sábado, 22 de noviembre de 2014

¿Qué es la casta?

La palabra casta estaba ya en el diccionario mucho antes de que Pablo Iglesias viajara a Venezuela. Y estaba también, de manera confusa, en nuestro ánimo antes de que Ana Pastor la repitiera con retintín. Este fue el concepto de enganche con el discurso de Podemos y a partir de ahí, con más ingredientes pero siempre con el dedo apuntando a la casta, vino el ascenso del nuevo partido y a partir de ahí cambió el ambiente en los demás partidos. Cada nuevo escándalo o sospecha ahora producen desmoralización en el partido de turno. Sin duda, la palabra casta fue propagandísticamente eficaz, porque es una, fácil de repetir y recordar y porque algo tocó en nuestra sensibilidad que dio traza sólida y reconocible a un malestar gaseoso que masticábamos cada día, pero que no acababa de encontrar cauce.
Aunque esta palabra resulta confusa y, en la medida en que encierra una acusación, puede sentirse como injusta, el bulto gordo de lo que quiere decir es bastante claro. Una parte muy pequeña de nuestros gestores públicos lo son porque tengan el apoyo de aquellos a los que administra. La inmensa mayoría están designados por los órganos internos del partido que tenga el poder y a ellos se deben. Lo que te hace ascender en un partido es muy distinto de lo que te da la confianza de la gente, por lo que el mecanismo supone una distorsión de partida. Esto en una situación política recién nacida, como la transición, no ocasionaba males mayores y de hecho fue suficiente para lo fundamental: liquidar la dictadura y modernizar el país, más o menos. Pero esas maneras iniciales sostenidas por décadas fueron petrificando los partidos hasta hacerlos entes con inercias propias y ajenas a los intereses generales. Las lealtades y el mero hecho de estar ahí fueron las mejores credenciales para ascender y la tarta que esperaba en las alturas cada vez era más jugosa. Con el paso del tiempo el ser militante llegó a ser un oficio y poco a poco el supuesto relevo generacional lo va asumiendo este tipo de oficiantes.
En la parte más venial, pecaminosa pero más venial, los afanes de los políticos fueron alejándose de la vida real de la gente. La falta de conexión con la fibra social es un hecho evidente. Un poco más arriba en la escala del pecado político estuvo la acumulación de privilegios y beneficios para cada vez más gente. Cuantas más canonjías y momios tuvieran para dispensar los moradores de los aparatos partidarios, más clientelas conseguían y más poder acumulaban. Así empezó el estado a llenarse de burbujas sin control y de mequetrefes jugando a ser importantes. Los recursos públicos se iban por el desagüe de clientelismos y gastos siempre a la corta con los que los tarambanas querían fingir resultados y seguir en la pomada. Y ya en la parte más alta, en la de la infamia, la corrupción empapó todas las áreas de gestión, con diversos niveles de daño y escándalo.
Lo que fue haciendo de los políticos un tipo especial de personas, una casta, no fue que todos robaran o que todos se aprovecharan de privilegios. Lo que ocurrió es que la conducta de cada uno sobre esos asuntos, y sobre los demás asuntos, estuvo sobre todo dictada por los hilos que lo enredaban en la madeja de su partido y no por el tipo de valores asociado con su ideología o con lo que pudiera ser más provechoso para el bien común. No sirve de nada que haya gente honesta si de todas formas el resorte básico de su comportamiento es la navegabilidad por su partido. Al final la lealtad interna hizo que la ley del embudo fuera la norma. La ley del embudo consiste en aceptar un principio y a la vez sostener la excepción a discreción, de manera que el principio opera sólo para los demás. No se cuestiona el principio de transparencia, por ejemplo, pero se ve inoportuno investigar o publicar las cuentas de Juan Carlos I, Felipe González o Aznar, eliminar privilegios de la Iglesia o poner orden en gremios y colegios profesionales.
En las acampadas y actos del 15 M se vieron algunas cosas que la gente de mi edad creo que no había visto antes. Pudimos ver a gente madura y más que madura aplaudir las palabras entregadas que decía el estudiante de turno con una megafonía de garrafón. Se veía a gente de sectores muy distintos curiosear, escuchar o llevar comida y refrescos a los acampados. Había una extraña organización porque a la vez era compleja y medio espontánea. Se empleaban gestos de sordomudos para aclamar lo que estuviera diciendo quien estuviera hablando. Todo olía a distinto. En los partidos no percibieron el desamparo que siguió flotando después de que se levantaran aquellos campamentos.
Cuando en el agua ya no hay energía para ocupar más superficie, las fuerzas que la cohesionan son mayores que las que la harían extenderse y por eso se retrae y se hace bola, esas pequeñas esferas que vemos en las superficies ya casi secas. Es como si se defendiera del exterior. Algunas brasas del 15 M, avivadas por la crisis, por la desvergüenza del PP, por la inestabilidad territorial y por la decadencia de la monarquía, acabaron en una estructura política ajena al caudal que venía fluyendo desde la transición. Venidos del exterior, los nuevos políticos dijeron sobre los que estaban dentro lo que en el exterior era un clamor.
Y reaccionaron como una casta. Se defendieron del exterior como el agua falta de energía, haciéndose bola como grupo y actuando absurdamente al unísono contra los recién llegados como si fueran la horda de los bárbaros. Después de que Aznar vendiera bombas de racimo a Gadafi y de que la Troika y Rajoy se empeñaran en “reformas” cuyas consecuencias vemos en el drama de Grecia y Portugal, pretenden que miremos y temamos a Venezuela, como si esa fuera la amenaza. Vemos a los grandes periódicos cambiando de director y de línea editorial tras negociar la deuda con el Gobierno y algunos profesionales pretenden “aterrarse” porque Pablo Iglesias diga que el sector requiere una intervención, como si no estuviera ya intervenido hasta la médula. Tras años de aeropuertos sin aviones, radiales absurdas y bicocas autonómicas, atropellan ahora profecías apocalípticas que hablan de insostenibilidad, populismo, fascismo, neocomunismo, todo bien batido. En vez de combatir abriendo ventanas y listas electorales, sólo hicieron nítidos los contornos del grupo.

Con justicia quienes vivieron, se ilusionaron y lucharon en la transición se duelen de esta especie de enmienda a la totalidad que respiran los tiempos y con motivo sienten hiriente que se hable del “régimen” del 78. Su razón tienen en sentir orgullo de muchas de aquellas cosas. Pero deben entender que el paso del tiempo petrificó ciertos resortes y coaguló conductas hasta hacerlas vicios. Los recuerdos que se tengan de lo que fue la transición no sirven para describir el momento actual. Lo que en el 78 era fresco se fue haciendo estanco y acabó siendo régimen. Y los imprescindibles partidos políticos se fueron haciendo una casta. Ese es el momento actual.

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