La imagen de Carmen Martínez Ayuso a punto de ser desahuciada de su casa de
Vallecas hace desbordar ese vaso que tenemos en la garganta y hasta podemos
sentir físicamente el frío arroyando y desplegándose por el pecho. Quizá sea
que se parece a todas las madres. Está llorando contenida cubriéndose un ojo
con una mano y ocupando lo menos posible en una silla recia, con una pared
desnuda detrás y al lado una cama que no aceptaríamos en un hotel y una mesita
con una lámpara como las que había en todas las mesitas hace tiempo. La mano
que tiene inerte en el regazo es la mano que tenemos todos en la retina de
verla toda la vida peinándonos o pelando ajos. La cara de desorientación que se
le ve en otras fotos es la que tienen todas las personas mayores cuando las
sacan de su casa.
“Orwell no predijo que las cámaras
las compraríamos nosotros”, dice la celebrada cita de Keith Lowell. Las formas más mortales o más
veniales de totalitarismo necesitan siempre que pongamos algo de nuestra parte,
algo como el móvil con el que entre todos sembramos de vigilancia las ciudades.
En primer lugar, necesitan que, además del móvil, llevemos con nosotros la
culpa. Una parte del proceso de quitarnos el médico y los demás derechos pasa
porque interioricemos que abusamos de los servicios y que la crisis es culpa de
todos. Y también se requiere una culpa más íntima, una moralidad compuesta de
normas cuya desobediencia cree tensión y sinsabor y que nos empuje a la
aceptación y la obediencia.
El encogimiento de la democracia
necesita en segundo lugar que acompañemos las cámaras de nuestro móvil con el
miedo. Mientras tengamos algo que perder, una propaganda bien diseñada nos hará
temerosos y avaros de lo que nos queda y vestirá de prudencia la cobardía y de
sensatez la insolidaridad y hasta la impiedad. Así es como los malos consiguen
en las películas informaciones y delaciones de quienes de todas formas morirán.
Con la pistola en la cara empuñada por quien tiene determinación evidente de
disparar, pero aún con vida, la infortunada víctima protege ese aliento que le
queda y suelta con pánico toda la información que le pide su verdugo para al
menos respirar mientras la dice. De esta manera se llega a las grandes vilezas y a los grandes deterioros colectivos:
siempre poco a poco, aceptando pasos hacia la infamia por miedo a perder lo que
nos queda, aunque cada vez nos quede menos.
En tercer lugar, para extenderse,
el autoritarismo necesita de nosotros que ejerzamos esa falta de lucidez por la
que respondemos emocionalmente a las cosas inmediatas más que a las remotas. Es
la trampa de los fumadores. Nadie fumaría un veneno que lo matase o que lo
hiciera enfermar de gravedad. Salvo que la muerte o la enfermedad sean una
consecuencia diferida. Como la conexión entre el tabaco que se fuma ahora y la
desventura posterior es aplazada en el tiempo, se disipan emociones como el
miedo o el instinto de supervivencia y la gente fuma. Mi generación ya lleva
tiempo asistiendo a las medidas que llevarán a que en su día no tengamos jubilación
que nos pueda mantener. Se deja entrever que la asistencia sanitaria gratis
estará en retroceso y que la gente tendrá los estudios que pueda pagar. Pero,
como todo esto ocurrirá después y no ahora, aceptamos sin reaccionar. Ayudamos
al totalitarismo con nuestra cámara y con nuestra cortedad. El mismo aparato
que estimula convenientemente nuestro miedo para hacernos dóciles, sabe también
disipar otros miedos que deberían llevarnos a la agitación social jugando con
nuestra indolencia ante lo que no es inmediato.
Todas las formas de control
colectivo han de tener un componente automático, han de lograr que la masa
social funcione como un cuerpo inorgánico con leyes causa – efecto bien
previstas. Y tal automatismo descansa en nuestra conducta, en que ayudemos
aceptando llevar en nosotros el
miedo, la culpa, la impiedad o la cortedad necesarias. Pero a veces, en
el lugar menos esperado, un suceso o una imagen cruzan muchas líneas en un
punto, relega nuestros miedos y culpas, aplana el tiempo juntando lo diferido y
lo presente, nos despierta y hace chirriar los engranajes de la ingeniería
social.
El revuelo mediático por la muerte de la Duquesa de Alba no trajo nada de
lo que no tengamos costumbre. Desviar la atención pública hacia personajes parásitos
es ahora la norma, así sean duquesas, payasos que dan sustos en los parques o un
pequeño Nicolás ubicuo con cara de lelo. Las lágrimas de plañidera a sueldo por
quien nos insultó con sus privilegios tampoco nos despierta de la siesta.
Estamos acostumbrados a vivir un presente lleno de lamparones anacrónicos y hebras
de épocas pasadas. Aún tenemos en el diccionario oficial que honor es la
“honestidad y recato en las mujeres”, por qué no íbamos a tener duquesas libres
de impuestos. Tampoco da mucho de sí el encarcelamiento de Isabel Pantoja. El
viaje desde aquella viudedad tan paseada de los 80 hasta la cárcel es una
historia más de estas décadas de ricos robándonos por encima de nuestras
posibilidades.
Otra cosa es la anciana Carmen Martínez Ayuso. La foto dice mucho de la
situación económica de España, pero sobre todo de su condición moral. La imagen
de furgones y uniformados para llevar a cabo un desahucio tan infame obliga a
pensar cómo llegamos, poco a poco, a semejante impiedad. Hay un contrato firmado
con unas condiciones que sacan provecho de la necesidad de quien lo firma y que
es legal. No todo lo que se pueda firmar en un contrato tiene fuerza legal. No
la tiene si un sujeto, por ignorancia o por haber perdido todo lo demás, cede
en el contrato alguno de sus derechos básicos. Aunque en un contrato alguien
firmara estar de acuerdo con ser ejecutado o mutilado en caso de impago, quien
lo mate o mutile tendrá responsabilidad penal porque tal contrato no tiene
fuerza sobre leyes más básicas.
El contrato por el que un prestamista adquiere el derecho de dejar en la
confusión y a la intemperie a Dña. Carmen tiene fuerza legal, porque en España
la ley permite que se puedan ceder demasiados derechos en un tipo de contratos
que se firman con el agua al cuello ante especialistas en explotar situaciones
límite. Hablamos de préstamos y de casas y eso significa que hablamos de leyes
en las que tienen intereses los poderes financieros, bien representados siempre
en el poder político. En España cada vez es más fácil estar en situación límite
y las leyes permiten privar de demasiadas cosas a quien no se puede defender y
sólo puede ceder.
El cuadro de Carmen Martínez Ayuso sentada junto a su cama intentando no
llorar es el retrato del desamparo extremo. Aparte de señalar a los miserables
que mantienen leyes únicas en Europa para exprimir la desgracia de los desgraciados,
no podemos mirar el retrato de esta anciana sin preguntarnos con qué culpa, con
qué miedos o con qué indolencias estamos colaborando con esta ingeniería social
que antes protege los beneficios de la banca que el puro resuello de Dña.
Carmen. Que no siga siendo con nuestras propias cámaras y con nuestras propias
conductas como siga funcionando este gigantesco mecano social.