A Jomián Leonel le negaron en Castilla-La Mancha la asistencia que su madre pedía. Le dijeron que si había aguantado trece años, podría aguantar más y que no se podía tener todo en la vida. El pre-adolescente era paralítico cerebral, tenía un pulmón, no podía hablar ni comer y otras lindezas. El chico se murió. No sabemos si la falta de asistencia tuvo que ver con su muerte, pero sí sabemos que murió desasistido. Y que es verdad que no se puede tener de todo y que su madre desde luego quedó muy lejos de tenerlo todo.
Poco después se hace público que el mismo gobierno, el de
Cospedal, envió a los trabajadores del servicio de salud un código ético. Nunca
es tarde, se dice uno. Por esa trampa del sentido común que nos hace pensar que
cuando una cosa va detrás de otra es que fue efecto de ella, uno piensa que la
vergüenza de desamparo tan atroz como el de Jomián y su madre sería la causa de
que decidieran que poner algunos límites éticos. Pero resulta que la doctrina
sigue siendo que no se puede tener todo, que a veces un hijo se muere y que así
son las cosas vaya por Dios. El código ético pide que el personal de los
hospitales no vistan mostrando zonas íntimas del cuerpo y que no utilicen
lenguaje obsceno. Es comprensible. Quién no suspiró por un hospital sin
blasfemias y sin médicos enseñando el culo.
A mí se me vienen a la cabeza rudimentos de pragmática y un
par de recuerdos. La pragmática nos dice, entre otras cosas, que lo que
queremos decir con una frase nunca es una obviedad. No esperamos en la prensa
de mañana un titular que diga que no se le amputó ningún brazo a Rajoy durante
la noche. No es que sea falsa, es que es obvia y no se habla para decir
obviedades; podemos estar seguros de que nadie pondrá ese titular mañana.
Tampoco se pide, se ordena o se aconseja lo que es obvio que de todas formas va
a ocurrir. No les pediré ni les aconsejaré a mis alumnos que durante la próxima
semana se abstengan de tragar piedras enteras. La petición sonaría rara y
decirla sería un acto espurio: si todo hace pensar que no van a andar
tragándose piedras, ¿para qué pido lo que el curso normal de los
acontecimientos hace pensar que sucederá de todas formas? Lo que nos lleva a
preguntas inquietantes sobre el código ético de la corte de Cospedal. Si se
pide a médicas y enfermeros que no muestren zonas íntimas del cuerpo y la
petición no es espuria, es que no es obvio que no lo hagan. Semejante código
ético hace pensar en hospitales de viernes por la noche en Canal +.
O en gestores con picorcillos. Hace bastantes años me
contaba un amigo, que había estudiado en el Seminario en sus años mozos, que
uno de los curas les prohibía tomar el sol en la playa boca abajo. Decía que
era pecaminoso. Estuvimos de acuerdo en que aquella prohibición sonaba
autobiográfica. A una persona normal no se le ocurre pensar en posibilidades
tan detalladas. Probablemente aquel cazador de riesgos carnales habría tenido
algún rozamiento torpe tomando el sol y la conspicua y enojosa trempera le
habría hecho pensar en el maligno y sus caminos en verdad infinitos (“Nadie más
impotente y ridículo que Satanás tratando de / arrastrar al infierno a un santo
que levita. / Hasta que encontró el modo: lo puso boca abajo”, decía Ángel
González).
¿Qué experiencia hospitalaria puede dar lugar a sentir el
impulso de pergeñar un código ético así, si la orden de no mostrar las partes
íntimas no es espuria? Me fascina por el contraste con la mía. Siendo yo el
sujeto paciente, no me cabe más experiencia que la operación de apendicitis,
cuando una operación de apendicitis te tenía quince días en las estancias del
servicio de salud. Jamás se me hubiera ocurrido la necesidad de semejante
código. El único protagonismo de partes íntimas que me cupo presenciar fue el
del cascarrabias de la cama de enfrente. No dejaba de mascullar las maldades
que todo el personal sanitario se empeñaba en infligirle. Día y noche mordía
insultos y juramentos contra todo el hospital. Cuando llegó el médico por la
mañana intensificó la letanía, mientras el médico, sin hacer aprecio, se
enfundaba en la mano derecha un guante de látex. Un enfermero colocó una
cortina insuficiente que me ocultó lo que no quería ver, pero no el impagable
espectáculo de su cara. Mientras atropellaba barbaridades contra el hospital,
el médico procedió con su dedo corazón (digo yo) y de repente el sujeto calló,
redondeó los ojos y la boca y exclamó coooñoocoooñocoño, como si tuviera la
boca llena, a pesar de que, precisamente en la boca, nadie le había metido
nada. Luego profirió un oiga esofuemuyforzao muyforzao joder reconózcalo, así
sin pausas y casi sin dejar que las palabras fueran una detrás de otra. Respeté
mucho la profesionalidad del médico y su aplomo, pero en conjunto, nada que dé
para sentir la punzada de un manual de ética. La experiencia de Cospedal y/o
sus consejeros debió ser más profunda. Alguien debió ver o imaginar algo que le
hizo sentirse tomando el sol boca abajo.
No pude evitar recordar a una compañera de fatigas
universitarias que un día vio a un estudiante alemán de Erasmus siguiendo su
clase en calzoncillos. Interesada por la anomalía, él le mostró un radiador
donde se secaban sus pantalones (era un día de lluvia). El hemisferio cerebral
políticamente correcto repasó el abecé de los contrastes culturales, pero
finalmente le dijo algo severo que no me contó o no recuerdo. Pero recuerdo la
moraleja obvia: todo tiene un límite. Jomián Leonel murió sin asistencia y su
madre lo vio morir sin consuelo. Pero la misma Cospedal que paga y recibe en
diferido parece preocupada por si alguien enseña sus partes bajo la bata
blanca. No consta que sus órdenes no sean espurias, destinadas a que ocurra lo
que es obvio que ya ocurre: que nadie anda por los hospitales con las ligas al
aire o las braguetas bajadas más de lo que ocurre normalmente donde haya
hombres y mujeres; que la ética por la que, literalmente, vive y muere gente no
tiene que ver con hinchazones genitales; y que las palabras que matan son las
que oyó la madre de Jomián, no las que hace santiguarse a toda la corte de
Cospedal. La razón de ese código ético es endilgarnos el breviario santurrón
nacional católico como si fuera un dedo corazón enfundado en látex en cualquier
episodio de nuestra existencia. Si Jomián Leonel hubiera estado aún en el útero
de su madre y todavía no tuviera nombre, vería, si pudiera verlo,
manifestaciones por su derecho a nacer y a su madre le dirían lo hermoso que es
tener un niño con desgracias. Pero, ya en la vida real, el pobre Leonel era
sólo la expresión de que no se puede tener todo y que no molesten. El derecho a
la vida es, para estos meapilas, en diferido o a cuenta, que yo ya me pierdo. Así
es la ética del nacional catolicismo.
Y todo tiene un límite.