La historia de Wing Widdlebaum es la
historia de unas manos. […] Aquellas manos asustaban a su propietario. Trataba
de ocultarlas […]. Se expresaba a través de las caricias de sus manos. Era uno
de esos hombres cuya fuerza vital está difusa y no tiene un centro definido.
(Sherwood Anderson, Winesburg, Ohio).
La
historia de Wing Wddlebaum es la historia de unas manos. La historia de Alfonso
Guerra fue la historia de unos oídos y la de Esperanza Aguirre va camino de ser
la historia de una nariz. Se suele considerar a la tristeza como una de las
emociones primarias y algunos creen que su valor adaptativo es que comporta una
caída de energía que hace más fácil ajustar la conducta a las pérdidas
trascendentes. Si la tristeza es el estado que permite la resignación, entonces
la de España parece la historia de una tristeza.
Alfonso
Guerra se consideraba a sí mismo el oyente de aquel primer gobierno de
González. El que oía y sabía todo lo que se cocía en los ministerios y al que
llegaban todos los papeles y los chismes de los partidos rivales. Al lado justo
de su despacho su hermano Juan trapicheaba y robaba con impunidad. Guerra, el
Gran Oyente, no pudo fingirse sordo, nadie podía entender que no oyera lo del
despacho de al lado y tuvo que dimitir.
La
especialidad de Esperanza Aguirre, en cambio, es el olfato. Siempre se dijo que
Gallardón era el orador (a mí siempre me pareció que lo que hacía era hablar
rápido, no hablar bien), pero que olfato político, lo que se dice olfato, era
cosa de la condesa. La mejor nariz desde Margaret Thatcher. Tanto olfato tenía
para oler en el ambiente cuándo debía ser verso suelto, cuándo mujer de partido
y aparato y cuándo mujer a secas, que muchos soñaron que sería Presidenta,
incluido Rajoy cuando tenía digestiones pesadas.
Se
va sabiendo que su Gobierno mercadeó abundantemente con la trama Gürtel (DRAE,
trama: artificio, dolo, confabulación con que se perjudica a alguien). Ahora se
sabe que robó y malversó su número dos y que, por tanto, la mierda le llegaba
al cuello durante una buena temporada. Acude al recuerdo aquel J.J. Güemes,
Consejero de Sanidad, que entregaba la sanidad pública a una empresa
constituida expresamente para recoger lo que Güemes les daba y de la que él
después se hacía directivo (ahora está imputado por cohecho, él y el anterior
consejero de sanidad de Aguirre). La memoria nos devuelve también aquellas
comisiones parlamentarias de investigación que la condesa disolvía al segundo
día entre risas y befas a la oposición. ¿No olía nada el celebrado olfato
político de la Presidenta? ¿De verdad no olía toda aquella inmundicia en la que
chapoteó tanto tiempo?
Esperanza
Aguirre está tan aturdida y desorientada como la infanta Cristina, que no sabía
de dónde venía Urdangarín cuando llegaba tan tarde y con tanto dinero; o como
Rato y Blesa, poseídos por las tarjetas opacas como Golum por el anillo del
poder; o como Ana Mato y Rajoy, que encontraban Jaguares y sobres sin
explicación y sin querer. Aquí los únicos avispados que sí sabían bien lo que
hacían son los ancianos y ancianas de las preferentes y Teresa Romero, que de
sobra sabía lo que pretendía cuando se pasó la mano por la cara.
Todo
indica que Esperanza Aguirre morirá por la nariz, como antes por la oreja murió
Guerra y antes por la boca el pez. Pero queda aún esta resignación de España a
la que sólo se llega desde la tristeza, desde esa caída de vitalidad necesaria
para que la pérdida de lo esencial no nos derrumbe. Grande es la resignación
que hay en España cuando toleramos tanta bajeza, tanto daño y tanta impunidad.
Mucha tristeza ha de haber para resignación tan exigente. Los políticos siguen
con sus iniciativas parlamentarias contra la corrupción y El País sigue
con esos editoriales limpios e indoloros como un domingo por la tarde o un
vendedor de Editorial Planeta.
El
senador conservador John McCain nos dejó una lección suprema a la que deberían
atenerse tanto politicastro y tanta condesa aturdidos. Foster Wallace cuenta
que, cuando se enfrentó a G. Bush, en uno de sus mítines la señora Duren le
dijo que un encuestador de Bush había llamado a su hijo Chris para decirle que
McCain era un fraude y que quien votara por él era idiota y antiamericano. Le
dijo que su hijo había llorado y que esas cosas golpeaban la fe y los valores
que ella siempre cuidó con Chris. McCain le pidió disculpas a la señora Duren y
suspendió el acto electoral. La falta era de su rival, pero él sintió
vergüenza.
McCain
había alcanzado, no sólo con la corrupción, sino con cualquier zafiedad
política, el punto que aquí sólo se alcanzó con el terrorismo. Cuando ETA
pegaba un tiro en la nuca a un señor que vendía chucherías en un pueblo
pequeño, poco importaba que fuera concejal del PP o del PSOE. El luto era
único, siempre era uno de los nuestros. Está bien que ahora Rajoy pida
disculpas por la corrupción, en vez de decirnos que salvo alguna cosa ya tal,
como hace unos meses. Pero el paso relevante para tener un mínimo de fe en
algún cambio sería que el que pidiera perdón fuera Pedro Sánchez, Rosa Díez o
Cayo Lara por la corrupción del PP. Y que Mercedes Sánchez y Orviz sintieran
vergüenza por Fernández Villa y nos pidieran perdón.
No
deberían necesitar tanto olfato como la condesa para entender cuánta tristeza
requiere este mar de resignación. Igual que en su día el luto fue uno, la
deshonra, la vergüenza y la ira debería ser única, cualquiera que sea el
miserable. El canalla debe sentirse a la intemperie. Y los políticos y sus
partidos deben sentir que nos deben sus disculpas y su vergüenza por tanta
tristeza que crean. Es mejor que unifiquen su vergüenza antes de que tengan que
unificar su temor. La resignación colectiva tiene un límite y nunca es seguro
dónde está.
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