jueves, 19 de mayo de 2011

INDIGNACIÓN. POESÍA.

Una palabra.

Probablemente el primer éxito y el primer servicio de Stephane Hessel haya sido el título de su panfleto. Nada más cortante que una palabra oportuna. Podría haber elegido rebelar, pero ya se usó otras veces para otras causas y la gente no está para dar la razón a alguien que haya dicho algo. Además no estoy seguro de encontrarme dentro de la palabra rebelde. No es mi talla, esa palabra me queda grande por algún sitio y me marca los michelines por otros, salida de mi boca deja el regusto de la impostura. Lo mismo pasaría con protestar o con luchar, luchador y similares. Pero eligió indignarse. Y así logró una pulsión firme. El significado de indignado sí me cubre como un guante a una mano y sus resonancias son limpias y nuevas, es una palabra sin memoria, todo lo que dice es hacia delante, sin lastres y sin peros. Indignado. Así es como estoy. Así es como se dice.

La Gran Comilona.

Para qué reiterar análisis que salen ya en nuestras conversaciones de café. El razonamiento quiere extensión, partes que suceden a partes. La emoción es el reino de lo simultáneo, de que se agolpa a la vez en nuestro ánimo y mueve nuestra conducta. La indignación es un estado de ánimo y se expresa mejor con una imagen que con un razonamiento demorado. Y las imágenes van por días. Hoy recuerdo a Marco Ferreri. En el año 73 Ferreri consiguió hastiarnos física y anímicamente con aquella inolvidable Grande Bouffe, en la que cuatro amigos adinerados se suicidan comiendo, reventando. A medida que se van descomponiendo y siguen comiendo entre sus propios vómitos y excremetos líquidos. Hoy me parece la metáfora e imagen de lo que está pasando.

Poesía.

Si algo hace la poesía es dar intensidad al hecho de oír y entender. Cualquier sensación desaparece cuando se hace continua. Un sonido continuo llega a no oírse. Una caricia reiterada y sin pausa llega a no sentirse. Las palabras, a base de repetirse, llegan a no decir. Cada palabra tiene una fracción de segundo para dejar su idea en nosotros y la mayoría de las veces apenas consigue que concibamos un boceto. Pero cuando Marsé nos dice que, en una noche lluviosa, un taxi pasa con “un rumor de seda rasgada sobre la calzada”, la cosa es distinta. Al acabar la frase uno se da cuenta de que acaba oír realmente a un taxi rodando a velocidad media sobre un suelo mojado y hasta puede que sienta algo la humedad de la noche.

Los indignados que se arremolinan en las plazas no están pidiendo otro sistema político, no están proponiendo otra doctrina social. En realidad no proponen nada concreto. Algunos voceros rugen la falta de propuestas y de líneas de esta protesta creyéndose analistas en trance de desenmascarar a los feriantes. Pero no se trata de buscar una alternativa a la democracia, sino de limpiar su nombre de esos derrochones, corruptos y pesebristas que son ya la norma y una verdadera clase en nuestra sociedad (son varias decenas de miles los cargos públicos). No se trata de sustituir la actividad del mercado por otras maneras de organizar la economía, sino de que no cobren unos pocos tantos millones de euros de productividad por provocar quiebras que gangrenaron el sistema entero. Ni de disolver el estado o el estado – nación, sino de saber quiénes son esos que le dicen al Gobierno lo que tiene que recortar en la vida de todos para que ellos no bajen la nota de nuestra deuda y nos hagamos más pobres. No son los mercados. Son gente, en reuniones, con actas firmadas. Gente que dice que, no sólo hay que bajar el déficit público, sino que hay que bajarlo mermando derechos, no controlando derroches, saqueos en paraísos fiscales o gravando rentas altas. Son gente, personas concretas que nos gobiernan haciendo que nuestro gobierno sea sólo papel de calco entre ellos y nosotros y a los que nadie eligió. Claro que los indignados acampados no están proponiendo nada en concreto. Sólo están limpiando expresiones manidas, como democracia, soberanía, honestidad, representación popular, interés general, libertad, protección, igualdad, convivencia y otras que pueblan los preámbulos de nuestras leyes. Las están limpiando señalando con su indignación su deformación grosera en la vida pública. Viendo extenderse las acampadas indignadas por el territorio nacional y en vísperas de su generalización por Europa, de repente oír la palabra democracia es como respirar un vaho de eucalipto, esa palabra dicha en voz alta y por muchos vuelve a querer decir que todo cambie y se ponga del revés.

Esas acampadas de indignados, como mínimo, están haciendo poesía. Están llenando de intensidad y vida las palabras, haciendo que los oídos vuelvan a oír y la piel vuelva a sentir. Eso fue a lo que fui a la Plaza Mayor. A un recital poético.

Hoy. Tiene que ser hoy.

Cuando las cosas se extienden en el tiempo, cambian o se diluyen. El estallido de indignación, este estornudo del sistema que nos es dado, puede perder su consistencia y desaparecer como el papel se desnaturaliza en el agua. Puede corromperse. Algunos pueden hacerse líderes y codiciar fama y protagonismo. Según cómo vayan las cosas, algunos tendrán miedo o les perderá un impulso caótico incívico. Todo puede pasar. Pero, para los asuntos públicos, hoy todavía son la mejor versión de sí mismos. Hoy es cuando tienen que acampar y rugir su desamparo y su exigencia de humanidad. Y lo pueden hacer alto y estridente con la certeza de que hoy están dando lo mejor que tienen y están siendo lo mejor que son.

viernes, 27 de agosto de 2010

WESTMINSTER Y GEPETTO

La primera parte de la película Invictus tiene unas cuantas escenas interesantes y algunos diálogos muy cuidados. El momento siguiente a la caída del Apartheid es uno de esos momentos en los que el pensamiento atento puede avanzar y que merecen la atención de directores como Clint Eastwood. Uno de esos diálogos es el que se produce entre Mandela y François, el capitán del equipo de rugby emblemático de la secesión de negros y blancos. En respuesta al Presidente, François dice que busca inspirar a sus compañeros de equipo dando el mejor ejemplo para que ellos den el máximo. Mandela se complace con la respuesta, pero un país tan lleno de miedo, odio y ansia de venganza necesita más que eso. La cuestión, le decía el Presidente, es cómo hacer que la gente dé más de lo que cree de sí misma que puede dar, cómo hacer que cada uno suba a un nivel que él mismo no cree tener. Necesitamos que todos estemos por encima de nuestras expectativas y, en cierto modo, de nuestras posibilidades, decía reflexivo Mandela al asombrado François.

Cuando cerramos de golpe los ojos, la oscuridad entre naranja y marrón queda poblada por unos segundos por fantasmagóricos y cambiantes colores, que son como el eco de lo que sea que estuviéramos viendo al cerrarlos. Si miramos con nuestro pensamiento el mapa de Europa y su historia y momento actual, al cerrar los ojos nos deberían quedar imágenes sueltas, las figuras últimas que asociemos con el continente y que se resisten más a desaparecer de nuestro imaginario que otras representaciones. Al llegar al complejo de Westminster, en Londres, uno tiene esa sensación de déjà vu que se tiene ante esas imágenes que parecen habernos acompañado siempre y que serían parte de los fantasmas que quedarían en la retina con los ojos cerrados cuando lo demás ya se hubiera esfumado. Pero la contemplación de su belleza exige un paseo largo. El Big Ben, el Parlamanto y el trozo de la Abadía que se ven según nos acercamos por Whitehall van cambiando y prometiendo una vista mejor si avanzamos y rodeamos el conjunto. Y todavía hay que cruzar el Támesis para verlos juntos como flotando para encajar nuestro paseo en el icono tantas veces visto.

Un paseo largo en tan formidable vecindad da tiempo para pensar. Allí está Downing Street y el Parlamento, de allí parten las horse guards a caballo que protagonizarán el celebrado cambio de guardia y que, de paso, nos recuerdan la proximidad de Backingham Palace, la Jefatura del Estado y la realeza. Da tiempo a pensar que si hubiera de reducirse al mínimo el origen de lo que hoy es Europa, el punto donde todo se inicia, ese punto serían probablemente Grecia y Roma, por tantas cosas. Pero también Inglaterra. Que sea aquí donde se inició la revolución industrial, el capitalismo, el sistema parlamentario tal como lo conocemos y el fútbol es credencial suficiente para reclamar una cierta paternidad de la civilización actual. En el entorno del Parlamento, en su arquitectura, se respira el espectacular protocolo que rodea las instituciones de poder británicas. A veces, como mínimo, nos provoca distanciamiento o incluso nos hace reír. Pero a mí me recordó el diálogo de Nelson Mandela con François. Por listos o tontos que seamos, cuando algunos asumen un cargo de responsabilidad asumen algo que está por encima de ellos. Un ministro, un Presidente o un director de instituto desempeñan algo que es más de lo que ellos son. La templanza, la justicia, la perspicacia o la valentía de la que no son capaces tienen que acompañarles mientras ejercen el poder. Es cierto que nadie es imprescindible, pero no en cualquier lapso de tiempo. En el preciso momento en que entre dos levantamos una mesa para cambiarla de sitio, mientras la mesa está en vilo, cada uno es insustituible. Y así deberían sentirse cada uno de los 80.000 cargos públicos de nuestra piel de toro, como quien está sosteniendo algo en vilo y no puede fallar por un cierto tiempo. En el desempeño de una responsabilidad todos deben estar por encima de lo que creen ser, han de superar sus expectativas, como Mandela explicaba a François. Pero, como nuestros limitados sentidos, nuestro espíritu necesita ciertas prótesis para ser más de lo que es. La prótesis se llama protocolo. Cuesta imaginarse que un recién nombrado ministro que entre en Westminster, que se inserte en tanta historia y en el origen de tantas cosas, que participe de ciertos rituales tan expresivos, no sienta el honor y la trascendencia de su papel. Cualquier persona normal necesita el susurro de la historia para crecer y superar sus expectativas y estar a la altura de su servicio. Vi un día a nuestro Presidente esperando con su familia en la barra de la pizzería Gepetto a que quedase una mesa libre. La escena podría pasar por positiva, una persona como las demás. Aparte que nadie se imaginaría al President de la Generalitat en tal trance o a la Presidenta de Madrid, él es igual que todos, pero su cargo es más de lo que somos cada uno. Y se necesita el mínimo protocolo, la prótesis que multiplique el espíritu y lo ponga a la altura del cargo. La aparente esclerosis del protocolo británico, su tufillo rancio, nos cuenta historias que merecen atención. El paseo de Westminster da para pensar en la inquieta pregunta de Mandela a François, cómo estar por encima de nuestras posibilidades. Una mal entendida igualdad o normalidad no es una virtud.

[Reflexión al vuelo. Sin más comentarios. La costumbre de notables de contarnos sus viajes de verano hipertrofiando el valor de su limitada vivencia o impostando como experiencias de alcance los ordinarios avatares de turistas y la costumbre de anónimos haciendo lo mismo es ya una plaga tan inevitable como la gota fría de otoño].

jueves, 12 de agosto de 2010



GRAN SERTÓN

Hay suelos de hielo o terrosos que se tienen que pasar andando deprisa porque son muy finos y, si dejas que tu peso se cargue durante un segundo en cualquier palmo, cede y te hundes. Con el Gran Sertón de Guimaraes Rosa hay que leer sin parar. El sentido se va formando sin que reconozcas las palabras de donde viene. Si te paras, si quieres deternerte en un punto determinado, las palabras ceden bajo tus pies y caes en el sinsentido. Tienes que pasar por las palabras sin detenerte. Las frases no se entienden, pero tras acumular unas cuantas, el sentido avanzó claro y estás viendo la historia por filos insospechados. Cualquier idea se expresa como trizada, con todos sus ángulos bien visibles y como necesitada de recomposición. No puedes parar, porque donde pares no entenderás. Es como parar la música en un punto y querer encontrar en él la melodía. Así le atrapaba al Austerlitz de Sebald una y otra vez el momento en que las imágenes emergían en el papel fotográfico, en la oscuridad rojiza del laboratorio. Le hacían pensar en los recuerdos que se forman por la noche y que se desvanecen si uno intenta fijar la atención en ellos, como se disuelve la imagen en el papel si se mantiene en los líquidos del revelado. O si, tras leer un párrafo brillante, se intenta concentrar la atención en cada frase del Gran Sertón. El sentido se disolverá como los recuerdos en la noche. De vez en cuando te golpea una cima poética o un pensamiento que te remueve alguna esquina del mundo y te obliga, ahora sí caigas donde caigas, a detenerte y a volverlo a leer, o se te irá el poema como agua entre los dedos. En algún momento el relato pierde las orillas y lo contiene todo. “El Sertón es el mundo”, repite con algo de orgullo el monólogo. Cuando emerja el recuerdo de su lectura en alguna noche, se parecerá al recuerdo de haber vivido en alguna parte. No hay lectura parecida a esta. Y cuesta, eso sí.

domingo, 20 de junio de 2010

CRISIS

Bancos. “—¿Por qué no les entregamos el país? —Tal vez ya lo hayamos hecho”. Así dicen en una adaptación cinematográfica ramplona de Asimov. El sistema necesita la circulación del dinero según unas pautas y que la cantidad de moneda que circule sea la adecuada. Si de repente tres a la vez pedimos un crédito hipotecario hay de hecho tres operaciones que mueven súbitamente varios cientos de miles de euros que se añaden como un susto a todo el dinero que tenía todo el mundo en su bolsillo en ese momento. Así alteramos la relación entre el dinero y las cosas. Por eso se restringe la emisión de moneda o lo contrario, cuidando que esa alteración no dispare la inflación, es decir, que el dinero no pierda valor demasiado rápido. La cuestión es que si el dinero no circula no funciona el sistema. Y se pone en manos de la banca. Privada. La banca no puede hundirse. Un aspecto esencial del sistema, tal vez el país, se puso en sus manos. Gestionan a veces con prudencia y a veces con avaricia. Los riesgos excesivos de los que hablan son eso, avaricia. Ellos venden dinero, ganan con cada operación y con cada préstamo. Se dispara la demanda y prestan, es decir, venden, dinero y más dinero. Como cuando se pesca hasta esquilmar una especie. Resulta que no lo estaban calculando bien, que les pudo la avaricia y amenazan quiebra. Pero el sistema no se lo puede permitir y los gobiernos, nosotros, vamos al rescate. Les habíamos entregado el país y no podíamos dejar que lo tiraran. Todos al rescate. Eso sí, no hubo dividendo que no se pagara, jubilación millonaria que no se consumara. ¿No están nuestros bancos nacionales comprando más y más empresas y bancos en el extranjero? ¿No habían recibido hace poco fondos públicos? Porque no olvidemos cuál es la crisis en España y cuál su problema de solvencia. La desconfianza de los mercados sobre España está en la deuda de las grandes empresas y de la banca. El gobierno puede convencerlos con ciertas medidas de que el déficit público caerá. Pero no se fían de la deuda de la banca y las grandes empresas.

Grecia. Y tanto rescate empezó a escandalizar. Grecia había falseado los datos y estaba hundida. No podía pagar su deuda … a los bancos extranjeros. Muchos bancos tendrían problemas por la insolvencia griega y el golpe al euro sería demoledor. ¿Rescatamos a los bancos tocados y hundidos por la insolvencia griega? Por supuesto, pero sin tanto escándalo. Rescatamos … a Grecia, no a los bancos. El dinero que inyecta la Unión no es para Grecia, es para que Grecia pague a sus acreedores. Los griegos no verán carreteras ni más escuelas.

Medidas. Funcionarios y pensionistas. ¿Ya está? ¿Todo el problema de la crisis son los pensionistas y los funcionarios? En España hay 80.000 cargos públcos. Unos pocos corruptos y TODOS derrochones. Todas las administraciones derrochan por malas prácticas. Las rentas que no son por cuenta ajena tienen unos niveles de fraude impropios de estas latitudes. No me refiero a los pequeños comerciantes que hacen lo que pueden. Me refiero a los que todos sabemos (despachos de todo tipo, oculistas, dentistas, abogados, empresarios bien situados, …). Ni una mención a reducción de michelines, que no de servicios, en las administraciones, ni una mención a calendarios de reducción del fraude fiscal. Funcionarios y pensionistas, ahí está todo el problema. Y todos los recortes anunciados se refieren a recortes de servicios y a recortes de gratuidad. ¿Cuántos ex cargos estamos pagando? En sueldos vitalicios y en aparcamientos en puestos lucrativos indemostrables siempre a cargo del Estado. ¿Alguien sabe qué hace Rodríguez Vigil?

Funcionarios. Lo justo y lo injusto se percibe por comparación. Lo malo es que sólo se compara lo comparable. En la Castilla de los 70 los agricultores percibían como privilegiados a los peones urbanos de la periferia industrial que no llegaban a fin de mes. Tenían vacaciones y baja cuando enfermaban. Ellos no se podían apartar del ganado o la tierra. Eran vecinos de señoritos que no trabajaban y vivían de rentas, pero sólo se compara lo comparable. Y creían de buena fe que tener vacaciones o jubilación era un “privilegio” (y no una vergüenza el que ellos no lo tuvieran). En La Calzada, Gijón, en los 80 se llamaba parados de lujo a los del sector naval. Tenían grandes broncas callejeras rechazando ofertas que no podían ni soñar tantos como estaban perdiendo su trabajo en pequeños talleres. Los parados de lujo eran parados, por dios. Siempre se compara lo comparable. El problema de mucha gente es el trabajo y si lo tendrán el mes que viene. El funcionario, como el peón o el parado del naval, es un privilegiado porque sabe que el mes que viene trabajará. Los tresmileuristas privados están preparando sus vacaciones a los fiordos de Noruega y se estarán diciendo que quién sabe si algún día me irá mal. Lo siento, no. Cuando te vaya mal, te subsidiamos. A día de hoy no puedes cargar menos que los tresmileuristas del Estado. Y los submilieuristas del Estado no tienen por qué cargar con carreteras o enfermos más que los de la privada. De paso, mientras discutimos cuánta ventaja es tener el trabajo estable, desviamos la atención de bancos, rescates, fraudes fiscales, asesores de concejales, ex-cargos y demás.

Política. Bajo mínimos. Históricamente el descrédito de los gestores del bien común, la tierra de nadie, es caldo de cultivo de los peores contrabandos. Después de la plaga planetaria que fue G. Bush y el daño correspondiente, crisis incluida, tenemos esta plantilla. Yo mismo siento en mí el zarpazo de la aventura y el exceso. Creo que me arrastraría el primero que diga que, visto lo visto, por qué no metemos ya los tanques en los paraísos fiscales, que por qué no reventamos ya el sistema.

Sistema. Aquí no gana el que produce. El valor de las cosas consite en la expectativa que hay sobre ellas, que es lo que determina su demanda. Los haraganes bien situados para crear expectativas y rumores son lo que ganan. El Gobierno español tiene que dar una señal rápida al mercado de que, si hace falta, puede ser tan despiadado y tramposo como haga falta. Así se recupera el crédito y la confianza. Otros interesados andan esparciendo rumores y bulos que alteren el valor de la deuda. Nada que tenga que ver con producir o innovar. Por cierto. ¿No anda Aznar en nómina de un grupo de comunicación internacional muy facha y poderoso? La condición es ser lo bastante facha y relacionado, no tener nada que ofrecer y Aznar cumple el perfil. En Irak muchos niños perdieron a sus padres y de paso alguna pierna o algún brazo. Pero él hizo amigos con aquello. En vez de estudiar hizo amigos con la desgracia. Y lleva tiempo haciendo en la prensa económica internacional el remake de aquel Antonio Pérez de Felipe II. Me gustaría saber qué lugar ocupa en todo esto.

Receta. Ni idea.

lunes, 12 de abril de 2010

El Barça …

Un personaje de Savater decía no entender qué le gusta a la gente en las carreras de caballos. Ya se sabe que hay caballos que corren más que otros, qué placer puede encontrarse en constatarlo una y otra vez. El Barça ganó al Madrid porque en este momento es mejor, ya se sabe que hay equipos mejores que otros. Pero aquí algo fuerza nuestra atención, algo nos dice que hay alguna lección que no deberíamos dejar escapar.

No, no es el dinero. Queremos que la lección no sólo sea bella, sino confortante. “El fútbol no tiene precio”, decía con impecable acierto expresivo un periódico. El dinero sale derrotado frente a la escuela y la cantera. Nos gustaría a todos que esa fuera la lección y que eso fuera la verdad. Pero no lo es. El Barça es mejor que el Madrid, pero están a tres puntos uno de otro y sacan más de veinte al siguiente. Son los dos equipos con más presupuesto y son los que están fuera del alcance de cualquier otro. Con rarísimas excepciones, todas las ligas las ganan ellos, uno u otro, uno de los dos más adinerados. Podemos imaginar que el Madrid sea mejor que el Barça dentro de dos años, pero no que nuestro Sporting se le suba a las barbas: no tiene dinero para eso. El Ajax sólo juega con su cantera, con gente criada desde niños en su estructura. Pero no tiene, ni parece querer, dinero. En el 95 impresionó con un equipo encantador que sólo duró un año: no tenían dinero. El Barça tiene al jugador mejor pagado del mundo porque puede pagar el sueldo más alto del mundo. En el fútbol el dinero no es lo único importante pero sí lo más importante. El Barça es grande porque es rico y algo más, pero hay que empezar por ser rico.

No, la lección no es tan confortante como para olvidarnos ni un segundo lo real que es el dinero en nuestro mundo. Pero acaso sea más bella. El nuevo éxito del Barça es el resultado del buen gusto en un sentido nada trivial. No fue un error del Madrid fichar a figuras, en desguace como estaban y pudiendo como pueden. Pero soltaron a Cristiano y otros Cristianos como un manchurrón en un lienzo en blanco. Pintaron el equipo a brochazos, sin gusto y sin saber qué se iba a pintar. Hay prisa, cada pincelada quiere ser la baza ganadora, el trazo que por sí solo y de una sola vez hizo del lienzo una obra de arte. Y así es como las pinceladas se hacen brochazos. El Madrid sólo es un borrador. El éxito del Barça es el cuidado del detalle, la disciplina y la exigencia del buen acabado. La disciplina consiste en aceptar esfuerzos que no nos dan nada inmediato o nada visible, es apreciar la bondad de la demora, el esfuerzo que no nos da el éxito ya mismo, pero que tiene un sentido y apunta a algo. El cuidado del detalle es dar lo máximo en lo pequeño y en lo grande, en que nada ni nadie sea irrelevante, tener siempre la obra en la cabeza, ver en cada pequeño trazo y esfuerzo mínimo el alcance del conjunto. El buen acabado es la querencia del estilo, el gusto de verse entero hasta cuando no nos ve nadie, el convencimiento de que sólo cuando están pulidas hasta las últimas aristas el conjunto es amable al tacto. El Madrid desafina por la prisa de los tenores de dar el tono triunfador. Su juego está hecho de espasmos y los jugadores forman un conjunto con grumos. La humildad es necesaria para el detalle, la demora y el buen gusto. Si Florentino no lo entiende, que no se nos escape a nosotros para todo lo demás. Yo soy del Madrid, cosas que vienen de pequeño, pero para lo que estamos diciendo eso es lo de menos.

… y Messi, el alma hexagonal.

En el instituto las explicaciones sobre el Quijote me enseñaron que el alma era lineal. En un punto estaba el aquí y ahora de Sancho Panza. En el opuesto, el infinito de D. Quijote, el extravío de lo inalcanzable. Luego retuvo mi atención la adaptación de Disney de El Libro de la Selva, con lo que ya teníamos cuatro extremos donde situar nuestra conducta. En el extremo de la nueva línea, el carácter severo de Bagueera, siempre con obligaciones y responsabilidades en primer término, leal, confiable y que aplaza sine die todo disfrute o paréntesis. En el lado opuesto, el de Baloo, la disipación contagiosa, la vitalidad porque sí, la irresponsabilidad, las tareas nunca acabadas, la risa bonachona y extravertida. Como siempre distorsionamos el mundo, a la manera de los espejos cóncavos desde el ángulo de nuestra experiencia, es lícito que retenga el incidente minúsculo en el mundo que me fue dado presenciar de la llegada de Robinho y Messi, los magnifique y deforme la realidad a través de ellos para poner otra línea más y completar un hexágono en el que situar nuestro espíritu. Saltaron a la liga muy jóvenes y superdotados. Pero Messi este año, antes de abrumar, enseñó sus cartas. Con veintipocos, además de meterle en el bolsillo una cantidad inabarcable de dinero, le había dicho todo el mundo que era el mejor del mundo, que sería el mejor de la historia. Su equipo había ganado lo que ninguno había ganado nunca y le dijeron muchas veces que él era el mejor del mejor equipo de la historia. Y desde el principio, sin destacar más que el año pasado, empezó a lucir toques y pases que antes no daba o no así. Y empezó a moverse con criterio por más zonas que la banda y la diagonal. Y juraría que antes no usaba así la derecha. Lo tenía todo, lo habían coronado como emperador del planeta y seguía mejorando. Sigue haciendo caso a alguien o sigue esforzándose por iniciativa propia, pero se ve en él que no sabe parar de aprender (santa humildad, condición sine qua non de todo lo que merece la pena). Es un extremo de la línea. Robinho a los 18 años ya lo sabía todo. Juega igual ahora que entonces. Estaba en uno de ese pequeño puñado de clubes donde se puede llegar a cualquier parte y aprenderlo todo. Pero lo trataron como si tuviera algo que aprender. Y se fue al City y ahora a no sé qué equipo de Brasil, como se va de una esquina a otra un globo cuando se deshincha. Estos dos chicos, en su insignificancia, hicieron hexagonal la forma del alma en mi imaginario. Nunca se sabe qué lance te va a hacer recordar las cosas básicas.

sábado, 20 de febrero de 2010




Amores y especias.



El título es bonito, no importa cuántas veces el versículo en el que se inspira rebote de unas páginas a otras. En Grand National Station me senté y lloré. Pero … no me gustó. A las imágenes poéticas les pasa como a las agujas o los clavos. Si te sientas en uno que esté bien sujeto al asiento, notarás su pinchazo nítido. Pero si te dejas caer desde un alto y en el vacío te sientas sobre uno que también cae libremente el contacto no hará ningún efecto, caeréis juntos sin afectaros. Puede que Virginia Woolf tuviera parte de razón en aquello de que no hay más literatura que la poesía y que no hay narración ni texto que sea literario si no contiene algún asomo poético. Pero en una narración las imágenes, como las agujas, necesitan un suelo firme, una trama de hechos, sitios y personajes en que asentarse y desde los que pincharnos. Tiene que haber frases con buen lenguaje y sentido recto para que la poesía asome de vez en cuando y sacuda ese punto del que brota el pensamiento y la emoción, que deje una secuela en nuestra memoria hasta la próxima metáfora o asociación inesperada y que entre todas cubran con un velo tenue la sucesión de acontecimientos, les borren las orillas y así entremos y salgamos de nuestro mundo como si volviéramos de un viaje insospechado. Y en una narración, tiene que ser sobre suelo firme. Elisabeth Smart consigue líneas bellas cada cierto tiempo, pero lo que hay entre ellas son más y más imágenes, no encontramos donde asentar esos ojos que se adelantan o ese Pacífico que alcanza en espasmos azules todos los superlativos para que nos excite o nos hiera. Los prontos de belleza asoman a duras penas entre tanta imagen del montón, como si ahogásemos entre dos vulgares escenas porno la sensualidad de Gilda quitándose aquel inolvidable guante largo. La trama es tan débil que, aunque se despliegan recursos poéticos de alto nivel, no encontré suelo y no paré de dar volantines entre sus páginas hasta acabar mareado.

Y es que tampoco el amor, el amor a chorros, es suficiente en literatura. Ni en la vida. El amor es más una especia que un ingrediente. Hace de la malicia sexual un homenaje, de una rutina la coronación de una aventura, de la amistad una pareja única en la especie, de la compañía una soledad acariciada o de la diversión un presente eterno y arrebatado. Y hace que la literatura nos deje hilos finos de vidrio frío en el pecho. El amor como ingrediente está sobrevalorado. Sin malicia sexual, sin rutinas entrañables, sin amistad, sin compañía o sin diversión sigue siendo amor y no será capaz de colorear la grisura. Y derrochado a raudales en una narración donde lo literario falla tampoco suple a esa belleza que no llega. El amor son momentos. Lo bastante poderosos para alimentar historias o desencadenar acontecimientos torrenciales. Pero esta historia, sin más que amor y sin otro acontecimiento que el querer, se rompe, pero no como se rompen las historias horadadas por el absurdo o la ambigüedad. Se rompe como se rompen los tejidos muy usados cuando se les tensa.

domingo, 4 de octubre de 2009

“Todo lo que vemos en Júpiter está flotando en su cielo …”


La locura es como la humildad; no bien el que la tiene se da cuenta de ella, la pierde”. A lo que tiene su virtud en la brevedad no le toquemos ya más (“que así es la rosa”). La frase se pierde en el vendaval de sinsentidos, ocurrencias e inocencias que cruzaban aquellos inolvidables locos de Radio La Colifata. La locura en sí, decía aquel demente, es incompatible con saberse loco. Más aún debería serlo con quererse loco. Parece que la locura como estado deliberadamente buscado encierra una paradoja que la hace inalcanzable. El atormentado personaje de las Memorias del subsuelo, de Dostoievsky, quiere la locura como única salida de la persona inteligente. La ciencia estallaba y el convencimiento positivista de que todo era efecto predecible de alguna ley inexorable se extendía; para maravilla de algunos que veían venir el momento en que no habría límites para la acción y logros humanos; para asfixia de Dostoievskys que destilaban en sus personajes límite su perturbación existencial. Desde el subsuelo el personaje sin nombre razona su locura. Es cuestión de tiempo. Pronto las ciencias lo entenderán todo, no habrá nada que no tenga un porqué que lo haga previsible. Enseguida le tocará a las acciones humanas. Todo acto libre se revelará determinado por una ley que lo hacía inevitable y predecible. Nada será creación. Todo será revelación de lo que las leyes científicas tienen oculto pero ya establecido. Cuando decidamos bajar las escaleras de tres en tres sólo estaremos haciendo visible una conducta ya descrita y explicada antes de nuestros saltos, en realidad desde siempre, una conducta que no podía no ocurrir. Y desde el subsuelo el personaje explica su huida. La locura. No habrá ciencia que prevea el comportamiento loco del que obra contra sí mismo. Si lo humano tiene algo que ver con lo irrepetible, el libre criterio y la determinación individual, la locura es el último reducto para lo humano. La conducta autodestructiva, lo que violenta cualquier porqué. Dostoievsky imagina la quimera de un loco que alcanza su estado por una decisión libre, buscando en la locura el último libre albedrío que escapará al determinismo científico:

"¿De dónde se han sacado nuestros sabios que el hombre necesita voluntad normal y virtuosa? ¿Por qué suponen que el hombre aspira a poseer una voluntad ventajosa y razonable? El hombre sólo aspira a tener una voluntad independiente, cualesquiera que sean el precio y los resultados. Pero el diablo sabe lo que cuesta esa voluntad..."

El diablo sabe lo que cuesta mantener una voluntad independiente, la última y única aspiración humana. La de esta rebeldía podría ser la lección del morador del subsuelo, la querencia enloquecida de su propio arbitrio, la pasión insobornable de una determinación que se sepa libre antes que conveniente. Su pureza ética casi conmueve.

Pero otro aspecto del desconcierto existencial del morador del subsuelo rebosa de las líneas de Dostoievsky como una transpiración, gotea por los recovecos de los años y la historia y nos humedece y enfría el pecho todavía hoy. El conocimiento no avanzó como se temía Dostoievsky, sino como él no pudo imaginar. No nos amenaza con revelar el secreto de nuestra condición humana reduciéndola a un mecanismo de engranajes y poleas en cuyas leyes se disolviera nuestro albedrío como se dispersan los sueños al amanecer. Nos amenaza con desvelar que no había secreto que guardar.

Las ciencias saben ya mucho de lo que estamos hechos. Saben que cualquier átomo nuestro fue una parte mínima de una estrella ya difunta, que tenemos algo de fantasmas de mundos idos. También sabe que cualquier parte de nosotros se parece a una frase que requiriera nutriente para poder ser pronunciada. Y además conocen ya el alfabeto químico y amenazan con averiguar el léxico. Las instrucciones con las que está hecho cada milímetro de tejido nuestro y las manifestaciones de su gigantesca combinatoria serán enseguida legibles. No queda espacio para el espíritu, pero ya conocíamos el error de Descartes, ese no es el problema. La individualidad, lo que diría que soy yo mismo, con ese algo más que no son mi estómago ni mis tejidos, mi persona en sí, tiene fácil acomodo en nuestros horizontes cuando somos sobre todo bruma y misterio. De alguna parte de ese espacio desconocido que nos habita procederá esa especie de genio específico que somos cada uno. Pero ahora ya casi conocemos nuestras piezas una por una y el lenguaje químico del que son expresión, no queda espacio desconocido. El yo se reduce a combinaciones del alfabeto químico, como ni Dostoievsky llegó a temer. Podemos entrar por un lado de nosotros y salir por el otro, habiendo recorrido todas las piezas y visto todos los resortes sin encontrarnos. Ahora la ciencia nos deja sumergirnos en nosotros mismos y no hay un yo en el que podamos hacer pie, sólo materiales ajenos a nuestra conciencia. Sagan divulgaba la naturaleza de Júpiter diciendo que no intentáramos buscar suelo y hacer pie. El cielo no está encima de ningún suelo, todo en Júpiter flota en su cielo. La ciencia nos susurra ahora que no busquemos el suelo en el que corretea esa voluntad independiente que el diablo sabe lo que cuesta de la que está hecha la conciencia de lo que somos. Promete milagros orgánicos y amenaza tempestades existenciales. Como la ceguera verde azulada de Borges, hace insegura la tierra bajo nuestros pies, nos avisa de que nos acostumbremos a flotar entre materiales ajenos y a no estar en ninguna parte.