Agosto es un mes de ingravidez en los asuntos públicos. Es como si estos apagaran los motores y quedaran flotando con el rumbo lento que les da su inercia. La indolencia propia de este mes hace que las cosas se vean con menos detalle, como si se miraran desde lejos. Así que, con todo flotando y todo visto con ojos miopes que solo ven los cachos gordos, tengo la sensación de que nuestra vida pública se llenó de constitucionalistas y valientes. Quien crea que las palabras tienen siempre sentido y trate de formarse una idea de lo que son los constitucionalistas se equivoca. Andy Clark explicó que las palabras se parecen a los manglares. Parece lógico que sea primero el suelo que las plantas que arraigan en él. Pero los mangles lo hacen al revés. Sus raíces hundidas en el agua van atrapando material y espesándolo hasta que se forma un suelo. Ahí fue primero la planta y luego el suelo. Lo lógico sería que primero fuera la idea y luego la palabra que la codifica. Pero las palabras tienen mucho de mangle. El mero hecho de decir una palabra hace que la mente enrede en sus ecos algo a lo que se pueda referir hasta que acaba diciendo algo. Primero es la palabra y luego las cosas a las que se refiere y que se fueron espesando en la mente al oírlas. A veces ni siquiera llega a formarse una idea. No busquemos el concepto según el cual los gobiernos autónomos que incorporan la morralla ideológica de Vox son constitucionalistas y el actual Gobierno en funciones no lo es. No hay concepto definible que explique el prodigio. Con los valientes pasa algo parecido. La mayor parte de esas cosas que se dicen porque ya está bien de callar y me importa molestaros tanto como al Perro de Juego de tronos, esas cosas que es valiente decir, son cosas manidas, dichas y redichas y más vistas que el tebeo. Además suelen apuntar hacia los de abajo, por lo que no se corre ningún riesgo por decirlas. No hay concepto de valentía aplicable a la bravura y arrojo con que se ofende o se ataca al débil. Las palabras son así de fértiles en nuestro cerebro. Como los mangles, espesan referencias al hilo de su pronunciación sin falta de idea.
Así por ejemplo, Francisco Rodríguez, laureado empresario llariego, abrió los cursos de la Granda alzando la voz (con zeta) «ahora que hablar está en desuso» para reclamar la supresión de las autonomías, por los quebrantos que suponen para marcar estrategias globales y los codazos fiscales que disparan las disfunciones. También alzó la voz para decir con valentía que los sueldos de los funcionarios ahogan a los contribuyentes (cuando el Arcipreste de Hita decía que el mundo trabaja por dos cosas, la primera por tener mantenencia y la segunda por «haber juntamiento con fembra placentera», es evidente que consideraba que las hembras no eran parte del mundo; por lo mismo, cabe pensar que para Francisco Rodríguez los funcionarios no son parte de los contribuyentes). Su voz lanzó también la andanada habitual contra el sector público. No se pretende aquí hablar de su razón o sinrazón (alguna razón tiene con los entes públicos). Es solo un ejemplo de lo dicho antes. Creo que los constitucionalistas consideraran constitucionalista a Rodríguez. Quien diga que el sistema autonómico es, efectivamente, una máquina de agravios y disfunciones y que hay que cambiar la Constitución será tachado sin duda de no constitucionalista. Saldrían veteranos como Leguina y Guerra haciendo su papel de abuelos cascarrabias a contarnos historias de consensos y transiciones, como si enmendar algo fuera afear el pasado. Lo notable es que quien reniega del estado autonómico, y quiere por tanto una modificación más estructural de la Carta Magna, sea sin embargo constitucionalista. No sé qué valentía hay en reiterar topicazos como el peso de los funcionarios y sector público.
Y digo que son topicazos más por lo que falta que por lo que se dice. En la lista de cosas que el Estado debería quitarse de la chepa siempre aparecen despidos y reducción de servicios básicos que pasarían a ser de pago. Nunca aparece, por ejemplo, la Iglesia. La lista de privilegios costosos para el Estado y desmoralizantes para los contribuyentes (funcionarios incluidos) es interminable. Aznar les regaló para su lucro nada menos que la Mezquita de Córdoba y decenas de miles de edificios más. Rouco Varela vive en un casoplón exento de IBI en el centro de Madrid en el que se gastó la Iglesia medio millón de euros en reformas, sacado de todo eso que el Estado le da a la Iglesia. No se sabe por qué hay una parte del IRPF cuyo destino no es decidido por el Gobierno, sino por los contribuyentes que se lo quieran dar a la Iglesia, por ejemplo, para financiar un canal privado de televisión. Tampoco aparecen en la lista de Rodríguez esa inmensidad de sociedades parásitas, como la que dirige Suárez Illana con sus fondos en Andorra, que sangran la recaudación fiscal; ni las ingenierías por las que los ricos escurren el bulto. Y ya que menciona al empresariado como un gremio callado que solo habla cuando hay algo que decir, tampoco aparecen los interminables enredos empresariales y políticos, la compra de favores y las adjudicaciones parásitas a cargo de los contribuyentes. El sueldo de los funcionarios es el problema. Nadie busque el concepto de valentía según el cual lo valiente es callarse lo que atañe a los privilegiados y poderosos y alzar la voz (con zeta) hacia las áreas de gasto de las que dependen los servicios de la población. Por cierto, allí estaba escuchando Enrique Fernández, el Consejero de Industria de uno de esos horribles gobiernos autónomos. No sé si tendrá algo que decir de afirmaciones tan valientes y constitucionales. Quizá el nuevo Gobierno se esté entrenando para el 8 de setiembre, cuando celebrarán nuestro Día de Asturias yendo misa a escuchar las palabras del muy constitucional obispo Sanz Montes, que todos los 8 de setiembre asume riesgos derrochando valentía.
Como digo, las palabras constitucionalista y valiente circulan con intención y sin ideas. El país se llenó de valientes. Los caras más visibles (el masculino no es una errata) quizá sean los mencionados Leguina y Guerra, pero hay muchos. Hacen frente a esa manera de hablar de las feministas, a la corrección política y a todo lo que ellos no asimilan y sienten que los amenaza o deja atrás el mundo en el que pintaban algo. Salen ahora transidos de constitucionalismo y henchidos de valentía ante tanta amenaza. Pero en la época de Rajoy se socavaron sin piedad y con brutalidad los pilares de nuestro sistema de convivencia, justo los que consagra esa Constitución tan querida por los constitucionalistas. ¿Por qué les molestaría tanto que Pablo Iglesias les leyera artículos de la Constitución donde se establecían esos derechos? Entonces todos estos tuvieron la valentía de callarse. Mientras se decía que había que trabajar siendo ancianos y que las pensiones públicas se esfumarían, mientras se ponían tasas a la atención sanitaria y se vetaba con tasas mayores el acceso a la administración de justicia y mientras se intensificaba el proceso de entregar los dineros públicos de la enseñanza a la Iglesia, los constitucionalistas se callaban. Lo valiente es pedir más desprotección para la mayoría y más amparo para los privilegios.
Lo cierto es que con esta calma de agosto se aprecia que esas palabras y su efecto manglar funcionan. Funcionó su intoxicación. No consigo ver en la canícula veraniega un trozo gordo que corresponda a posiciones progresistas. Lo de la sociedad civil esa que ahora marea Pedro Sánchez no hace ese efecto. Esto de buscar la investidura hablando con la sociedad civil en vez de con los políticos, además de ser una tontería, corre el riesgo de parecerlo. Abascal intenta que funcione lo de la España que madruga, aunque sea por antífrasis, después de gandulear trincando el dinero público en la corte de Aguirre. Pero es demasiado pintoresco. Cuando se simplifican las cosas en la modorra desganada de agosto, se ve más claro que la izquierda no se dedica a dirigirse a la gente, sino que concentra sus esfuerzos en tener razón. Qué pereza que se tenga que acabar este mes. Qué setiembre.