viernes, 31 de enero de 2014

Lo que legitiman los votos

[Columna del sábado en Asturias24 (www.asturias24.es)].
Las dictaduras son malas siempre. Las democracias son buenas a veces. Retengamos esta idea y hagámonos las primeras preguntas a partir de ejemplos.
La ley del aborto causó rechazo nacional y sobresalto internacional. El estruendo hizo que los gobiernos autónomos del PP dijeran que ellos no habían sido, que la Vicepresidenta haya negado tres veces a Gallardón y que la ultraderecha francesa haya tenido que decir que ellos no harían eso, para evitar contagios. Y que la Iglesia calle y apenas diga lo contenta que está, sabiendo que, a diferencia de Jesucristo, sus dedos no curan sino que deprimen cuanto tocan. Gallardón se parece cada vez más al androide malo de Terminator 2. El androide tenía la capacidad de mimetizar a cualquier persona o cosa de su tamaño y (spoiler) al ser arrojado al final a una caldera hirviente, en las convulsiones que daba mientras se derretía, iba adoptando al azar todos los físicos que había remedado, cada persona copiada por él aparecía fugazmente en la caldera como un espasmo. Gallardón se va consumiendo con cada silencio de los suyos y con cada alboroto de la mayoría y, mientras se derrite, va soltando en sacudidas y al azar estremecimientos jurídicos en sucesión caótica, como sustos del estado de derecho. Así, en su agitación ya desnortada fue invocando la violencia estructural de género (?), la condición de víctimas de las mujeres, la igualdad jurídica de los discapacitados, las libertades ampliadas de la mujer, la mejora de la economía, …, todo un pack de delirios.
Pero a lo que vamos. La ley del aborto ofende, pero supongamos que gana las elecciones el PP. El Gobierno diría que tiene legitimidad para sacar adelante esa ley, puesto que la mayoría de la gente los habría votado. ¿Le darían esa legitimidad los votos renovados?
Sigamos. En esta legislatura no hubo día sin sobresaltos para los débiles. Nuestra salud de hierro y nuestro buen aspecto aconsejó retrasar la edad de jubilación, suprimir plazas sanitarias, eliminar urgencias médicas y castigar las bajas por enfermedad. Los parados necesitan estímulos para trabajar y por eso se reduce el subsidio de desempleo. Trabajar empieza a ser un privilegio y para moderarlo y avanzar hacia la igualdad se facilita el despido. Se estimula la producción cultural subiendo el IVA. En educación se vuelve a la cultura del esfuerzo suprimiendo becas y subiendo tasas (Gomendio sabe de eso, que siempre se las tuvo que arreglar con sus propios millones, sin ayuda de nadie). Para que nadie crea que los discapacitados o los enfermos crónicos son ciudadanos de segunda, se les trata como a los demás, eliminando las ayudas a la dependencia.
Los sobresaltos tuvieron su contrapunto en las decenas de miles de millones de euros que se enterraron en bancos y cajas maltratados por sus insaciables gestores, que del disgusto tuvieron que jubilarse, llevándose en pensiones en algunos casos el diez por ciento del valor de la entidad y respetando el otro noventa con altura de miras. La ministra de sanidad cobró dinero abundante y delincuente de tramas mafiosas, pero como estaba más enamorada de su ex-marido que una infanta, confiaba con candor en la bondad de aquel maná. El Presidente cobró dinero oculto de esa mafia, pero primero dijo que sobre eso ya tal y luego que ya se había explicado. Maridos y tesoreros cobraron fortunas en diferido, sin trabajo ni contrato. Conocidos prevaricadores y cultivadores de cohechos, investigados y condenados, se pasean por la calle porque aún no consta que Gallardón no los vaya a indultar. En asuntos de gente ya nacida Gallardón es un poco lento. Para animar la economía se subieron todos los impuestos a los comunes y se decretó amnistía fiscal para los grandes.
Todo esto fue llamado, haciendo llorar al diccionario, “reformas y ajustes” y provocó dolor, desconcierto y agitación. Y volvemos al tema. Si el PP vuelve a ganar, ¿habrá legitimado la población todo este sindiós? ¿Tendrá derecho el Gobierno a decir que sus reformas y ajustes fueron comprendidos y apoyados por el pueblo?
Podríamos seguir. El Ministro del Interior, mientras espera a que termine su trabajo Santa Teresa, convierte en delito toda forma de protesta y Gallardón el Concebido bloquea con tasas el acceso a la justicia para que todo valga. Y siempre llegaríamos a la misma pregunta. ¿Un nuevo triunfo del PP daría legitimidad a la represión y a las vacaciones de la justicia?
Volvamos por donde empezamos. Las democracias, sin dejar de serlo, pueden ser buenas o malas formas de convivencia. Supongamos que un partido presenta en su programa el despido masivo de todo tipo de funcionarios para poner en las dependencias públicas sólo a personas nombradas por los gobernantes, militares incluidos. Y supongamos que proponen que la asistencia sanitaria se restrinja a quienes sean católicos y estén bautizados. Si consigue la mayoría y ejecuta su programa, el proceso habrá sido democrático y lo seguirá siendo mientras se requieran los votos de la mayoría para seguir en el poder. Pero sería una democracia de mala calidad, comparable a una dictadura por su sectarismo. No todo debe estar en juego, deben estar garantizadas ciertas continuidades, el que pierda no lo puede perder todo, para que la democracia y la convivencia sean de calidad.
De la misma manera, la democracia tiene más o menos calidad, es una forma más digna de convivencia o más cercana a una indeseable dictadura de facto, según el alcance que se le dé a lo que los votos legitiman. En una sociedad saludable, los votos no legitiman cuatro años de gobierno ensimismado ajeno a los ciudadanos. No legitiman una interminable cantidad de gestores y electos de listas cerradas que lo son por su relación con el aparato de uno de los partidos del duopolio, en vez de por el apoyo directo de los administrados. La gente no quiere que le quiten el médico de guardia, ni que reserven la enseñanza universitaria para los ricos porque es “no obligatoria”, ni que los multen por protestar cuando Coca-Cola cierra porque sí fábricas que obtienen beneficios. Las mujeres no quieren ser madres a la fuerza y nadie quiere a ladrones impunes y bancos saqueados sobre sus riñones. No hay votación que legitime tales golpes a la decencia. Si cada elegido se debiera a sus electores y no a la posición en la lista cerrada que le da el aparato, se cuidaría de ofender y menospreciar a la gente. Si el Gobierno fuera más poroso, tuviera una retroalimentación más viva con los sectores a los que administra, no podría pasarse cuatro años a sus anchas sin deberse a nada ni nadie, como si alguien les hubiera dado ese salvoconducto.
Y entonces la gente ¿por qué los vota? El PP, o quien sea, siempre puede decir que si se les da la mayoría de los votos será por algo, salvo que consideremos tontos a los votantes. Y en su desesperación hay gente que así lo piensa y lo dice. El impulso del voto tiene muchos resortes y no sólo el acuerdo con una política realizada. Una de las frases políticas más inteligentes por su brevedad y claridad la pronunció De Gaulle para atajar aquel mayo del 68: yo o el caos. La gente huye de la intemperie y del frío, quiere un hogar y unos mínimos. No vota a los partidos “grandes” porque esté más de acuerdo con ellos o porque se fíe más de ellos. Es que los ve grandes, capaces de sostener la comunidad sin que se venga abajo el edificio. Incluso si los indignan los grandes, no votarán a partidos pequeños, más que una minoría, porque no quieren el caos e incertidumbre que trae la pequeñez. La gente no quiere todas estas cosas que pasaron esta legislatura, pero votará al PP si cree que los otros serán más incapaces para protegernos del caos y la intemperie. Con dinero suficiente (en blanco, en negro, en directo o en diferido, pero dinero) se puede organizar una campaña que refuerce los elementos de identificación con una persona y con un discurso y se puede modular el golpe emocional que en un momento dado determina nuestra conducta en las urnas. No es cuestión de si la gente es tonta o libre. Nadie puede negar el efecto en la conducta de una campaña publicitaria.

Asumir que una votación mayoritaria da legitimidad para todo, sin retroalimentación con los ciudadanos, es atropellar objetivamente la verdadera voluntad y las verdaderas aspiraciones de la población. La gente no quiere todo el lote o nada, yo o el caos. Vota porque tiene una preferencia, pero habrá cosas que no les guste de entre todo el lote que vota y no quiere un portazo hasta dentro de cuatro años. Es un ejemplo de las malas prácticas que quitan a la democracia el brillo que la distingue de las dictaduras. Y en una democracia sin brillo como esta en la que nos columpiamos ninguna mayoría de votos expresa conformidad con insultos diarios a la convivencia ni da legitimidad al continuo sobresalto de los débiles.

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