Una agenda no resume la vida de nadie. Por lo mismo, los titulares de los medios tampoco son el esquema de lo que está pasando, ni los subrayados en fosforito de la actualidad. Hay procesos que avanzan invisibles en los informativos y sin novedades noticiables. A veces las noticias, cuya materia prima es más el impacto que la trascendencia, pueden ser un ruido provocado por los actores políticos que distraiga de esos otros procesos ausentes de los titulares que siguen su curso y nos afectan. Chomsky lleva tiempo advirtiendo de que los medios están fortaleciendo a Trump, tanto los afines como los opuestos. Su histrionismo y provocación zafia acapara la información y distrae de la creciente concentración de riqueza y poder en EEUU. La concentración de poder sucede porque el control de la opinión pública para ganar las elecciones cada vez es más costoso. Los partidos dependen de quienes los financian para llegar al poder y para mantenerse en él, y eso arrastra las políticas más hacia sus intereses que a los intereses generales. La socialdemocracia está metida hasta la médula en ese bucle y solo la presión de una izquierda alternativa pone freno a la indolencia con la que la socialdemocracia se deja llevar perezosamente hacia el liberalismo.
Notamos ya los síntomas en el PSOE. Igual que Rivera se convenció con aritmética de Aravaca que sus 57 diputados eran más que los 66 del PP, la contracción de Podemos en las municipales parece haber convencido al PSOE de que sus 123 diputados son casi 176 y que los 42 de UP no son casi nada. La infamia de un Tribunal Supremo contaminado de miasmas franquistas saca suficiente ruido del Valle de los Caídos y de Cataluña como para que la indignación nos distraiga y nos olvidemos de que Sánchez en realidad apenas modificó lo que dejó Rajoy. Volviendo a las amargas verdades de Chomsky, él vivió la Gran Depresión y dice que aquello fue peor que lo que estamos viviendo, pero con una triste diferencia: entonces sentían estar en una crisis de la que se saldría; «lo que hoy sentimos es que nada volverá, que todo ha terminado». Rajoy no pilotó una crisis, sino un cambio en el orden social. Las oligarquías se convencieron de que no tienen nada que ceder porque creen que no tienen nada que temer. Del estado solo quieren el ejército y la seguridad, quieren políticas sociales desnutridas y que pesen sobre las clases medias y que las clases medias y bajas paguen encima el rescate de las bancarrotas de los grandes.
Veamos por encima el caso de la educación, uno de esos procesos invisibles que avanza sin titulares de prensa. El neoliberalismo no es como el fascismo. Al fascismo le gusta que se le vea, aunque no con su nombre, y que se hable de él. Al neoliberalismo no le gusta hacerse notar. Quiere que la sociedad neoliberal no parezca neoliberal, sino la única posible, el puro sentido común, la tendencia objetiva de los tiempos. La presión neoliberal quiere tres cosas de la educación: adoctrinamiento, negocio e instrumentalización empresarial. Las tres están relacionadas. Todos los sistemas políticos, democráticos o no, y todas las ideologías, civilizadas o no, buscan fortaleza en el adoctrinamiento escolar. El adoctrinamiento que busca el neoliberalismo varía de un país a otro. En España, por su textura y por su historia, busca influir a través de la Iglesia. La voracidad y radicalidad con que se aplican a este objetivo hace imposible un pacto escolar mínimamente templado. Sencillamente no se puede aceptar que el estado entregue la educación a la Iglesia con el dinero de todos. En un pacto a gran escala en educación seguramente la izquierda tendría que admitir alguna presencia de la enseñanza concertada con un máximo porcentual, unas condiciones y unos topes para una misma empresa, y con la enseñanza pública como la de referencia y principal responsabilidad de los gobiernos. Pero no es eso lo que se pretende. La pretensión conservadora es la de financiar sin límites con dinero público los centros de la Iglesia.
Con semejante desmesura se provoca segregación social, pérdida de calidad global y desregulación del sistema. La segregación se entiende con esta sencilla evidencia estadística: los que nacimos en clase baja en los sesenta tuvimos más opciones de salir de esa condición que quienes nacen ahora en clase baja. La calidad la podemos ver en cómo cambió España con los dos espasmos que tuvo de generalización de la enseñanza: la tercermundista, pero real, del tardofranquismo, por la que masificamos la universidad los nacidos en los sesenta; y la universalización real y moderna de las administraciones socialistas de los ochenta. Se saca más de todo el país que solo de una parte favorecida. Segregar es ir para atrás. Y la desregulación la empezarán a sentir quienes vivan en sitios donde la enseñanza pública solo cumpla objetivos sociales y solo tengan centros de la Iglesia para una formación académica normal. En esos sitios las leyes de un estado laico no tendrán efecto real y en eso consiste la desregulación. La coartada argumental de todo esto es la libre elección de los padres. Es evidente que los poderes públicos no pueden dejar la evolución del sistema educativo por donde lo lleve la lógica ansiedad de padres y madres, su legítimo egoísmo para con sus hijos y el ansia de exclusividad, que no de calidad, alentada por la propaganda. La posibilidad de un gran pacto en el que la izquierda pudiera buscar un encaje controlado para la enseñanza concertada es inviable, porque la furia doctrinaria de la Iglesia y la derecha se sale de los moldes democráticos. Hasta se atreven a insinuar controles de adoctrinamiento ideológico en los centros públicos, como si no fuera la Iglesia la que busca ese tipo de adoctrinamiento enmascarándolo en expresiones como ideario o educación en valores.
El negocio sería la segunda fase. De momento la enseñanza pública es gratis y la de la Iglesia concertada es barata. El cheque escolar ansiado por las derechas podría llevar a que el Estado gastara en un centro privado de pago una cantidad por alumno parecida a la que gasta en uno público, que ese centro subiera sus cuotas mensuales y que encima desgravaran en hacienda esas cuotas. No sería solo concertar centros, sino financiar los estudios de pago de los más ricos. Eso ocurre en otros países. La enseñanza no puede ser un negocio si la enseñanza pública gratuita mantiene los niveles de calidad actuales. El propio dinero público tiene que provocar diferencias para que la gente esté dispuesta a gastar dinero en algo de lo que no puede prescindir. Y la instrumentalización de la enseñanza consiste en hacerla subsidiaria de las empresas. La formación es parte del bienestar individual de la gente, como su salud, es parte del bienestar social porque determina la forma de la convivencia y es parte del progreso económico personal y colectivo. A las empresas, los bancos y el ideológico informe PISA solo les interesa este último aspecto. Hacen creer a la gente que solo son materias útiles las que son inmediatamente útiles y no las que adiestran pacientemente formas complejas de comprensión, análisis y adaptación.
Este proceso avanza sin grandes titulares y Pedro Sánchez no anunció nada que haga pensar en un compromiso firme con valores socialdemócratas. Los compromisos que suponen enfrentamientos con Iglesia y oligarquía son rehuidos por la socialdemocracia porque si se gana la sociedad es más justa, pero si se pierde se pierde el poder. La educación es solo una pieza. Las oligarquías, recordemos, creen que no tienen nada que ceder ni que temer y el neoliberalismo buscar instalarse como le gusta: sin ruido ni titulares, como si fuera el tacto natural de los tiempos. Poner atención en la educación nos ayuda a entender el conjunto. La quiebra social que provoca el neoliberalismo sin contrapesos es además terreno fértil para la ultraderecha. Ahí tenemos a Trump. La izquierda alternativa tiene que aplicarse más a influir y condicionar con paciencia que en apurarse a llegar los ministerios descolgándose de la calle por las prisas. Sin izquierda alternativa no solo no hay izquierda alternativa. Tampoco hay socialdemocracia.
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