Los números redondos tienen algo de remanso. Si las cosas que se suceden son algo que fluye, cuando se acumulan hasta juntar un número redondo parece que ese flujo se detiene en remolinos perezosos e invita a la recapitulación y la búsqueda de sentido. Se llegó a mil mujeres asesinadas desde 2003. Un número redondo, que se refuerza con unos pactos políticos en los que se discute si eso es una tragedia, un fastidio o solo cosas que pasan; y con un Supremo que tuvo que decidir si en España es legal violar.
Decir que PP y C’s están pactando con la extrema derecha a veces resulta demasiado abstracto. Concretemos. Están pactando negar que ese número redondo de mujeres muertas constituya un fenómeno del que haya que ocuparse. Pactan dejar de poner medios y esfuerzos para combatir la violencia machista. Por supuesto, nadie va a negar que esas mujeres murieron asesinadas. Lo que pactan es negar que esas muertes tengan algo de particular y que haya un patrón violento específico, negocian el abracadabra que hace desaparecer la violencia machista diluyéndola en hechos inespecíficos (la maldad, la locura, el crimen). Y le añaden algunas mezquindades para simular razonamiento.
Insisten en la obviedad de que es igual el asesinato de una mujer que el de un hombre, como si hubiera alguna ley que diga otra cosa. La violencia machista es muy distinta del terrorismo, en génesis y procedimientos. Pero, como son dos formas de violencia sistémica, el recuerdo del terrorismo ayuda a reconocer lo evidente. Un crimen siempre fue un crimen, lo cometiera ETA o un delincuente común. Cuando las leyes tipificaron cierta violencia como violencia terrorista, no agraviaron a unas víctimas respecto a otras. Simplemente, establecieron que se trataba de una violencia con un patrón diferente que no se podía enfrentar con los recursos normales. Si se hubiera negado la existencia del terrorismo y se hubiera pretendido enfrentar el problema con la vigilancia policial normal, ETA se hubiera hecho con el territorio en unos meses. Que una mujer mate a un hombre es delincuencia común a la que se hace frente con los recursos y procedimientos normales. Que se asesine a una mujer por su condición de mujer (por razones sexuales, de posesión, de dominio o similares), en la familia o fuera de ella, es la reproducción de un patrón muy complejo de violencia que necesita de una acción policial, legal, judicial y educativa específica. Tan crimen es uno como otro, pero uno es sistémico y necesita procedimientos y recursos especiales para ser enfrentado. Esto lo entiende hasta Toni Cantó.
En el capítulo de mezquindades, Alicia Rubio, de Vox, llama vividoras del género subvencionadas a quienes trabajan en la lucha contra esta violencia. Recordemos de nuevo el terrorismo. La lucha contra ETA supuso mucho artificiero, mucho investigador, mucho personal, muchos sueldos y trastos muy caros y sofisticados. ¿Se imaginan que el PNV hubiera llamado vividores del terror subvencionados a todos esos profesionales? No son cosas parecidas, son idénticas, igual de repugnantes. Y esto está pactado en Andalucía y llevado a leyes, a retirada de presupuestos y a despidos, todo ello adornado con otra mezquindad: la cantidad de muertas por año demuestra que la lucha contra la violencia de género es inútil y solo sirve para cobrar. Con semejante argumento, los gobiernos españoles deberían haber desmantelado los equipos antiterroristas a finales de los setenta y principios de los ochenta, cuando ETA podía matar a más de noventa personas en un año. La misma Alicia Rubio dice que el número de mujeres asesinadas está en la «Tasa de inevitabilidad», una expresión que quiere parecer técnica y que solo dice que son cosas que pasan y que pasan por «venganzas de hombres desesperados tras ser despojados de casa, hijos, trabajo y dignidad». Según parece, lo que juntamos desde 2003 son mil tragedias masculinas. Nada de lo que diga Vox tendría importancia si no estuviera ya en las leyes andaluzas y pronto en las de Madrid. Concretemos eso de que PP y C’s pactan con la extrema derecha: pactan cosas como dejar de ocuparse de la violencia que mata a más de 60 mujeres al año.
Las violencias sistémicas tienen que triturarse para ver de qué están hechas, cómo son sus tramas, sus impurezas y sus nudos. Los sabores ideológicos que se pueden cocinar con sus fibras son diferentes y eso justifica la diferente actitud de quienes no enfrentan el crimen sin buscar los aromas ideológicos que les puedan convenir. Del terrorismo de ETA se podían colgar ideologías y patrias, porque las fibras de aquel material incluían cosas como el independentismo y el izquierdismo radical. A ello se aplicó y se aplica el PP y C’s en cuerpo y alma. La violencia de género incomoda a la derecha y a la Iglesia, porque los materiales que quedan sobre la mesa cuando se pasa esa violencia por la trituradora apelan enseguida a una sociedad desigual entre hombres y mujeres. La forma de valorar y concebir las grandes estructuras, como el Estado, muchas veces es una proyección mental parcial de estructuras más accesibles, como el vecindario o la familia. La corrección de la desigualdad afecta a la estructura y roles dentro de la familia. La derecha no quiere que mueran mujeres, pero el análisis del problema compromete la estructura familiar que moldea sus valores sociales. Por eso son machacones hasta el ridículo con la familia, por eso los incomoda enseguida el cambio en el papel de la mujer y por eso los desconcierta el matrimonio homosexual. La igualdad de la mujer afecta mucho al orden social y económico, porque el hecho de que media población deje de ser menor de edad y dependiente es sencillamente una subversión. El análisis serio de la violencia de género saca inmediatamente todos estos materiales y por eso las derechas se llenan de pulgas con este tema. La Iglesia calla clamorosamente sobre la violencia de género. Pero da un importante soporte ideológico y lingüístico a la desigualdad. La Iglesia propaló eso de la ideología de género, que llena los programas de Vox. Llama ideología a la igualdad y predica el papel secundario de la mujer, en primer lugar con su ejemplo: las jerarquías eclesiásticas son masculinas y las mujeres no pueden celebrar misa. Pero también lo predican en sus comunicados, y en los centros escolares y canales de televisión que financian nuestros impuestos y sus privilegios. Todos querrían que no hubiera crímenes machistas. Pero su tratamiento remueve todo aquello que pelean por que no se remueva. Y su conducta no permite decirlo de otra manera: prefieren esos crímenes que remover para enfrentarlos todo ese humus ideológico.
Vox quiso incorporar al defensor de la Manada a sus listas. Lo de menos es que dijera que sí o que no. Lo importante es la empatía con la violencia y la brutalidad. Con la sentencia y el voto particular añadido, los jueces del famoso caso habían cubierto en su día todo el espectro de la infamia: desde negar la violación hasta denigrar la dignidad de la chica. La justicia, y el propio Supremo, tenían poco que ganar con la sentencia del Supremo, por la obviedad del caso, y mucho que perder por lo mismo. Se ganó poco y eso, desde luego, es mejor que haber perdido mucho. La trivialización de la violencia de género de los pactos de estos días y del juicio de la Manada encuentra acomodo fácil en los prejuicios y el machismo montuno esparcido en la sociedad y que tiene filamentos enredados en todas partes, incluidos algunos jueces. Pierden el tiempo cambiando las leyes. Ninguna ley impedirá a un juez machista dictar sentencias salvajes. El problema de este caso no es la limitación de las leyes, sino la manera de impedir la impunidad de jueces prejuiciosos sin comprometer la independencia judicial. Pero no olvidemos lo fundamental de estas fechas. Cuando se juntan mil mujeres asesinadas, se está negociando y llevando a las instituciones el veneno machista que niega el problema. Y lo están haciendo PP y C’s al dictado de Vox.
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