lunes, 31 de marzo de 2014

Código ético y picorcillos genitales en la corte de Cospedal


A Jomián Leonel le negaron en Castilla-La Mancha la asistencia que su madre pedía. Le dijeron que si había aguantado trece años, podría aguantar más y que no se podía tener todo en la vida. El pre-adolescente era paralítico cerebral, tenía un pulmón, no podía hablar ni comer y otras lindezas. El chico se murió. No sabemos si la falta de asistencia tuvo que ver con su muerte, pero sí sabemos que murió desasistido. Y que es verdad que no se puede tener de todo y que su madre desde luego quedó muy lejos de tenerlo todo.
Poco después se hace público que el mismo gobierno, el de Cospedal, envió a los trabajadores del servicio de salud un código ético. Nunca es tarde, se dice uno. Por esa trampa del sentido común que nos hace pensar que cuando una cosa va detrás de otra es que fue efecto de ella, uno piensa que la vergüenza de desamparo tan atroz como el de Jomián y su madre sería la causa de que decidieran que poner algunos límites éticos. Pero resulta que la doctrina sigue siendo que no se puede tener todo, que a veces un hijo se muere y que así son las cosas vaya por Dios. El código ético pide que el personal de los hospitales no vistan mostrando zonas íntimas del cuerpo y que no utilicen lenguaje obsceno. Es comprensible. Quién no suspiró por un hospital sin blasfemias y sin médicos enseñando el culo.
A mí se me vienen a la cabeza rudimentos de pragmática y un par de recuerdos. La pragmática nos dice, entre otras cosas, que lo que queremos decir con una frase nunca es una obviedad. No esperamos en la prensa de mañana un titular que diga que no se le amputó ningún brazo a Rajoy durante la noche. No es que sea falsa, es que es obvia y no se habla para decir obviedades; podemos estar seguros de que nadie pondrá ese titular mañana. Tampoco se pide, se ordena o se aconseja lo que es obvio que de todas formas va a ocurrir. No les pediré ni les aconsejaré a mis alumnos que durante la próxima semana se abstengan de tragar piedras enteras. La petición sonaría rara y decirla sería un acto espurio: si todo hace pensar que no van a andar tragándose piedras, ¿para qué pido lo que el curso normal de los acontecimientos hace pensar que sucederá de todas formas? Lo que nos lleva a preguntas inquietantes sobre el código ético de la corte de Cospedal. Si se pide a médicas y enfermeros que no muestren zonas íntimas del cuerpo y la petición no es espuria, es que no es obvio que no lo hagan. Semejante código ético hace pensar en hospitales de viernes por la noche en Canal +.
O en gestores con picorcillos. Hace bastantes años me contaba un amigo, que había estudiado en el Seminario en sus años mozos, que uno de los curas les prohibía tomar el sol en la playa boca abajo. Decía que era pecaminoso. Estuvimos de acuerdo en que aquella prohibición sonaba autobiográfica. A una persona normal no se le ocurre pensar en posibilidades tan detalladas. Probablemente aquel cazador de riesgos carnales habría tenido algún rozamiento torpe tomando el sol y la conspicua y enojosa trempera le habría hecho pensar en el maligno y sus caminos en verdad infinitos (“Nadie más impotente y ridículo que Satanás tratando de / arrastrar al infierno a un santo que levita. / Hasta que encontró el modo: lo puso boca abajo”, decía Ángel González).
¿Qué experiencia hospitalaria puede dar lugar a sentir el impulso de pergeñar un código ético así, si la orden de no mostrar las partes íntimas no es espuria? Me fascina por el contraste con la mía. Siendo yo el sujeto paciente, no me cabe más experiencia que la operación de apendicitis, cuando una operación de apendicitis te tenía quince días en las estancias del servicio de salud. Jamás se me hubiera ocurrido la necesidad de semejante código. El único protagonismo de partes íntimas que me cupo presenciar fue el del cascarrabias de la cama de enfrente. No dejaba de mascullar las maldades que todo el personal sanitario se empeñaba en infligirle. Día y noche mordía insultos y juramentos contra todo el hospital. Cuando llegó el médico por la mañana intensificó la letanía, mientras el médico, sin hacer aprecio, se enfundaba en la mano derecha un guante de látex. Un enfermero colocó una cortina insuficiente que me ocultó lo que no quería ver, pero no el impagable espectáculo de su cara. Mientras atropellaba barbaridades contra el hospital, el médico procedió con su dedo corazón (digo yo) y de repente el sujeto calló, redondeó los ojos y la boca y exclamó coooñoocoooñocoño, como si tuviera la boca llena, a pesar de que, precisamente en la boca, nadie le había metido nada. Luego profirió un oiga esofuemuyforzao muyforzao joder reconózcalo, así sin pausas y casi sin dejar que las palabras fueran una detrás de otra. Respeté mucho la profesionalidad del médico y su aplomo, pero en conjunto, nada que dé para sentir la punzada de un manual de ética. La experiencia de Cospedal y/o sus consejeros debió ser más profunda. Alguien debió ver o imaginar algo que le hizo sentirse tomando el sol boca abajo.
No pude evitar recordar a una compañera de fatigas universitarias que un día vio a un estudiante alemán de Erasmus siguiendo su clase en calzoncillos. Interesada por la anomalía, él le mostró un radiador donde se secaban sus pantalones (era un día de lluvia). El hemisferio cerebral políticamente correcto repasó el abecé de los contrastes culturales, pero finalmente le dijo algo severo que no me contó o no recuerdo. Pero recuerdo la moraleja obvia: todo tiene un límite. Jomián Leonel murió sin asistencia y su madre lo vio morir sin consuelo. Pero la misma Cospedal que paga y recibe en diferido parece preocupada por si alguien enseña sus partes bajo la bata blanca. No consta que sus órdenes no sean espurias, destinadas a que ocurra lo que es obvio que ya ocurre: que nadie anda por los hospitales con las ligas al aire o las braguetas bajadas más de lo que ocurre normalmente donde haya hombres y mujeres; que la ética por la que, literalmente, vive y muere gente no tiene que ver con hinchazones genitales; y que las palabras que matan son las que oyó la madre de Jomián, no las que hace santiguarse a toda la corte de Cospedal. La razón de ese código ético es endilgarnos el breviario santurrón nacional católico como si fuera un dedo corazón enfundado en látex en cualquier episodio de nuestra existencia. Si Jomián Leonel hubiera estado aún en el útero de su madre y todavía no tuviera nombre, vería, si pudiera verlo, manifestaciones por su derecho a nacer y a su madre le dirían lo hermoso que es tener un niño con desgracias. Pero, ya en la vida real, el pobre Leonel era sólo la expresión de que no se puede tener todo y que no molesten. El derecho a la vida es, para estos meapilas, en diferido o a cuenta, que yo ya me pierdo. Así es la ética del nacional catolicismo.

Y todo tiene un límite.

sábado, 29 de marzo de 2014

Suárez, el 22 M y el Clásico. España en el callejón del Gato

[Columna del sábado en Asturias24 (www.asturias24.es)].
 “Los héroes clásicos han ido a pasearse al callejón del Gato”, decía Máximo Estrella. El callejón del Gato era donde estaban los espejos cóncavos con los que la gente se divertía viendo su imagen deformada. En dos días tuvo lugar la culminación de las marchas por la dignidad del 22 M, se murió Adolfo Suárez y el Real Madrid y Barcelona jugaron el partido que en el extranjero ya nombran con una palabra española: el “Clásico” (cada uno con su acento). Dos días para recordar tanto la transición como a Valle-Inclán.
Lo característico de la deformación de los espejos cóncavos (esa imagen que Máximo Estrella llamó para la posteridad el esperpento) es la exageración de unos rasgos, la anormal aminoración de otros y la distorsión de la perspectiva. Pero también la inestabilidad: basta mover la cabeza hacia delante o hacia atrás, sacar la lengua o acercar un dedo y se habrá modificado todo lo que era grande y pequeño. Quizá por eso la gente se hace paracinésica ante estos espejos, no paran de hacer movimientos suaves sin función aparente, por la rareza visual de ver su cuerpo deformado y en mutación brusca y como desacompasada con la mansedumbre de sus movimientos.
El Clásico es futbolísticamente una deformidad. Hay equipos de fútbol en muchos países, como hay muchas especies que tienen nariz. Pero, igual que en el elefante ese órgano tan corriente es una monstruosidad, el R. Madrid y el Barça son una desproporción en una liga contrahecha. Acaparan con tal avidez los recursos que desde el tercero hasta el último equipo son su bodega particular, abastecida con jugadores que sólo desean un chasquido de dedos para ir corriendo a uno de los dos monstruos. Como corresponde a un país en el callejón del Gato, el Clásico es lo más visible de la imagen de España, nada puede ocurrir aquí que concite más atención planetaria. El Clásico es como una nariz que se hace gigantesca en un espejo cóncavo al que acerquemos la cabeza, mientras el país propiamente dicho queda allá lejos tenso y gomoso, apenas visible. O quizás el Barça y el R. Madrid sean nuestros genitales. Su poder abusivo se debe a que los de arriba quieren que sean así de excesivos, se quiere mostrar con ellos lo larga que la tenemos. No es una actitud desconocida en dictaduras y en naciones de medio pelo estos espasmos de autoestima, por los que se concentran recursos en el aeropuerto más grande de Europa, la estatua más alta del mundo o los únicos equipos de fútbol visibles desde la Luna.
Esta vez nuestro Clásico universal nos cogió con la muerte de Suárez y la irrupción de la transición y su recuerdo. Naturalmente, todo con la escala de un espejo cóncavo. La imagen de la transición y de Suárez en el callejón del Gato es especialmente mudable y nerviosa. El reconocimiento del papel de Suárez como punto de cruce y armonía de muchas cosas rápidamente deforma la imagen del momento histórico, agrandando la figura del presidente hasta la santidad, estirando con él la de los Torcuatos, Gutiérrez Mellados y demás franquistas buenos que nunca lucharon contra la dictadura, mientras se empequeñece hasta el borrón la de tantos izquierdistas y sindicalistas que sí lucharon por la democracia. Una deformidad notable de estos y otros días es la grandeza que se atribuye a que algunos privilegiados de la dictadura simplemente aceptaran ser como los demás y lo poco narrable que parecen quienes con su lucha hicieron inevitable que algunos franquistas privilegiados tuvieran que aceptar ser como los demás.
Pero apenas movemos la cabeza y la cintura en el espejo cóncavo para engrandecer a los perseguidos, la imagen de Suárez pierde santidad y se encoge injustamente hasta la ingratitud. Ciertamente el personaje tuvo más talante que ideas, pero llegó a ser un lubricante que hizo funcionar piezas de difícil encaje. La desmesura con que ensalza su recuerdo precisamente la prensa más conservadora nos puede hacer más gracia que al Cholo Simeone una perreta de Cristiano Ronaldo. Las zancadillas, deslealtades y amenazas que le dieron a Suárez ese toque de solitario y víctima y que le pusieron canas y mirada insomne venían de la derecha, que sentía que con tanta apertura se nos estaba abriendo una hernia. Qué gracia las portadas de estos días atrás.
Más profunda y menos graciosa me parece la desmesura con que la gente de a pie engrandece ahora la figura del difunto y las colas de otra época que se formaron para ese simbólico último adiós. No creo que sea sólo esa especie de morbo plañidero y casi necrófilo que se nos atribuye (“líbrate del tiempo de las alabanzas”, solía decir mi madre desde la España profunda, “o te están echando o estás muerto”). Creo que en el impulso popular hacia Suárez late la repugnancia y el desprecio hacia el ambiente político actual. La transición es percibida como la inocencia primigenia, el origen amable de lo que luego se torció. La España actual se siente como una deformidad de espejo cóncavo de lo que se había ideado en la transición y se siente a Suárez como la imagen aún proporcionada de la política bienintencionada. Hay mucha amargura, mucha desesperación y mucha ansia de inocencia en la desmesura con que la gente distorsiona el recuerdo de Suárez. La deformación popular de Suárez dice mucho del dolor y desconcierto del país.
Y dolor, desconcierto e indignación fue lo que había fluido a mares un día antes hacia Madrid. Salarios, trabajo, derechos, corrupción, modales políticos, todo, se agolpa en la mente y el corazón como una especie de ahogo o de calambre integral. Son tantas cosas a la vez y tan enormes que la réplica ya sólo se puede sintetizar en una palabra de mínimos: dignidad. Con ese lema se formó, según la prensa extranjera, una de las mayores manifestaciones de la democracia. La rabia y el sufrimiento, la injusticia esférica contra la que bramaron más de un millón de corazones en Madrid fue lo más real que pasaba en el España los días 22 y 23 de marzo. Ni Suárez y la transición existían, ni el cortejo fúnebre fue otra cosa que un muestrario de momios políticos en formol ni el Clásico es más que una ilusión óptica en 3D. Pero la inmoralidad y la sinrazón sí son reales y la angustia y la cólera colectiva también. En los espejos del callejón del Gato, sin embargo, hacían de nariz y cabezona gigante el Clásico deforme y el Suárez distorsionado, mientras el corazón y el alma del país quedaban en esos zapatitos que se ven lejos y pequeños.
La realidad que puebla nuestra mente no se compone sólo de imágenes y recuerdos vividos. Se compone también de palabras, conversaciones y símbolos. Nunca estuve en Cádiz y en mi mente es una realidad tan tenaz como Gijón, de tantas palabras, mapas y menciones que tengo sobre esa ciudad. La prensa, sin duda, teje parte de esa realidad que sentimos como obvia. Y tiene últimamente singular empeño en tejer el mundo como deformado por un espejo cóncavo. Lo más real que pasaba en España mereció menos palabras y atención que los fantasmas y fuegos artificiales. Y las palabras fueron para no sé qué acémila que pegó o que quería tirar una piedra o no sé qué a un policía. Todos los días alguien pega a alguien y alguien quiere robar o matar a alguien. Que en una manifestación masiva haya actos delictivos es tan obvio e inevitable como que los haya en una playa en temporada turística, en una ciudad con Mundial de Fútbol o Juegos Olímpicos o en cualquier concentración masiva. Ni se potencian zonas turísticas para que haya robos ni el COI tiene culpa de las pandillas delincuentes que vayan a ir a Madrid Río de Janeiro a hacer lo suyo. Pero justo ese fue el punto que el espejo cóncavo de la prensa estiró y deformó y con el que llevan dando el coñazo cinco días. El dolor, la angustia y la injusticia ahí quedaron pequeñitos y sin atención. No hay en la prensa habitual más resaca ni análisis sobre la riada humana del 22 M que el orden y cuántos uniformados más hacen falta la próxima vez. Algunos periódicos están económicamente mal y otros muy mal. El gobierno metió baza en sus deudas y por razones distintas en una semana desaparecieron tres directores de tres grandes periódicos nacionales. Según parece, los periódicos ahora tienen que hacerse cóncavos para reflejar ciertos temas. Sobre todo uno, que ya no sabe contar más alto de 50.000. Le decía aquel paria catalán a nuestro Máximo Estrella ante la evidencia de su próximo fusilamiento: ¿qué dirá mañana esa prensa canalla?

A ello volvemos. Al esperpento, al callejón del Gato con sus deformaciones grotescas y sus cambios inestables, a que el Clásico sea más real que la gente, a que los apestados se hagan santos en su funeral y a que el hilo con el que los periódicos tejen la realidad lo mueva la deuda y Soraya. Sobre todo uno.     

lunes, 24 de marzo de 2014

La caja negra de la transición


La transición es como el big bang. Cada poco se detectan en nuestra convivencia restos de la radiación de aquel momento fundacional, ecos de aquel hervor, hilos que proceden de entonces y que mueven tal o cual aspecto de nuestros días. Pero a veces parece como un camión de esos que pasan y que con los baches va dejando caer cascotes sueltos de mercancía, piezas mal atadas y hasta cierto punto prescindibles, que nadie va a echar de menos al destino. Estas últimas semanas nuestra celebrada transición dejó caer tres de esos cascotes, de distinto tamaño, en nuestra pacífica existencia.
El primero fue el día que Jordi Évole nos prometió que por fin íbamos a saber todo lo que pasó el 23 F (el punto final de la transición), y que siempre nos habíamos atrevido a preguntar. Llegado el día, nos obsequió con un fake que se mofaba de las preguntas que siempre nos habíamos atrevido a preguntar y su moraleja nos alertaba de que la tele no siempre dice la verdad.
El segundo cascote que nos dejó caer el camión de la transición llegó el propio 23 F de este año, cuando el hijo que Tejero tiene en el Cuerpo montó una cuchipanda en un cuartel de la Guardia Civil con su padre y unos cuantos golpistas más celebrando aquella hazaña bélica y haciendo de nuestras instalaciones de defensa un templo del Movimiento Nacional. Jorge Fernández interrumpió sus rezos para destituir a Tejero 2.0 porque no había pedido permiso para el ágape. A veces el ángulo desde el que se examinan las faltas es extraño. Al Capone mató a no sé cuánta gente y se le encarceló por no declarar a hacienda. Hace unos años en Londres una pareja se entregó a sus efusiones sexuales en la vía pública sobre el capó de un coche y la policía se presentó con urgencia para multarlos porque habían abollado el coche. El otro día en una serie española (a estas alturas qué más da ficción que realidad) una mujer que no sabía cómo plantear a su amante su insatisfacción física, abre el tema mostrándole un consolador eléctrico y el amante monta en cólera porque el artilugio usa pilas de litio que contaminan mucho. Y en ese orden de cosas, Tejero 2.0 monta en instalaciones del estado una juerga en recuerdo y apología del golpe militar y lo expedientan por no haber pedido permiso, que todo era una cuestión de permisos.
Y el tercer cascote que nos cae de la transición es el tragicómico anuncio del hijo de Adolfo Suárez de que su padre se moriría en breve y la muerte efectivamente ocurrida en breve de Suárez. La parte cómica fue el anuncio surrealista del hijo. Es lógico que las autoridades estuvieran avisadas de muerte tan emblemática y también que la prensa lo divulgara, no iba a ser un secreto. Lo esperpéntico fue la performance de Suárez Illana dando una rueda de prensa a lágrima viva para decirnos españoles, mi padre va a morir. Tenía un poco de la Pantoja de los 80 con aquella viudedad tan paseada y un poco de Pinochet hijo, cuando ponía aquellos pucheros porque habían detenido a su padre el día de su cumpleaños (nadie vea insensibilidad ni mala uva, si acaso en quien buscó chupar cámara y presencia ante la muerte de su padre; permaneceremos atentos a la pantalla a ver qué quería sacar con aquella aparición).
La parte trágica fue la muerte de Suárez y sus circunstancias. Suárez llegó a la Presidencia de Gobierno con más ambición que ideas y con más vínculos con la dictadura que con la lucha por la democracia. No creo que la transición haya obedecido nunca a ningún plan concreto de nadie, como nadie diseñó Madrid tal cual es. Simplemente fue creciendo y salió así. Metido en harina en la restauración de libertades en España, Suárez sí fue una ayuda para crear espacios y canales para hablarse y oírse, sin santidad y sin inocencia, más fieramente humano que ángel. Le dio cierta pátina y un toque de personaje superviviente y solitario las deslealtades que sufrió tanto más cuanto más responsable se iba sintiendo del país y su historia. No podía ser de otra manera en una transición diseñada con aquel tropel de la dictadura.
La democracia española se fue asentando sobre una niñez atormentada y llena de secretos y malos recuerdos, porque tenía que encajar dentro de sí la oscuridad de la dictadura haciendo como que olvidaba. Siempre me pareció un sarcasmo trágico que Suárez desapareciera de la vida española perdiendo su memoria. Él fue uno de los artífices de nuestra desmemoria y en él se adhieren como en nadie nuestros recuerdos colectivos de aquellos días, hasta el punto de ser ya un emblema nacional. Hubiera sido justo, desde luego, que su salud le hubiera permitido verse convertido en símbolo.

En los accidentes aéreos se busca siempre afanosamente la caja negra para ver qué pasó. Creo que lo más parecido a la caja negra de la historia reciente de España es Adolfo Suárez. Ahí estaba grabado lo que realmente pretendía el rey, lo que realmente apoyó Fraga en los momentos clave, lo que realmente rodeó el 23 F y tantas otras cosas. Ahora murió Suárez y con él la caja negra de nuestras últimas décadas. Seguiremos siendo una democracia con pesadillas nocturnas inesperadas y con daños traumáticos en la memoria.

sábado, 22 de marzo de 2014

Tres frentes para el absolutismo postmoderno

[Columna del sábado en Asturias24 (www.asturias24.es)].
La teoría de lo que es el poder en democracia es sencilla, tanto que se reduce a una palabra: responsabilidad. Una democracia no se diferencia de una dictadura porque las decisiones de sus gobiernos sean más sabias, benévolas o educadas. En democracia quien tiene poder es responsable ante alguien de la forma en que lo ejerce y la responsabilidad última es ante el pueblo. Se supone que los gobernantes son mejores y más justos en democracia, porque su responsabilidad implica que se les puede echar si no gustan. Hace un par de siglos, los absolutistas pugnaban con los liberales entre otras cosas porque entendían que el poder del rey procedía de Dios y que sólo ante Dios era responsable el monarca. Con el tiempo todo el mundo fue entendiendo que eso de que el rey fuera responsable sólo ante Dios significaba que no rendía cuentas ni a Dios y por eso, guerras mediante, se fue cambiando el sistema de responsabilidades para que se deslizara siempre hacia el pueblo.
Los discursos que hoy siguen manteniendo que hay parcelas de decisiones ajenas al escrutinio del pueblo son residuales. Cánovas del Castillo usaba la ingeniosa expresión de “plebiscito de los siglos” y aún en 1995 se leía en un editorial del ABC: “No cabe establecer distinciones entre la Monarquía y el interés general: la Monarquía es el interés general. […] Es el resultado del plebiscito de los siglos y la más discreta, tácita y eficaz garantía de la integridad constitucional”. La monarquía, según Ansón y sus chicos, no es responsable ante el pueblo sino ante “los siglos”, es decir, ante nadie. La misma expresión se desliza hoy en proclamas ultraderechistas que piden la intervención del ejército si Cataluña se independiza. La unidad de España está legitimada, dicen estos muchachotes, por el plebiscito de los siglos y para eso está el ejército, para que el pueblo no pase por encima de los siglos. También a la Conferencia Episcopal le gusta dolerse por la confusión del orden político con el orden moral en temas como el aborto o el matrimonio homosexual. Las normas morales están en un orden distinto y superior al político y en ellas no deben entrar los políticos responsables ante el pueblo. Esas normas son cosa de las autoridades religiosas, responsables, una vez más, sólo ante Dios. Como digo, son discursos doctrinalmente excéntricos y residuales, con un olor a alcanfor que los hace casi inofensivos.
Pero está entrando en la doctrina oficial un frente absolutista, que tácitamente nos va convenciendo de que hay asuntos que no pueden gestionarse con responsabilidad ante el pueblo, porque no es posible ni “eficiente”. Tal frente llega desde tres ángulos: el espacio, el tiempo y la impostura técnica que interpretan comités de “sabios”. Son tres formas de limitar la democracia, sin que se presenten, como en el caso de la corrupción o de los poderes fácticos, como errores del sistema, sino como la forma correcta y admitida de gestionar el sistema.
El espacio se pone al servicio del absolutismo cuando se deciden los asuntos públicos en áreas mayores de aquellas en que se ejerce la soberanía. En estos casos las decisiones se toman en instancias tan lejanas que la gente pierde de vista quién las toma y pierde el hilo que relaciona su voluntad con los individuos que deciden. El voto en las urnas zigzaguea en una especie de vacío y parece que las decisiones políticas no son decisiones políticas, sino que son fenómenos naturales como el pedrisco o la sequía, que simplemente llegan con las estaciones y sobre los que no se puede hacer nada. En España tenemos la sensación muy viva de que hay cosas muy de nuestra incumbencia que no se pueden hacer o que es obligatorio hacer porque vienen “de Europa”, como las galernas cantábricas. No creo que nadie sepa en qué elección votó qué para hacer fácil o difícil que Almunia esté más en el meollo de la economía española que el propio gobierno, ni cómo podría expresar en las elecciones de mayo que le gusta o le disgusta el personaje. Ni siquiera sabrá casi nadie si le gusta o le disgusta.
No se trata de un problema de la Unión Europea y su pertinaz déficit democrático. Ni creo que sea recomendable el llamado euroescepticismo. Está ocurriendo por todas partes que las áreas geográficas del poder no coinciden con las áreas soberanas de responsabilidad ante los pueblos. El discurso ortodoxo oficial presenta este proceso como inevitable y como naturales y “eficientes” sus consecuencias: que haya asuntos de interés público cuya gestión escapa al control popular. Se supone que los legitimará el plebiscito de los siglos, que la historia los absolverá o algo parecido.
Otro ángulo de erosión de la democracia es el tiempo. Solemos creer que el tiempo es el que es, pero en realidad la medida del tiempo y la relevancia de los períodos viene marcada por el tejido económico y social. Durante siglos la Iglesia fue la dueña del tiempo porque sus campanarios marcaban como un diapasón los ciclos cotidianos. El primer capitalismo relacionó el tiempo con la producción y el beneficio. Un factor básico del coste de un producto era el tiempo que llevaba fabricarlo, porque el empresario pagaba precisamente tiempo de esfuerzo, además de materiales. El capitalismo introdujo los minutos y los cuartos de hora en nuestra existencia y también la necesidad del reloj de pulsera. El tiempo se emplea para morder nuestra democracia por dos vías: la de la predeterminación y la de los ritmos.
En cuanto a la predeterminación, en cierto sentido se nos dice que la historia ya está escrita y que la evolución de la organización social es irremediablemente una y está determinada. Muchas medidas políticas se razonan empezando con las palabras “ya no” o “la tendencia es”: las relaciones laborales “ya no” se pueden regir por convenios colectivos, las pensiones “ya no” se pueden financiar de tal manera, “la tendencia” inevitable es reducir el peso de las administraciones públicas. Parece que se enuncian leyes naturales y que oponerse a ellas es tan negligente como oponerse a la gravedad de los cuerpos. Son, como antes, aspectos de la vida pública que se presentan como ajenos al control del pueblo, porque no obedecen a las leyes de los hombres.
En lo que respecta a los ritmos, Josefina Ludmer dice que en América Latina el ritmo de los mercados es mucho más rápido que el de la acción política y que esto lleva a la desaparición real de la política. Sólo caben dos matices. No sólo en América Latina el mercado circula a distinto ritmo que los gobiernos; es un fenómeno generalizado. Y no desaparece la política; se deshilacha la política de los gobiernos nacionales responsables ante los pueblos; se encoge la política democrática para crear espacios absolutistas, pero que también son políticos. El ritmo con el que cambia el dinero de sitio, la rapidez con que cambian de valor las cosas en una sola hora, las ingenierías improductivas que alteran valores y expectativas sobre sectores, la simultaneidad de todo porque la red y las tecnologías hacen que todo sea ubicuo e instantáneo, todo lo que bulle en el mercado, desborda los tiempos del debate y las decisiones políticas. Las cosas no se mueven allí donde el pueblo las puede ver y sancionar. Lo que el pueblo ve y sanciona es sólo una parte de lo que le incumbe.
El tercer ángulo de contracción de la democracia es la impostura técnica. Un comité de sabios nos habló hace poco sobre impuestos y antes otro parecido habló largo y tendido sobre pensiones. Los gobiernos siempre están haciendo números y proyecciones, siempre tienen máquinas muy potentes y técnicos muy sesudos calculando, evaluando y sopesando gastos e ingresos. El hacer visible de vez en cuando un comité de sabios es una performance. Es para hacer pasar por técnico y, como antes, no responsable ante el pueblo, lo que es político. La representación hace parecer que la bajada de impuestos a los ricos o la rebaja de las pensiones no son decisiones, sino conclusiones científicas, tan verdaderas e inevitables como las cosas que vienen de Europa o las tendencias objetivas de los tiempos. En realidad son personas pagadas para que digan su criterio político cuando ya se sabe de antemano su criterio y lo que tienen que decir. Leyendo el otro día las síntesis divulgadas sobre el informe fiscal, no pude evitar imaginarme a los sabios vestidos de verde y con cascabeles, como bufones de un cuadro de época.

Los tres frentes llevan al mismo punto, que es el de ensanchar el volumen de asuntos de interés general sobre los que el pueblo no tiene palabra ni sanción posible. La democracia seguirá representándose porque habrá elecciones, partidos y ciertas libertades. Pero cada  vez decidimos sobre menos cosas. Es un nuevo absolutismo, sin Dios ni plebiscitos de siglos, ni falta que le hacen. No dejemos de reconocer el aliento de la bestia cuando nos hablen del mundo global, los tiempos y sus tendencias o sabios bufones, por mucho que se hayan quitado el traje verde y los cascabeles.