencia pretender que lo que vota el sujeto expresa cabalmente su opinión, como pretendería el PP si ganase, y a la vez que tiene que haber una jornada de reflexión en que se le proteja de influencias porque el sujeto es medio lelo. Si el votante es sabio, no deberá haber una jornada de reflexión. Si es idiota, no hay que tomar su voto como argumento de que las cosas se están haciendo bien.
En realidad, todo esto es una simpleza. No podemos pensar y actuar utilizando todo nuestro saber o tendríamos dolores de cabeza sólo para atarnos los zapatos. Para escribir esto, todo lo que sé sobre el Nepal, sobre la forma de freír un huevo o sobre la consistencia de la nieve están muy en la retaguardia de mi mente y apenas afectan a lo que pienso. Mi conducta y mi razonamiento están movidos por la pequeña parte de mi saber que ahora está en vanguardia y que está relacionada con lo que hago. Siempre pensamos y actuamos desde la porción de datos que nos vinculan al momento y eso hace que siempre tengamos una cierta distorsión del mundo. Para movilizar más conocimientos y suavizar esa distorsión necesitamos, efectivamente, reflexionar, distanciarnos de las cosas y dejar que fluyan más datos a ese punto de vanguardia de la mente, de manera que nuestra conducta sea más ponderada, más ligada al conocimiento y menos al momento. Por eso nos aislamos para estudiar o leer. No es que seamos idiotas. Nuestro hardware es así. Necesitamos distanciamiento para pensar con más recursos que los que nos vinculan a lo inmediato. Y una campaña electoral o publicitaria está diseñada para evitar el distanciamiento y que hagamos lo contrario de reflexionar. Está hecha para manipular nuestra percepción de lo inmediato y para que pensemos ligados a esa inmediatez.
Por eso con las campañas los grandes partidos crecen en nuestro mundo distorsionado y siguen siendo grandes en votos, aunque luego la gente no los quiera tanto. Como diría Unamuno, ¿y esto qué enseña?
Es a lo que vamos. Lo que enseña esto de que haya jornada de reflexión y la intuición que conlleva sobre nuestra labilidad de carácter y de mente es que el voto cada cuatro años es necesario pero no suficiente para que la convivencia sea democrática. El voto es una expresión puntual de una percepción deformada, se plantee como se plantee la forma de hacer propaganda o de organizar la reflexión. Es un momento clave sin el que ningún control ciudadano de la actuación de las autoridades es creíble. Pero no puede ser el único acto por el que se controle cada actuación de la policía, cada maletín suizo y cada cierre de urgencias infantiles de cuatro años. El mensaje principal de que haya una jornada de reflexión es que la democracia sólo funciona si, además de elecciones: a) funcionan las instituciones que de manera orgánica, mecánica, contrarrestan unos poderes con otros para que no se desmanden mientras el ciudadano no vota; lo que implica que las instituciones dejen de ser parasitadas por los aparatos de los partidos; y b) los ciudadanos tienen una participación y un control vivo entre elección y elección; lo que implica listas abiertas y cargos que se tengan que explicar permanentemente, no al aparato de su partido, sino a sus electores.

 No sé si exagero la interpretación de la jornada de reflexión. Si exagero, no creo que sea mucho.

lunes, 19 de mayo de 2014

Ética y convivencia hética

—No sé qué es lo que quiere decir con eso de la «gloria» —observó Alicia.
Humpty Dumpty sonrió despectivamente.
—Pues claro que no..., y no lo sabrás hasta que te lo diga yo. Quiere decir que «ahí te he dado con un argumento que te ha dejado bien aplastada».
—Pero «gloria» no significa «un argumento que deja bien aplastado» —objetó Alicia.
—Cuando yo uso una palabra —insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso— quiere decir lo que yo quiero que diga..., ni más ni menos.
—La cuestión —insistió Alicia— es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.
—La cuestión —zanjó Humpty Dumpty— es saber quién es el que manda..., eso es todo.
Lewis Carroll, Alicia en el País de las Maravillas.

No me gusta la palabra “ética” en las tareas legislativas. Tantas veces exigimos un mínimo de ética en la gestión pública y, cuando se usa esa palabra para hacer leyes, resulta que a mí no me gusta. En la vida pública la cuestión no es lo que el diccionario o nuestro buen entendimiento dicen de una palabra como “ética”. La cuestión es quién manda aquí y qué quiere decir el que manda cuando la usa. Hay ciertos asuntos que presentan conflictos “éticos”, que requieren ser analizados desde el ángulo “ético” antes de ser legislados. A ver a quién no le va a parecer un asunto “ético” lo de practicar alteraciones genéticas en un ser humano o lo de concebir embriones voluntariamente para fines científicos o curativos. Y, en cuanto una cuestión requiere ser analizada éticamente, enseguida se nombra algún tipo de comisión de expertos para que haga el correspondiente examen ético de la cuestión y nos digan a los demás dónde está el bien y el mal. Algunos aspectos de nuestra convivencia son tan éticos que existe desde 2007 un órgano consultivo llamado Comité de Bioética que sopesa estas cosas tan delicadas. Hace unos días, de hecho, acaba de analizar con cuidado la libertad de las mujeres y los derechos del concebido para concluir que la reforma del aborto de Gallardón circula por la senda del bien.
Pero no hablemos ahora del aborto (o no mucho). Hablemos de ética. Vaya por delante todo mi reconocimiento a la aportación de esa materia a nuestro bagaje de conocimiento. Y todo mi reconocimiento a quienes dedican reflexiones y estudios a temas de bioética. A lo que quiero referirme es a lo que significa que las leyes que tratan con ciertos asuntos tengan que respetar consideraciones éticas y a que haya un Comité de Bioética asesorando a los gobiernos. A lo que quiero referirme es, entonces, a lo que implica el uso de la palabra “ética” en la actividad legislativa del parlamento. Por tanto, y me corrijo, realmente no voy a hablar de ética, sino que, consciente de que la cuestión es quién manda aquí, hablaré de lo que el que manda dice cuando dice “ética”.
Y cuando el que manda dice “ética” a mí no me gusta lo que dice. Hay cuatro razones para que no me guste oír que en temas como el aborto o la investigación en células madres hay cuestiones éticas.
La primera razón es que, cuando hay cuestiones éticas, se forma un comité de entendidos para dar un dictamen “técnico”. Los gobiernos siempre se están asesorando con técnicos. Los comités de sabios no se forman para asesorar, que eso se hace siempre, sino para mostrar como técnico algo que es político e ideológico. Se forman comités de este tipo para presentar la rebaja de las pensiones o la bajada de impuestos a los ricos como medidas científicas y no ideológicas, ni siquiera opinables. Por supuesto, no todos los sabios dicen lo mismo y los comités de sabios se forman con los sabios cuyo criterio se conoce de antemano y es acorde con el Gobierno que pide el asesoramiento. Por eso Ana Mato nombró como presidenta del Comité de Bioética a una economista “especialista en Familia” (qué será eso).
La segunda razón es que cuando se nos dice que un tema es ético se nos anuncia que se va a marear la perdiz. Si para regular la eutanasia dicen que hay que ponderar las cuestiones éticas implicadas, ya sabemos que la cosa va para largo. Habrá comités, estudios, fárrago de informes y reuniones y cientos y cientos de folios. Declarar un tema como ético es pararlo y poner las bases para que sea irresoluble si hace falta.
La tercera razón es que la ética, en la jerga del que manda, trata siempre de prohibiciones y límites. Ya, todas las leyes hablan de eso, de límites y prohibiciones. Sin duda. Pero lo que quiere decir el que manda cuando dice “ética” es que las limitaciones no se establecen por hacer justa, eficiente o viable la convivencia. Los límites de la “ética” son límites de conciencia. Se trata de ver hasta dónde los límites de conciencia tienen que ser límites objetivos de obligado cumplimiento para todas las conciencias. Es decir, al final siempre tienen que ver con limitaciones que unos tienen que aceptar porque así lo exige la conciencia de otros.
La cuarta razón es seguramente la más importante. Tiene que ver con cuáles son los temas que se señalan como dependientes de valores éticos. ¿Qué tienen de particular los temas que el que manda llama “éticos”? Investigar en células madre embrionarias plantea, dicen, dudas éticas por si se están destruyendo vidas humanas. Supongo que la pena de muerte o la asistencia médica gratuita también tiene que ver con la preservación de vidas humanas. Si alguien en España plantease reponer la pena de muerte, habría un debate áspero sin duda. Pero no se enviaría el tema a ningún comité ético. Tampoco se está llevando a ningún comité bioético la privatización de la sanidad, ni temas de contaminación o alimentación. La difunta Isabel Carrasco, con la sabiduría de doce cargos juntos y con la modestia de los correspondiente doce sueldos, dijo un día a propósito de la gente que iba perdiendo trabajo, médicos y escuelas que no se podía pretender que fuera “todito gratis”. A mí me parece que tal reflexión y las réplicas que indujo entran en el corazón de la ética. Pero no es imaginable que un comité ético trate de si las prestaciones sociales deben ser toditas gratis. En cuanto se propagaron por la red lindezas sobre esta mujer de doce cabezas al hilo de su asesinato, mucha gente se preguntó hasta dónde es lícita la libertad de expresión cuando alguien público muere de forma violenta. Y el gobierno multó y detuvo a gente, pero sin informes éticos.
La cuarta razón de que me moleste la palabra “ética” es entonces que con ella el que manda se refiere a los temas de vida o muerte sobre los que la Iglesia tiene doctrina y dogma. Así de sencillo. Los últimos temas tratados por el Comité de Bioética, además del aborto de Gallardón (perdón por la enojosa anfibología), son: la atención al final de la vida, es decir, los cuidados paliativos y su vidriosa frontera con formas de eutanasia según a los ojos de quién; los ensayos clínicos, obviamente los que tienen que ver con los derechos y dignidad de los sujetos “estudiados”; bancos de sangre, cordón umbilical y placenta, por su implicación en el tema de las células madre; la objeción de conciencia en sanidad, ya sabemos para qué; y la biología sintética e investigación en la vida artificial.
La razón de que estos temas planteen dudas y conflictos éticos, y no por ejemplo la legislación laboral, es que son temas en que la Iglesia dicta normas a los creyentes. Un creyente no tiene conflicto religioso por aceptar o rechazar una ley que abarata el despido, porque la Iglesia no tiene una postura católica sobre ese asunto. Pero sí tiene una postura sobre la eutanasia y sí establece cuándo una sedación es un “asesinato” (que le pregunten a Luis Montes). Por eso los cuidados paliativos plantean cuestiones “éticas” y las formas de despido no. En definitiva, lo que hacen los comités éticos y bioéticos asesores de los gobiernos es aconsejar hasta dónde se debe quebrar o aceptar lo que dice la Iglesia sobre ciertos asuntos que considera propios.
Por supuesto, en la prosa de los informes de estos comités no se dice así. Se habla de los límites en que la conciencia individual puede ser violentada por las leyes. La conciencia de la que se habla siempre es religiosa y de lo que se habla, por tanto, es hasta dónde las leyes tienen jerarquía sobre los dogmas religiosos. La mera existencia de estos comités y la mera catalogación de ciertos asuntos como éticos supone la aceptación de que ciertos dogmas religiosos han de estar por encima de la ley. Algo, por cierto, muy reclamado por la Conferencia Episcopal: que las leyes no entren en temas de moralidad, como el matrimonio homosexual, por ejemplo.
La ingeniería genética, la eutanasia, la investigación con embriones y demás son temas que deben ser regulados, como debe ser regulado el estatuto de los militares, las obligaciones de los funcionarios, las obligaciones de los padres con los hijos, la circulación de motocicletas y todo lo relevante para nuestra convivencia y para la forma en que funciona nuestra sociedad. Todo tiene que ver con el bien y el mal, con el límite entre las inclinaciones individuales y la supeditación al conjunto. La ética, en boca del que manda, tiene el temario que marca una confesión religiosa y no tiene más conflicto real añadido al conflicto que se da en cualquier otra cosa que el hecho de tratar y enfrentarse con dogmas religiosos. Por eso me molesta esa palabra en las tareas legislativas. Una convivencia marcada por la obligación de todos a regirse por la moralidad de algunos o muchos, a su vez dictada por obispos tan fieramente humanos como son, es una convivencia enferma y desnutrida (hética, diría yo). Con lo grata que es la palabra “ética” cuando duerme en el diccionario …

(Por cierto. Zapatero también pidió informe Bioético para la ley del aborto que ahora Gallardón quiere abortar. También él debió sentir la necesidad de que algún experto le confirmara que podía uno estar en la senda del bien apartándose de la Iglesia. Después de cien años de honradez, llegaron estos veintiún años de prudencia.)

viernes, 16 de mayo de 2014

La Gran Coalición (the Big Crunch)

[Columna del sábado en Asturias24 (www.asturias24.es)]
Estamos en un grupo formal o informal, de trabajo o de cerveceo. ¿Hacia dónde mira la gente cuando alguien habla? Lógicamente, tiende a mirar hacia el que esté hablando. ¿Y hacia dónde mira el que está hablando? El que habla mira hacia su receptor. Si le está diciendo algo a alguien en particular, lo mira a él. Si está hablando al grupo pasea la mirada de unos a otros.
Pero a veces el que habla te mira a ti y los demás también te miran a ti mientras él o ella habla; y cuando interviene otro, los demás siguen mirándote a ti. No es una excepción a lo anterior. Si te miran también los que no hablan, puedes dar por hecho que lo que te están diciendo ya estaba hablado entre ellos. Si uno habla y los demás te miran, si varios hablan pero no dialogan y siempre te miran a ti, es que tú eres el único receptor y el emisor son los demás, que pueden turnarse como portavoces.
Cuando dijo Arias Cañete que no descartaba una Gran Coalición PP – PSOE, no le lanzaba ningún guante al otro partido. Lo decía mirando para nosotros. Cuando lo dijo Felipe González, tras dar vueltas al asunto en esos largos aburrimientos suyos en Gas Natural, también nos lo decía a nosotros. Y cuando Rubalcaba dijo que no, que de ninguna manera habría Gran Coalición, no se lo decía a Cañete. También nos lo decía a nosotros. Hable quien hable del asunto, todos miran para nosotros. Si ponemos ahora en Google “gran coalición”, aparecerá un montón de noticias que contienen esa expresión en boca de variopintos protagonistas. Pero no se replican unos a otros. Todos hablan mirando para nosotros y todos escuchan mirando para nosotros. Como cuando las cosas ya están habladas.
Es verdad que los dirigentes del PSOE dicen que NO aceptarán una Gran Coalición (que cale que los dos partidos son iguales beneficia al PP porque le quita impurezas cavernarias y perjudica al PSOE porque le quita purezas progresistas). Pero díganle a alguien que NO piense en un oso blanco y no tengan duda de que pensará en un oso blanco. O pruebe a levantar un maletín en un aeropuerto concurrido y a gritar que en ese maletín NO hay una bomba. Lo importante es que se repite la expresión “Gran Coalición”, con o sin adverbio de negación.
Para no parecer caprichosos, centrémonos en Rubalcaba. Dijo que mientras él fuera Secretario General no habría Gran Coalición, “porque no sería bueno para España” y porque dejaría a una parte “sustantiva” de la población “sin alternativa”. Hay tres indicios de insinceridad en su frase. El primero es su vaciedad argumental y su nula intención crítica. Podría haber dicho que no podría haber coalición con el PP mientras sigan tramando esa ley del aborto, mientras insistan en perpetrar esa ley de educación o mientras pretendan privatizar la sanidad. Es decir, podría haber invocado asuntos que los separen y cuya mención se entienda como una crítica que impide coaligarse con el PP. Sin embargo se quedó en la nadería de que hace falta una alternativa. No había objeciones serias en su cabeza y, como digo, ni siquiera una intención de denuncia o crítica. El segundo indicio es que no se dirigió a Cañete o Rajoy. Cuando realmente replica o niega algo a algún rival político, lo hace metiéndose con él, casi siempre educadamente. Faltó ese latiguillo de “el señor Cañete no puede pretender …”, “el señor Rajoy no puede ahora …”. Ni siquiera hizo alusión a la mención directa que hizo Rajoy de que sería el propio Rubalcaba el socialista clave de la operación. No, no les estaba replicando. Y el tercero es que entonó con cierta vehemencia. Incluso para pedir la dimisión de Rajoy Rubalcaba emplea un tono calmado, como de reflexión o lección. Una negativa a la Gran Coalición tan exclamativa es en él el tipo de sobreactuación que hace un niño para decir que él no tocó ese plato hecho añicos.
Ninguna de las negativas del PSOE se dirigen al PP. Y el PP no polemiza con esas negativas del PSOE. No deberíamos desconectar, además, esos “rumores” de Gran Coalición de la reflexión de Ramón Jáuregui, según la cual a finales de 2015 debería procederse a una modificación, se entiende que a fondo, de la constitución. Es evidente que el país se está desvertebrando y que el régimen de 1978 tiene que ser sustituido, pensamos algunos, o refundado, quieren otros.
Los elementos de descomposición del sistema son evidentes y se reiteran en conversaciones y artículos. Resumamos. Los cargos públicos se deben al aparato interno de los partidos y no a los ciudadanos y ese aparato fue creando una oligarquía costosa para el estado: por la cantidad de cargos y nombrados innecesarios con salarios altos; por la ocupación e inutilización de las instituciones del estado al subordinarlas a los dictados de esos aparatos; y por la corrupción elevadísima y el caciquismo que creció en ese sistema. La alternancia de los partidos no toca esta situación que sigue agravándose en un ambiente cada vez hermano del de la restauración canovista. La monarquía fue una forma de compromiso de salir de la dictadura. Nunca hubo un debate serio ni referéndum o consulta sobre la jefatura del estado. El colarla en la constitución no sirve. La conducta de los miembros de la Casa Real, empezando por el propio Rey, y los detalles que se van sabiendo del pasado derrumbaron la comprensión o la paciencia de la ciudadanía con esa institución (¿quién dice que está remontando? Simplemente se habla menos de ellos). El sistema territorial se resquebraja. La secesión de alguna comunidad es una posibilidad real. El sistema autonómico en su conjunto es desigual, tendente al caciquismo, costoso y fuera de control. Las relaciones del Estado con la Iglesia siguen empapadas de los tiempos de la dictadura. Como dije antes, y como se deja ver en las reflexiones de Jáuregui, el castillo de naipes está inestable. Se podría pensar en corregir los excesos y sintonizar mejor con una población empobrecida, aturdida e indignada. Se podrían abrir las listas de los partidos para que la participación sea más real y el juego empiece a ser limpio. Se podrían revocar los privilegios absurdos de la Iglesia. Se podría abrir el proceso a una república, para no seguir en el s. XXI con una jefatura del estado hereditaria (los que tengan mal recuerdo histórico de las otras dos repúblicas que echen un ojo a cómo acabaron los períodos borbónicos).
Pero se está pensando en una Gran Coalición. Es decir, en un cerrojazo. Juntar fuerzas los fuertes, reactivar el papel de la monarquía, aumentar la intimidación hacia Cataluña, engrosar los temas que no se discuten ni se votan y señalar como antisistema todo lo que quede fuera. Todo por el bien general, porque el país lo necesita. Emilio Botín y Felipe González insisten en ello. Comprendo la debilidad formal del argumento ad hominem. Pero, por poner ejemplo, cuando se defiende la enseñanza concertada en nombre de la libertad de elección de los padres y quien la defiende de manera más militante es el Foro Español de la Familia, el Opus Dei y la Conferencia Episcopal tiendo a pensar que no es de libertad de lo que estamos hablando. Y cuando Emilio Botín y el consejero de Gas Natural quieren con tanto ahínco esa Gran Coalición, también tiendo a pensar que no es del interés general de lo que estamos hablando. No olvidemos la situación financiera de los grandes periódicos y medios y cómo su reestructuración está acercando cada vez más sus líneas editoriales, avanzando hacia una especie de Gran Unificación que se hermanaría con la Gran Coalición política.

El tiempo empezó, dicen los físicos, con el Big Bang y termina en los agujeros negros. La teoría dice que, si la densidad del universo está por encima de un valor crítico, su expansión se detendría en algún momento y empezaría a contraerse hasta el Big Crunch, el Gran Colapso, donde el tiempo acabaría absolutamente. Nuestra democracia empezó con una explosión alegre de partidos maoístas, trotskistas, socialistas de un tipo y de otro, falangistas, tradicionalistas y demás pelajes, que fueron poco a poco extraviándose o chocando y fundiéndose en partidos grandes o corrientes de partidos. Y lo que empezó con una gran explosión quieren ahora colapsarlo en un Big Crunch, donde los principales partidos, los principales medios de comunicación, la Iglesia y el Estado y los territorios españoles se hagan Uno y Lo Mismo: el fin de la soberanía popular, salvo en algunos temas menores. Por el bien general, dicen Felipe González y Emilio Botín.