La historia de España es perezosa. Parece que una etapa sucede a la anterior con desgana o con temor de dejarla atrás. La Transición avanzó con hebras de la dictadura adheridas, como esa arena pegajosa que no se quita al salir de la playa. La democracia siguió su curso cosida con hilvanes de esa Transición que debía haber sido temporal. Acuerdos que debían su razón de ser a los riesgos y urgencias de aquel momento se amodorraron en nuestra vida pública como si tratarlos como pasado fuera renegar de la Transición. Los líderes y personajes que tuvieron éxito electoral y de opinión parecen como esos padres que se empeñan en dar la charla del sexo a su hija adolescente. Aprovechan la posición fáctica que les dejó el poder para mangonear a los líderes actuales, convencidos de saber mejor que ellos y el país lo que nos conviene a todos. Si hay algo de lo que es fácil convencernos, es de que hay que proteger a España de los españoles. Por eso parece un desorden poner en cuestión a la monarquía. ¿Qué jaleo armaríamos nosotros solos poniendo un Jefe de Estado? Y por eso siempre fuimos muy europeístas. No es que Europa sea una opción equivocada. Me refiero a la sensación psicológica de que Europa es un exoesqueleto que nos sostiene sin desgarros porque si nos dejan solos romperíamos el terruño patrio. Por eso los líderes se van como se van las cosas aquí, con indolencia y sin irse del todo, zarandeando a sus partidos, poniéndose ceñudos ante todo lo que sobresale de la plantilla formada por sus tiempos de poder y creyendo que nos falta a todos la charla sobre el sexo.
La crisis del COVID agita los demonios de la comunicación pública actual sobre todas esas capas temporales mal mezcladas de nuestra actualidad. La comunicación es como las plantas o las finanzas. Tiene muchas cosas dentro, pero cuando damos con la que nos gusta comer o nos da dinero, nos aplicamos a ella hasta deformar el original. La especulación, la actividad de juntar dinero para dar liquidez a negocios que fabrican o venden cosas o servicios, es buena. Cuando comprendemos que son más fáciles las ganancias especulando que trabajando como es debido, se empieza a comprar y vender muchas veces el mismo piso o la misma cosecha antes de que nadie haya puesto una piedra ni plantado una semilla, y la especulación se convierte en un cáncer y la economía en cisco. Con la comunicación pasa lo mismo. Es necesaria y es una las tareas básicas de cualquier política. Pero se fueron dando cuenta que una de sus fibras hace más fáciles los resultados. Uno de los personajes de En lugar seguro, de Stegner, le pregunta en Florencia a otro qué imagen de La Divina Comedia atraerá más su atención, la de la angelical Beatriz o la del conde Ugolino royendo el cráneo del obispo Ruggeri. Por supuesto que la segunda. Trataba de explicar que los propósitos del arte se alcanzan antes desde el horror, que atrapa tu mirada, que desde la bondad, que es paisaje de fondo. La comunicación debe transmitir propósitos, razones, propuestas y datos. Al final los comunicadores públicos quieren afectar a la valoración y decisiones de la gente. Pero los asesores parecen haber tomado nota del contraste de Beatriz con Ugolino: lo que afecta a la conducta y opinión de la gente es lo que atrape su atención, no ideas o razones. Y lo que capta la mirada es el alboroto y la bronca, Ugolino royendo el cráneo. Así la comunicación se deforma, como la especulación deforma la economía, y se convierte en una sarta de tracas que apenas es una carcasa sin contenidos ni ideas.
Nuestros picos de atención, nuestros pulsos emocionales captados por la demoscopia y nuestra conducta electoral cada vez demandan más políticos picapedreros. Cuando aprendí a hacer fotos, en el afoguín inicial veía los paisajes como acumulaciones de rectángulos, como si fueran muchas fotos juntas esperando que la cámara las retratase. De la misma manera, cada vez reaccionamos más favorablemente a discursos políticos que sean como acumulaciones de zascas de 280 caracteres. Parece una contradicción, pero no lo es, que claramente tenga réditos electorales el mal gusto y la estridencia y a la vez las encuestas digan que la abrumadora mayoría de ese público que premia el ruido y el insulto quiera acuerdos y entendimiento ante la catástrofe del COVID. En realidad es un bucle, como el legendario bucle Hofstadter-Moebius que hizo esquizofrénico a HAL 9000, el superordenador de la odisea espacial de 2001, porque la programación le obligaba a conductas contradictorias. La gente quiere entendimiento político porque quiere ser atendida, vive una catástrofe y quiere que sus representantes se ocupen de sus cosas y eso lleva al famoso sentido de Estado y los pactos. Pero ve la vida pública y participa en ella desde una trinchera ruidosa y eso premia las actitudes que hacen imposible cualquier pacto. A todos nos pasa. El buqué que dejará en la sociedad la normalidad con que asumimos la pérdida de derechos como elemento de eficacia, y no de necesidad, será un regusto funesto. Pero la mala saña ambiental puede estar haciendo que yo no lo esté diciendo con más contundencia por esta sensación de bandos que producen los ataques desmedidos.
A todos nos pasa, pero no a todos beneficia. Es Steve Bannon el que está sembrando por el ancho mundo el principio de que la política es una trinchera entre dos populismos, el de derechas y el de izquierdas y que hay que elegir. La izquierda no está peleando por un mundo así. Con distintas dosis de firmeza y consecuencia, está peleando por el estado del bienestar, es decir, por una sociedad donde haya ricos pero en la que su riqueza no sea tan desmedida que haga el aire irrespirable para los demás. No es el comunismo. Los que prosperan en la ferocidad, la falsedad sistemática y el cinismo son Trump, Orbán o Bolsonaro. En esa charca creció Vox y se destiñó el PP. La mayor perversión es que en una emergencia solo superable por una guerra la política se confinó en sus mundos de yupi y se desligó hasta límites desconocidos de la vida de la gente. Para tal perversión tiene siempre más margen la oposición, y más si las tragaderas éticas son las de Aznar, una de esas adherencias que unas capas de nuestra historia que van dejando sobre las siguientes, o las de Vox, en línea directa con una capa franquista mal sacudida y envasada en las factorías de Bannon. A todos nos arrastra el ruido y el doble rasero, pero es un tipo de ideología el que se beneficia, los extremos no pueden ser iguales cuando solo hay un extremo. Si alguien cree que todos son iguales, por la evidencia clamorosa de vicios en unos y otros, que eche un ojo al poder judicial y observen que solo se renueva si gobierna la derecha.
Mientras tanto en el mundo y en el país, con el silencio de la deriva continental, se reconfiguran las piezas. Cataluña mengua, Valencia crece y Ximo puede ser en el PSOE lo que Núñez Feijoo es en el PP o lo que ni Feijoo es en el PP ni Sánchez en el PSOE. La aspiradora fiscal y poblacional de Madrid se intensifica y Madrid se va consolidando como un Estado dentro del Estado (ciudad – Estado la llama con acierto Enric Juliana, no sé si pensando en las polis griegas o en el Vaticano). Un sistema descentralizado, con tantas asimetrías territoriales y con una distribución de la población cada vez más parecida a la del tercer mundo (desiertos y megaciudades inhabitables) va a acentuar las disfunciones políticas. Y todo ello con una población que está en ese bucle que lleva a la esquizofrenia política. El desenlace de camino ordenado a la recuperación o al incremento insoportable de la fanatización en el que medren aventureros de ultraderecha (recuerden, en el sectarismo caemos todos, pero no nos beneficia a todos) va a depender de nuestro exoesqueleto. El meollo se juega en Europa. Francia, Italia y España lo saben, qué remedio, pero Europa puede o no darse cuenta.