Las dictaduras son malas siempre.
Las democracias son buenas a veces. Retengamos esta idea y hagámonos las
primeras preguntas a partir de ejemplos.
La ley del aborto causó rechazo
nacional y sobresalto internacional. El estruendo hizo que los gobiernos
autónomos del PP dijeran que ellos no habían sido, que la Vicepresidenta haya
negado tres veces a Gallardón y que la ultraderecha francesa haya tenido que
decir que ellos no harían eso, para evitar contagios. Y que la Iglesia calle y apenas
diga lo contenta que está, sabiendo que, a diferencia de Jesucristo, sus dedos
no curan sino que deprimen cuanto tocan. Gallardón se parece cada vez más al
androide malo de Terminator 2. El androide tenía la capacidad de mimetizar a
cualquier persona o cosa de su tamaño y (spoiler) al ser arrojado al final a
una caldera hirviente, en las convulsiones que daba mientras se derretía, iba
adoptando al azar todos los físicos que había remedado, cada persona copiada
por él aparecía fugazmente en la caldera como un espasmo. Gallardón se va
consumiendo con cada silencio de los suyos y con cada alboroto de la mayoría y,
mientras se derrite, va soltando en sacudidas y al azar estremecimientos
jurídicos en sucesión caótica, como sustos del estado de derecho. Así, en su
agitación ya desnortada fue invocando la violencia estructural de género (?),
la condición de víctimas de las mujeres, la igualdad jurídica de los
discapacitados, las libertades ampliadas de la mujer, la mejora de la economía,
…, todo un pack de delirios.
Pero a lo que vamos. La ley del
aborto ofende, pero supongamos que gana las elecciones el PP. El Gobierno diría
que tiene legitimidad para sacar adelante esa ley, puesto que la mayoría de la
gente los habría votado. ¿Le darían esa legitimidad los votos renovados?
Sigamos. En esta legislatura no
hubo día sin sobresaltos para los débiles. Nuestra salud de hierro y nuestro
buen aspecto aconsejó retrasar la edad de jubilación, suprimir plazas
sanitarias, eliminar urgencias médicas y castigar las bajas por enfermedad. Los
parados necesitan estímulos para trabajar y por eso se reduce el subsidio de
desempleo. Trabajar empieza a ser un privilegio y para moderarlo y avanzar
hacia la igualdad se facilita el despido. Se estimula la producción cultural
subiendo el IVA. En educación se vuelve a la cultura del esfuerzo suprimiendo
becas y subiendo tasas (Gomendio sabe de eso, que siempre se las tuvo que
arreglar con sus propios millones, sin ayuda de nadie). Para que nadie crea que
los discapacitados o los enfermos crónicos son ciudadanos de segunda, se les
trata como a los demás, eliminando las ayudas a la dependencia.
Los sobresaltos tuvieron su
contrapunto en las decenas de miles de millones de euros que se enterraron en
bancos y cajas maltratados por sus insaciables gestores, que del disgusto
tuvieron que jubilarse, llevándose en pensiones en algunos casos el diez por
ciento del valor de la entidad y respetando el otro noventa con altura de miras.
La ministra de sanidad cobró dinero abundante y delincuente de tramas mafiosas,
pero como estaba más enamorada de su ex-marido que una infanta, confiaba con
candor en la bondad de aquel maná. El Presidente cobró dinero oculto de esa
mafia, pero primero dijo que sobre eso ya tal y luego que ya se había
explicado. Maridos y tesoreros cobraron fortunas en diferido, sin trabajo ni
contrato. Conocidos prevaricadores y cultivadores de cohechos, investigados y
condenados, se pasean por la calle porque aún no consta que Gallardón no los
vaya a indultar. En asuntos de gente ya nacida Gallardón es un poco lento. Para
animar la economía se subieron todos los impuestos a los comunes y se decretó
amnistía fiscal para los grandes.
Todo esto fue llamado, haciendo
llorar al diccionario, “reformas y ajustes” y provocó dolor, desconcierto y
agitación. Y volvemos al tema. Si el PP vuelve a ganar, ¿habrá legitimado la
población todo este sindiós? ¿Tendrá derecho el Gobierno a decir que sus
reformas y ajustes fueron comprendidos y apoyados por el pueblo?
Podríamos seguir. El Ministro del
Interior, mientras espera a que termine su trabajo Santa Teresa, convierte en
delito toda forma de protesta y Gallardón el Concebido bloquea con tasas el
acceso a la justicia para que todo valga. Y siempre llegaríamos a la misma
pregunta. ¿Un nuevo triunfo del PP daría legitimidad a la represión y a las
vacaciones de la justicia?
Volvamos por donde empezamos. Las
democracias, sin dejar de serlo, pueden ser buenas o malas formas de
convivencia. Supongamos que un partido presenta en su programa el despido
masivo de todo tipo de funcionarios para poner en las dependencias públicas
sólo a personas nombradas por los gobernantes, militares incluidos. Y
supongamos que proponen que la asistencia sanitaria se restrinja a quienes sean
católicos y estén bautizados. Si consigue la mayoría y ejecuta su programa, el
proceso habrá sido democrático y lo seguirá siendo mientras se requieran los
votos de la mayoría para seguir en el poder. Pero sería una democracia de mala
calidad, comparable a una dictadura por su sectarismo. No todo debe estar en
juego, deben estar garantizadas ciertas continuidades, el que pierda no lo
puede perder todo, para que la democracia y la convivencia sean de calidad.
De la misma manera, la democracia
tiene más o menos calidad, es una forma más digna de convivencia o más cercana
a una indeseable dictadura de facto, según
el alcance que se le dé a lo que los votos legitiman. En una sociedad
saludable, los votos no legitiman cuatro años de gobierno ensimismado ajeno a
los ciudadanos. No legitiman una interminable cantidad de gestores y electos de
listas cerradas que lo son por su relación con el aparato de uno de los
partidos del duopolio, en vez de por el apoyo directo de los administrados. La
gente no quiere que le quiten el médico de guardia, ni que reserven la
enseñanza universitaria para los ricos porque es “no obligatoria”, ni que los
multen por protestar cuando Coca-Cola cierra porque sí fábricas que obtienen
beneficios. Las mujeres no quieren ser madres a la fuerza y nadie quiere a
ladrones impunes y bancos saqueados sobre sus riñones. No hay votación que
legitime tales golpes a la decencia. Si cada elegido se debiera a sus electores
y no a la posición en la lista cerrada que le da el aparato, se cuidaría de
ofender y menospreciar a la gente. Si el Gobierno fuera más poroso, tuviera una
retroalimentación más viva con los sectores a los que administra, no podría
pasarse cuatro años a sus anchas sin deberse a nada ni nadie, como si alguien
les hubiera dado ese salvoconducto.
Y entonces la gente ¿por qué los
vota? El PP, o quien sea, siempre puede decir que si se les da la mayoría de
los votos será por algo, salvo que consideremos tontos a los votantes. Y en su
desesperación hay gente que así lo piensa y lo dice. El impulso del voto tiene
muchos resortes y no sólo el acuerdo con una política realizada. Una de las
frases políticas más inteligentes por su brevedad y claridad la pronunció De
Gaulle para atajar aquel mayo del 68: yo o el caos. La gente huye de la intemperie
y del frío, quiere un hogar y unos mínimos. No vota a los partidos “grandes”
porque esté más de acuerdo con ellos o porque se fíe más de ellos. Es que los
ve grandes, capaces de sostener la comunidad sin que se venga abajo el edificio.
Incluso si los indignan los grandes, no votarán a partidos pequeños, más que
una minoría, porque no quieren el caos e incertidumbre que trae la pequeñez. La
gente no quiere todas estas cosas que pasaron esta legislatura, pero votará al
PP si cree que los otros serán más incapaces para protegernos del caos y la
intemperie. Con dinero suficiente (en blanco, en negro, en directo o en
diferido, pero dinero) se puede organizar una campaña que refuerce los
elementos de identificación con una persona y con un discurso y se puede
modular el golpe emocional que en un momento dado determina nuestra conducta en
las urnas. No es cuestión de si la gente es tonta o libre. Nadie puede negar el
efecto en la conducta de una campaña publicitaria.
Asumir que una votación mayoritaria
da legitimidad para todo, sin retroalimentación con los ciudadanos, es atropellar
objetivamente la verdadera voluntad y las verdaderas aspiraciones de la
población. La gente no quiere todo el lote o nada, yo o el caos. Vota porque
tiene una preferencia, pero habrá cosas que no les guste de entre todo el lote que
vota y no quiere un portazo hasta dentro de cuatro años. Es un ejemplo de las malas
prácticas que quitan a la democracia el brillo que la distingue de las
dictaduras. Y en una democracia sin brillo como esta en la que nos columpiamos
ninguna mayoría de votos expresa conformidad con insultos diarios a la convivencia
ni da legitimidad al continuo sobresalto de los débiles.
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