lunes, 10 de noviembre de 2014

La corrupción y la nariz de la condesa

La historia de Wing Widdlebaum es la historia de unas manos. […] Aquellas manos asustaban a su propietario. Trataba de ocultarlas […]. Se expresaba a través de las caricias de sus manos. Era uno de esos hombres cuya fuerza vital está difusa y no tiene un centro definido. (Sherwood Anderson, Winesburg, Ohio).
La historia de Wing Wddlebaum es la historia de unas manos. La historia de Alfonso Guerra fue la historia de unos oídos y la de Esperanza Aguirre va camino de ser la historia de una nariz. Se suele considerar a la tristeza como una de las emociones primarias y algunos creen que su valor adaptativo es que comporta una caída de energía que hace más fácil ajustar la conducta a las pérdidas trascendentes. Si la tristeza es el estado que permite la resignación, entonces la de España parece la historia de una tristeza.
Alfonso Guerra se consideraba a sí mismo el oyente de aquel primer gobierno de González. El que oía y sabía todo lo que se cocía en los ministerios y al que llegaban todos los papeles y los chismes de los partidos rivales. Al lado justo de su despacho su hermano Juan trapicheaba y robaba con impunidad. Guerra, el Gran Oyente, no pudo fingirse sordo, nadie podía entender que no oyera lo del despacho de al lado y tuvo que dimitir.
La especialidad de Esperanza Aguirre, en cambio, es el olfato. Siempre se dijo que Gallardón era el orador (a mí siempre me pareció que lo que hacía era hablar rápido, no hablar bien), pero que olfato político, lo que se dice olfato, era cosa de la condesa. La mejor nariz desde Margaret Thatcher. Tanto olfato tenía para oler en el ambiente cuándo debía ser verso suelto, cuándo mujer de partido y aparato y cuándo mujer a secas, que muchos soñaron que sería Presidenta, incluido Rajoy cuando tenía digestiones pesadas.
Se va sabiendo que su Gobierno mercadeó abundantemente con la trama Gürtel (DRAE, trama: artificio, dolo, confabulación con que se perjudica a alguien). Ahora se sabe que robó y malversó su número dos y que, por tanto, la mierda le llegaba al cuello durante una buena temporada. Acude al recuerdo aquel J.J. Güemes, Consejero de Sanidad, que entregaba la sanidad pública a una empresa constituida expresamente para recoger lo que Güemes les daba y de la que él después se hacía directivo (ahora está imputado por cohecho, él y el anterior consejero de sanidad de Aguirre). La memoria nos devuelve también aquellas comisiones parlamentarias de investigación que la condesa disolvía al segundo día entre risas y befas a la oposición. ¿No olía nada el celebrado olfato político de la Presidenta? ¿De verdad no olía toda aquella inmundicia en la que chapoteó tanto tiempo?
Esperanza Aguirre está tan aturdida y desorientada como la infanta Cristina, que no sabía de dónde venía Urdangarín cuando llegaba tan tarde y con tanto dinero; o como Rato y Blesa, poseídos por las tarjetas opacas como Golum por el anillo del poder; o como Ana Mato y Rajoy, que encontraban Jaguares y sobres sin explicación y sin querer. Aquí los únicos avispados que sí sabían bien lo que hacían son los ancianos y ancianas de las preferentes y Teresa Romero, que de sobra sabía lo que pretendía cuando se pasó la mano por la cara.
Todo indica que Esperanza Aguirre morirá por la nariz, como antes por la oreja murió Guerra y antes por la boca el pez. Pero queda aún esta resignación de España a la que sólo se llega desde la tristeza, desde esa caída de vitalidad necesaria para que la pérdida de lo esencial no nos derrumbe. Grande es la resignación que hay en España cuando toleramos tanta bajeza, tanto daño y tanta impunidad. Mucha tristeza ha de haber para resignación tan exigente. Los políticos siguen con sus iniciativas parlamentarias contra la corrupción y El País sigue con esos editoriales limpios e indoloros como un domingo por la tarde o un vendedor de Editorial Planeta.
El senador conservador John McCain nos dejó una lección suprema a la que deberían atenerse tanto politicastro y tanta condesa aturdidos. Foster Wallace cuenta que, cuando se enfrentó a G. Bush, en uno de sus mítines la señora Duren le dijo que un encuestador de Bush había llamado a su hijo Chris para decirle que McCain era un fraude y que quien votara por él era idiota y antiamericano. Le dijo que su hijo había llorado y que esas cosas golpeaban la fe y los valores que ella siempre cuidó con Chris. McCain le pidió disculpas a la señora Duren y suspendió el acto electoral. La falta era de su rival, pero él sintió vergüenza.
McCain había alcanzado, no sólo con la corrupción, sino con cualquier zafiedad política, el punto que aquí sólo se alcanzó con el terrorismo. Cuando ETA pegaba un tiro en la nuca a un señor que vendía chucherías en un pueblo pequeño, poco importaba que fuera concejal del PP o del PSOE. El luto era único, siempre era uno de los nuestros. Está bien que ahora Rajoy pida disculpas por la corrupción, en vez de decirnos que salvo alguna cosa ya tal, como hace unos meses. Pero el paso relevante para tener un mínimo de fe en algún cambio sería que el que pidiera perdón fuera Pedro Sánchez, Rosa Díez o Cayo Lara por la corrupción del PP. Y que Mercedes Sánchez y Orviz sintieran vergüenza por Fernández Villa y nos pidieran perdón.

No deberían necesitar tanto olfato como la condesa para entender cuánta tristeza requiere este mar de resignación. Igual que en su día el luto fue uno, la deshonra, la vergüenza y la ira debería ser única, cualquiera que sea el miserable. El canalla debe sentirse a la intemperie. Y los políticos y sus partidos deben sentir que nos deben sus disculpas y su vergüenza por tanta tristeza que crean. Es mejor que unifiquen su vergüenza antes de que tengan que unificar su temor. La resignación colectiva tiene un límite y nunca es seguro dónde está.

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