Ya lo decía yo, están diciendo todos. Para el graduado Pablo Casado el resultado de Vox demuestra que él tenía razón. Vox es el PP escurrido y concentrado, lo que es el PP cuando están a solas y llaman al pan pan. Es lo que él decía en las primarias, que Soraya era hojarasca sin tronco ni raíz y esos diputados de Vox demuestran lo que él decía, que somos lo que nos decimos cuando no nos oye nadie. Rivera también se dice que ya lo decía él, que constitución y Franco no son incompatibles, que él sólo ve españoles. Susana Díaz dice que ya lo decía ella, que con tanto populista y separatista enredado con Sánchez pasa lo que pasa. Sánchez y Ábalos se dicen que ya lo decían ellos, que no es no, y que Susana Díaz no es que deba dimitir, pero el PSOE andaluz tiene que regenerarse sin ella. Errejón y Llamazares se estarán diciendo que ya lo decían ellos, que Unidos y Podemos no pegan.
Lo de Vox tiene que ser culpa de alguien. La izquierda está llena de egos y ya rugen sus púlpitos. Lo de Vox es culpa de la izquierda. Esa es la liturgia, a pesar de las evidencias: la izquierda no lleva a la gente al fascismo; y si resulta que por mover la momia de Franco salen de sus alcantarillas, es que ya estaban ahí y no fueron los polvos de hadas de la izquierda. La clase baja está cada vez más desprotegida, pero no porque la haya abandonado la izquierda. El supuesto apoyo a la extrema derecha de la clase baja desesperada y abandonada por la izquierda es una necedad de chigre. Hay, sí, una capa baja que vota a la extrema derecha, pero demasiado fina en el sandwich ultra para ser relevante. A la extrema derecha la apoyan y la financian gente rica y organizaciones ultraconservadoras (ya oímos a algún obispo). Los puntos exigidos por Vox se concentran en la reivindicación de Franco y el centralismo, el machismo sin maquillar y la bajada de impuestos a los ricos (incluido el de sucesiones). No hay nada para las clases bajas. Hay extrema derecha, y no extrema izquierda, simplemente porque la extrema derecha es viable, porque tiene financiación y el sistema acepta esa deformidad, y ni una ni otra cosa ocurre con la extrema izquierda. La extrema derecha es cosa de ricos y acomodados con especial impiedad.
Lo divertido de la tesis de que la izquierda abandonó a las clases bajas no es la afirmación en sí, ni la de que eso convierte en fascistas a los más débiles (como si el fascismo fuera cosa de débiles). Lo divertido es la manera en que el relato establece que la izquierda abandona a las clases bajas. La izquierda se distrae de las desigualdades de clase porque anda con flores en la cabeza en causas feministas, animalistas, LGBTI o veganas y las clases bajas se entregan a nuevos credos enérgicos. Se citan causas variadas, urbanas y universitarias, pero en realidad el enfado es con el feminismo. Si no fuera tan activo el feminismo, no molestaría a ninguna izquierda el veganismo ni la retirada del timbre en las escuelas porque sobresalta a los niños. No se ve por qué la indignación ante cada violación, cada mujer muerta o cada estereotipo irritante distrae de la desigualdad de clase, como si además la condición de mujer no fuera un factor estadístico de pobreza o menoscabo económico. Los prejuicios de género son tan profundos como los raciales y afloran en los más variados dialectos según se sea obispo, novelista, ex político en formol o teórico de la revolución.
La izquierda tiene culpa de que la gente no los vote, pero no de que haya votos fascistas. Y por eso no es bueno reaccionar como un juguete roto. A veces hay más sabiduría en la tozudez que en tomar nota y cambiar. Una vez decía en un corrillo que también es bueno no aprender. Si le ponemos a un alumno un examen aparte porque no podía ir en la fecha oficial y luego sabemos que nos mintió, lo prudente es no aprender. A base de escarmentar y no volver a tropezar en cada piedra, con los años te vas convirtiendo en este tipo raro y hosco que nadie sabe qué le pasa ni dónde tiene la escocedura. La izquierda no tiene que tomar nota y hacerse un poco más nacionalista y severa con los inmigrantes. Ni tiene que aprender de la experiencia y ser más displicente con la desigualdad de género. Ni añadir alboroto al estrépito independentista. Es decir, no tiene que inyectarse una dosis leve de la brutalidad ultra para conjurarla. Ni tampoco decretar alarmas fascistas desencajadas. Pero no está mal que reflexione. Al menos sobre tres cosas.
En primer lugar, la izquierda toleró, por renuncia o por incompetencia, un discurso sobre el franquismo y la reconciliación equivocado. En ese discurso se identifica a Franco con la guerra y a partir de ahí vienen las milongas de dejar atrás aquella contienda fratricida y de no remover viejas heridas, como si la guerra hubiera terminado en el 75. La guerra terminó en el 39. Y Franco siguió persiguiendo y matando hasta el 75. Siempre se dijo que era un dictador, pero la izquierda no introdujo en el imaginario común con la debida gravedad que Franco fue un criminal, con más víctimas y calamidades que ETA. La derecha nunca cortó las sondas por las que le llegaban materiales franquistas y la abulia izquierdista permitió que siempre se pudieran enhebrar hilos franquistas en los discursos conservadores sin que se perciba tal cosa como complacencia con el crimen. Es notable que hoy el nombre de Venezuela sea más antisistema que el de Franco. Y el PSOE no debe olvidar quién sembró la patraña de Venezuela en España: fue Felipe González y sus oscuros intereses y razones para que Podemos no se acercara al Centro Nacional de Inteligencia. Ahora le escupen también al PSOE el nombre de ese país, al que algún día habrá que pedir disculpas, mientras se vitorea a Franco a plena luz del día.
En segundo lugar, la socialdemocracia en general y el PSOE en particular deberían empezar a comprender que los consensos no tienen por qué alterar los idearios. Una cosa es que se llegue a consensos y compromisos que incluyan la monarquía y otra distinta que dejes por ello de ser republicano y mantener en la agenda pública tu condición de republicano. Es sólo un ejemplo. La socialdemocracia tiende a convertir en ideario propio el consenso con otras fuerzas, por lo que el ideario de partida se va desdibujando y la socialdemocracia se va vaciando de contenido y convirtiendo en apenas un colorante del caudal neoliberal. Cuanto más voraz y poderosa es la otra parte, más combativa es la actitud de mantenerte en el mismo sitio y la socialdemocracia prefiere su condición de establishment que la actitud de lucha. Hasta que desaparece de todas partes. Aquí el PSOE cree que ya pasó su mal momento y se equivoca.
Y en tercer lugar, en la izquierda hay un problema de identidad que se mueve, según los casos, entre la autoafirmación adolescente y el narcisismo y que afecta a políticos y votantes. El votante de izquierda ideologizado no percibe su voto como algo instrumental sino como una descripción de sí mismo. Los líderes le dan motivos sobrados de deserción (que nos lo digan a los gijoneses), pero no necesita mucho. Deja de votar a la mínima y confunde la exigencia con la falta de compromiso. Pero esa plaga está enredada en los políticos. Ahí tenemos a unos cuantos egos montando Actúa u otras agrupaciones inanes con cara de trascendencia y siempre por la integración donde yo sea visible. Y ahí tenemos los jolgorios de Podemos, que serían bienvenidos si hubiera forma de explicarlos como diferencias de ideas o estrategias y no confrontaciones de egos o efectos de intrahistorias espurias.
El coscorrón andaluz no requiere reacciones nerviosas ni alarmas sin rumbo, sino repasar el rumbo, exigirse un poco más y dejar de hacer el memo. Los niñatos narcisistas que vayan a tratarse, los votantes que muevan un poco el culo y dejen de ser tan estupendos y los que no quieren molestar que sean honestos y se pasen a Ciudadanos, que para eso está.