La palabra casta estaba ya en el diccionario mucho antes de que Pablo Iglesias
viajara a Venezuela. Y estaba también, de manera confusa, en nuestro ánimo
antes de que Ana Pastor la repitiera con retintín. Este fue el concepto de
enganche con el discurso de Podemos y a partir de ahí, con más ingredientes
pero siempre con el dedo apuntando a la casta, vino el ascenso del nuevo
partido y a partir de ahí cambió el ambiente en los demás partidos. Cada nuevo
escándalo o sospecha ahora producen desmoralización en el partido de turno. Sin
duda, la palabra casta fue
propagandísticamente eficaz, porque es una, fácil de repetir y recordar y
porque algo tocó en nuestra sensibilidad que dio traza sólida y reconocible a un
malestar gaseoso que masticábamos cada día, pero que no acababa de encontrar
cauce.
Aunque esta palabra resulta confusa
y, en la medida en que encierra una acusación, puede sentirse como injusta, el bulto
gordo de lo que quiere decir es bastante claro. Una parte muy pequeña de
nuestros gestores públicos lo son porque tengan el apoyo de aquellos a los que
administra. La inmensa mayoría están designados por los órganos internos del
partido que tenga el poder y a ellos se deben. Lo que te hace ascender en un
partido es muy distinto de lo que te da la confianza de la gente, por lo que el
mecanismo supone una distorsión de partida. Esto en una situación política
recién nacida, como la transición, no ocasionaba males mayores y de hecho fue
suficiente para lo fundamental: liquidar la dictadura y modernizar el país, más
o menos. Pero esas maneras iniciales sostenidas por décadas fueron petrificando
los partidos hasta hacerlos entes con inercias propias y ajenas a los intereses
generales. Las lealtades y el mero hecho de estar ahí fueron las mejores
credenciales para ascender y la tarta que esperaba en las alturas cada vez era
más jugosa. Con el paso del tiempo el ser militante llegó a ser un oficio y
poco a poco el supuesto relevo generacional lo va asumiendo este tipo de
oficiantes.
En la parte más venial, pecaminosa
pero más venial, los afanes de los políticos fueron alejándose de la vida real
de la gente. La falta de conexión con la fibra social es un hecho evidente. Un
poco más arriba en la escala del pecado político estuvo la acumulación de
privilegios y beneficios para cada vez más gente. Cuantas más canonjías y
momios tuvieran para dispensar los moradores de los aparatos partidarios, más clientelas
conseguían y más poder acumulaban. Así empezó el estado a llenarse de burbujas
sin control y de mequetrefes jugando a ser importantes. Los recursos públicos
se iban por el desagüe de clientelismos y gastos siempre a la corta con los que
los tarambanas querían fingir resultados y seguir en la pomada. Y ya en la
parte más alta, en la de la infamia, la corrupción empapó todas las áreas de
gestión, con diversos niveles de daño y escándalo.
Lo que fue haciendo de los
políticos un tipo especial de personas, una casta, no fue que todos robaran o
que todos se aprovecharan de privilegios. Lo que ocurrió es que la conducta de
cada uno sobre esos asuntos, y sobre los demás asuntos, estuvo sobre todo
dictada por los hilos que lo enredaban en la madeja de su partido y no por el
tipo de valores asociado con su ideología o con lo que pudiera ser más
provechoso para el bien común. No sirve de nada que haya gente honesta si de
todas formas el resorte básico de su comportamiento es la navegabilidad por su
partido. Al final la lealtad interna hizo que la ley del embudo fuera la norma.
La ley del embudo consiste en aceptar un principio y a la vez sostener la
excepción a discreción, de manera que el principio opera sólo para los demás.
No se cuestiona el principio de transparencia, por ejemplo, pero se ve
inoportuno investigar o publicar las cuentas de Juan Carlos I, Felipe González
o Aznar, eliminar privilegios de la Iglesia o poner orden en gremios y colegios
profesionales.
En las acampadas y actos del 15 M
se vieron algunas cosas que la gente de mi edad creo que no había visto antes.
Pudimos ver a gente madura y más que madura aplaudir las palabras entregadas
que decía el estudiante de turno con una megafonía de garrafón. Se veía a gente
de sectores muy distintos curiosear, escuchar o llevar comida y refrescos a los
acampados. Había una extraña organización porque a la vez era compleja y medio
espontánea. Se empleaban gestos de sordomudos para aclamar lo que estuviera
diciendo quien estuviera hablando. Todo olía a distinto. En los partidos no
percibieron el desamparo que siguió flotando después de que se levantaran
aquellos campamentos.
Cuando en el agua ya no hay energía
para ocupar más superficie, las fuerzas que la cohesionan son mayores que las
que la harían extenderse y por eso se retrae y se hace bola, esas pequeñas
esferas que vemos en las superficies ya casi secas. Es como si se defendiera
del exterior. Algunas brasas del 15 M, avivadas por la crisis, por la
desvergüenza del PP, por la inestabilidad territorial y por la decadencia de la
monarquía, acabaron en una estructura política ajena al caudal que venía
fluyendo desde la transición. Venidos del exterior, los nuevos políticos
dijeron sobre los que estaban dentro lo que en el exterior era un clamor.
Y reaccionaron como una casta. Se
defendieron del exterior como el agua falta de energía, haciéndose bola como
grupo y actuando absurdamente al unísono contra los recién llegados como si
fueran la horda de los bárbaros. Después de que Aznar vendiera bombas de racimo
a Gadafi y de que la Troika y Rajoy se empeñaran en “reformas” cuyas
consecuencias vemos en el drama de Grecia y Portugal, pretenden que miremos y temamos
a Venezuela, como si esa fuera la amenaza. Vemos a los grandes periódicos
cambiando de director y de línea editorial tras negociar la deuda con el Gobierno
y algunos profesionales pretenden “aterrarse” porque Pablo Iglesias diga que el
sector requiere una intervención, como si no estuviera ya intervenido hasta la
médula. Tras años de aeropuertos sin aviones, radiales absurdas y bicocas
autonómicas, atropellan ahora profecías apocalípticas que hablan de
insostenibilidad, populismo, fascismo, neocomunismo, todo bien batido. En vez
de combatir abriendo ventanas y listas electorales, sólo hicieron nítidos los contornos
del grupo.
Con justicia quienes vivieron, se
ilusionaron y lucharon en la transición se duelen de esta especie de enmienda a
la totalidad que respiran los tiempos y con motivo sienten hiriente que se
hable del “régimen” del 78. Su razón tienen en sentir orgullo de muchas de
aquellas cosas. Pero deben entender que el paso del tiempo petrificó ciertos
resortes y coaguló conductas hasta hacerlas vicios. Los recuerdos que se tengan
de lo que fue la transición no sirven para describir el momento actual. Lo que
en el 78 era fresco se fue haciendo estanco y acabó siendo régimen. Y los
imprescindibles partidos políticos se fueron haciendo una casta. Ese es el
momento actual.
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