Enseguida llega el Día de Asturias. Llega todos los años, como un susto, cuando todavía no despegamos de nosotros las últimas hebras de la modorra de agosto. La jornada viene distinguiéndose por cierta forma de silencio y por cierta forma de tradicionalidad. Pocas veces Asturias es motivo de atención informativa, por incomunicada que esté o por excepcional que sea su declive. Si no hay alguna truculencia, los asuntos de aquí son inexistentes. El 8 de setiembre es el día en que Asturias está por un momento en el centro del escenario. Por eso es el día en que más se nota que el dos por ciento del Estado que es Asturias es inaudible en el murmullo ibérico. No solo es el día que más se oye el silencio fuera, sino también dentro. El Día de Asturias aún no tiene cuerpo y contenido dentro de la propia Asturias. Y además del silencio, la tradición. Las tradiciones nos gustan porque nos identifican y dan raíz. Pero no debemos olvidar de qué están hechas y que muchas veces hay que entresacar sus materiales como cuando había que desparramar las lentejas en la mesa para quitar el grijo que llevaban disuelto. Las tradiciones las sostiene la complacencia colectiva en reconocerse como grupo, pero también la simple pereza y rutina. No hace falta ser un fanático de la corrección política para comprender el racismo torpón de la imagen de marca de los Conguitos, desde el nombre que parece una rechifla del Congo, hasta la imagen física que hace comicidad de los rasgos raciales africanos. Es difícil explicar a un extranjero de visita que ni siquiera habíamos reparado en caso tan llamativo. Los Conguitos siempre estuvieron ahí en el quiosco, la costumbre hace que no reparemos en ello y la inercia y la pereza hace que tampoco derrochemos indignación. Las tradiciones son siempre fósiles de costumbres o hechos pasados sin motivación presente, y a veces son una especie de sonda por la que el pasado sigue bombeando materiales dañinos impropios de los tiempos. El Día de Asturias está montado sobre un armazón tradicional que incluye un pasado de guerreros heroicos tirando morrillos a infieles con Vírgenes haciendo milagros y un presente de dirigentes políticos en misa genuflexos ante el arzobispo. A ocho días del Día de Asturias sólo se intuye esa pereza que mantiene el bombeo del pasado.
Barbón ofreció en las elecciones su hilo directo con el Presidente, como si en Asturias ese hilo directo no hubiera sido siempre el hilo de una marioneta. Por ejemplo, Adriana Lastra, asturiana con hilo directísimo con Sánchez, dijo que ella viajaba mucho, veía lo que había y que la situación de Asturias es envidiable. Es notable la percepción de sí mismos que da el poder o la ilusión de tenerlo. De repente Lastra cree que es la única que viaja y viene a hablarnos del mundo más allá del Huerna. Y además viene a decirnos lo que todos los socialistas que tuvieron hilo de marioneta con el poder nos dijeron siempre: que todo va bien y que por qué se nos ve tan tristones. Recuerdo cuando el difunto Martínez Noval era ministro de González, cuando todavía existía Hunosa y Ensidesa era para siempre, cuando ya habíamos padecido cierres industriales y faltaban los peores, y decía que no entendía nuestro pesimismo, que todo era un estado de ánimo. Ni estando en el Gobierno el hilo de Asturias con el poder dejó de ser el hilo de marionetas. Lo que se deduce a partir de las noticias del exterior que nos trae la viajada Adriana Lastra es lo que no hay que deducir sino solo comprobar a partir de aquello que decía Martínez Noval y el resto del sursuncorda socialista llariego en los ochenta y noventa: que no nos van a hacer maldito caso.
Barbón tiene un Día, con mayúsculas, para ir mostrando esas galas de cambio con las que llegó. Tiene un Día para decir, con los rodeos que le parezca bien, que cuando el gobierno de Sánchez planteó la transición energética, se refirió a los «ajustes» que nos tocaban con la amnesia habitual de los gobiernos centrales con Asturias. Ninguna comunidad española bajó tanto su situación económica como la nuestra. El planteamiento de cualquier «ajuste» en Asturias debería guardar el recuerdo de cuántos «ajustes» hubo en estas últimas décadas y de qué envergadura. Será un buen Día para que Barbón se ponga serio con las tarifas de las empresas eléctricas con nuestra industria. Es el Día en que debería bramar por el aislamiento insultante de nuestra región, que ya no es orográfico. Adriana Lastra, que viaja mucho, podría explicarle nuestra peculiaridad. Debería decir Barbón el día 8 que la vida se va de Asturias y no se renueva. En la Plaza Mayor de Gijón Pachi Poncela decía sobre los pueblos asturianos que llevan más de diez años sin nacimientos: «¿Qué pasó? ¿Perdióse la afición, ho?» Era una coña de cinco estrellas. El desagüe demográfico es el efecto de todo lo demás. Y podría ser el Día en que Barbón dijera que el estado actual es un conjunto de autonomías rompiendo sobre el Gobierno central en un juego muy asimétrico, donde Madrid puede por su tamaño hacer de paraíso fiscal interno, succionar dinero de los servicios públicos de los demás y llevarlo a negocios privados, donde ciertas comunidades juegan un juego político absolutamente inorgánico y donde el dos por ciento del Estado es apenas una boya a merced de los elementos.
Y también Barbón podría depurar el soporte tradicional del Día de Asturias de toda la morralla eclesial, por anacrónica y por poco edificante para los usos democráticos. No se trata de desafíos zafios ni de gestos aparatosos. Basta un poco de normalidad. El Día de Asturias no puede seguir expresándose en una ceremonia cuyo protocolo pone al poder político por debajo de la jerarquía eclesiástica. El respeto a las ideas religiosas no requiere que el Presidente tenga que ir a misa a escuchar una homilía del arzobispo que tiene más presencia que el propio discurso presidencial. Barbón no debe participar en ceremonia religiosa alguna precisamente el Día de Asturias. Está en su derecho de ir a misa todos los domingos, pero no el próximo domingo día 8. La razón principal es la normalidad de un día institucional en una democracia. Pero además, Barbón se presentó como un candidato de izquierdas y como un renovador. No debe obviar la situación del país ni dejar de exteriorizar las posiciones que son exigibles a quien se reclama de izquierdas. La política española está fuertemente polarizada, es decir, se hizo muy sectaria y hay una deformación creciente del rival político. No vamos distinguir buenos y malos en esto del sectarismo. Pero no están los dos polos en la misma radicalidad política. No hay extrema izquierda que esté pretendiendo la nacionalización de la banca, la expropiación de la Iglesia o cosas parecidas. No hay extrema izquierda, sin más. Pero sí hay una extrema derecha que quiere explícitamente acabar con las pensiones o con cualquier plan para atajar la violencia sistémica y con patrón que nos queda, que es la de género. Y sí hay una derecha que se radicaliza y que ya en Madrid incluye en la Consejería de Educación una Dirección General para la privatización de la enseñanza, que es lo que es esa nueva Dirección General. La Iglesia es parte de esta polarización. Vox está empleando contra la igualdad exactamente la jerga y principios que fue muñendo estos años el obispado. El Día de Asturias no solo es un día de protagonismo inapropiado del arzobispo en los actos institucionales y un día de confusión anacrónica de Estado e Iglesia. Es un día de propaganda ultraconservadora en la homilía ante las narices de los poderes elegidos. Barbón tiene la obligación democrática de hacer laico el Día de Asturias y la obligación izquierdista de tomar partido contra el papel ultraconservador de la Iglesia, empezando por el Día de Asturias.
A falta de ocho días no oímos nada que suene a novedad. Tengo poca esperanza en gestos políticos. Pero sí tengo curiosidad por saber si la gente está tan acostumbrada al alcanfor del Día de Asturias como a ver los Conguitos en el quiosco o si se empezará a oír el ruidito ese del cartón piedra cuando se resquebraja.
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