Llamar a las elecciones «fiesta de la democracia» no fue ocurrente ni siquiera la primera vez que se dijo, quién sabe cuándo. La expresión ahora deja la sensación pegajosa de todas las expresiones manidas y relamidas. Y por eso quizá esta sea una de las pocas veces que resulta apropiada. La fiesta de nuestra democracia podría ser una de esas fiestas de La dolce vita de Fellini, cuando todos están estragados con hipos de comida y alcohol, dormitando, con la borrachera fundiéndose con el sueño y la resaca y llenos de plumas de almohadones en el sudor pegajoso. Es difícil llenar más de hastío y empalago a la gente. Cinco meses de mezquindad, mediocridad, parasitismo y falta de talento y actitud de servicio.
Tras el Gobierno de Sánchez, las desigualdades escandalosas siguieron creciendo, porque se mantienen las leyes laborales injustas y la fiscalidad inmoral que las provocan; siguen macarreando y repartiendo mamporros judiciales los Abogados Cristianos porque sigue siendo delito ofender a los católicos intransigentes; sigue la ley mordaza; seguimos teniendo la cadena perpetua; la Ministra de Educación tranquilizó a la enseñanza concertada y no tuvo palabras para los pelos de punta de la enseñanza pública; y Franco sigue en un Valle de los Caídos reforzado como lugar de peregrinaje de Arzobispos y como feudo del abad y su falange, mientras la familia del tirano se ríe del país. Pero el resultado de las elecciones había sido tan claro que nadie podía aspirar a influir en la política nacional más allá de lo que Sánchez quisiera concederle y el PSOE era el mayor partido socialdemócrata de Europa. Tanto había sido el éxito que Celáa se refería con desgana a su único socio posible como «acompañante». Empezaron a encadenar pretextos para dejar a UP fuera del Gobierno. Decían que Podemos bloqueaba las medidas más progresistas de Europa a la vez que buscaban el desembarco de su Ministra de Economía en el FMI, ese nido de progresistas. Las encuestas y la frivolidad empezaron a convencer a Sánchez de que su verdadero interlocutor era el pueblo. Empezó a sentirse con el pueblo como el Barça con Neymar: quiere que haga un gesto claro para que sus rivales achanten. Las encuestas les van bien y siempre pueden ofrecer mejorar las leyes laborales y la fiscalidad, quitar el delito de ofensa a la religión, derogar la ley mordaza, quitar la cadena perpetua, apoyar a la enseñanza pública y sacar a Franco del Valle de los Caídos. El programa les podría valer para dos legislaturas perseverando en no hacer nada. Lo del insomnio que le produciría dejar trastos delicados del Estado en las manazas de Podemos le da un toque de hombre de Estado. Desgraciadamente, la pachorra con que dejaba a Carmen Calvo hablar del Open Arms y meter morcillas las negociaciones con Podemos y el temple con que dejaba la cultura y la investigación en manos de celebridades indican que debe ser persona de sueño profundo.
El afán de Podemos de estar en el Gobierno tenía valor, por mucho que pretendieran unos y otros afear el empeño como una apetencia torpe de sillones. Tenía significado romper el tabú que impedía que hubiera ministros a la izquierda del PSOE. Durante décadas IU fue la tercera formación en número de votos y estuvo castigada por la ley electoral y con el acceso al Gobierno prohibido, como si cada ministerio que pudieran tener fuera un roto por el que la democracia y la paz fueran a escurrirse. La propia IU se instaló con comodidad en esa rutina limitando sus apetencias a ser una izquierda reconocible donde pudieran aparcar su identidad los izquierdistas. Era importante que hubiera ministros republicanos y a la izquierda del PSOE. Era importante la foto que mostrara al país que en España puede gobernar una coalición de izquierdas si los ciudadanos lo tienen a bien. A estas alturas nadie se va a caer de un guindo y creer que un gobierno con ministros de Podemos sería necesariamente mejor que uno sin ellos. Todas las pistas que dieron apuntan a que la presencia de Podemos en un Gobierno estaría más dictadas por lealtades que por prioridades de gestión y cambiar la vida a la gente. Pero su presencia hubiera sido como quitar un corsé a la democracia. El problema es que no parece que el propio Iglesias percibiera la importancia de ese paso. Hizo bien en intentar tener peso en el Gobierno, pero mal en desdeñar el avance que hubiera supuesto la mera presencia de la izquierda en el Gobierno y de hecho hay pocas dudas de que hubiera aceptado en septiembre lo que rechazó en julio. Estuvieron tan ajenos al país y tan pendientes de tácticas y tactismos de baratillo como Sánchez. Sánchez miraba el crecimiento del PSOE en las encuestas, mientras Iglesias miraba en las mismas encuestas cómo un número más reducido de diputados de UP podía ser más decisivo. Mientras tanto, la desagregación social sigue creciendo.
La banca, la patronal y la prensa biempensante hicieron en su día una campaña asfixiante para que el PSOE le diera sin contrapartidas el poder a Rajoy. Felipe González estaba frustrado, decía, y movía hilos. Apretaron al PSOE como un grano hasta que Sánchez salió despedido como si fuera una espinilla. Antes el PSOE roto que otras elecciones. No se siente ahora tanta presión ni se percibe tanta urgencia para evitar otras elecciones, a pesar de que ahora el daño es mayor por acumulación. El hecho de que tantos poderes y tanto veterano socialista coincidieran en aquel virulento episodio y el hecho de que Sánchez reconociera las presiones que tuvo para no formar gobierno con Podemos confirman que algunos mandones siguen creyendo que la presencia de la izquierda en el Gobierno no depende de la voluntad popular sino de la suya. Su tibieza actual demuestra que su agitación de entonces no era por la patria ni por sentido de Estado, ni por el desatino de una nueva convocatoria electoral; mírenlos ahora durmiendo tan tranquilos como Pedro Sánchez. Por eso sería una pésima señal que el desenlace fuera un gobierno del PSOE con Rivera en el ajo, que es la pieza con la que quieren revestir de moderación que se haga su santa voluntad sin que parezca un apaño como parecería si es el PP en persona quien se aviene.
No se sabe qué más tiene que hacer Rivera para dejar de parecer moderado. Ni en sus propuestas ni en sus pactos hay más que sectarismo. Hasta en las formas dejó de ser moderado. A sus acólitos les duelen los oídos de su griterío desnortado. Ni se sabe qué más tiene que hacer para que dejen de considerarlo persona fiable. Pero lo más grave es que se le puedan mantener credenciales para los asuntos comunes a quien está en gobiernos pactados con la extrema derecha. Ninguna remota insinuación de pacto debería hacer Sánchez con C’s que no empezara por la ruptura inmediata de los gobiernos de Madrid y Andalucía y el ayuntamiento de Madrid. Pactar, por activa o por pasiva, con quien está normalizando a la extrema derecha en nuestras instituciones es normalizar a la extrema derecha. Vox no escatima mostrar lo más despreciable de sus sórdidas pretensiones políticas. Eligieron la única violencia sistémica que nos sacude, la de género, para ponerse contra las víctimas de manera repugnante. Fue todo un cuadro que en fechas cercanas se viera a Ortega Smith abrazándose en Chile con seguidores de Pinochet y se publicara un libro que detalla el ensañamiento del dictador con las mujeres, con violaciones, ratas vivas en vaginas y otros horrores. Nadie que firme acuerdos con estos simpatizantes está acreditado para pactos de Estado ni para conversaciones de alcance con progresistas. Vox es un estigma en la frente de Rivera y Sánchez debe exigir que se lo sacuda de encima quien quiera hablar con él de algo importante. Qué raro no se lo hayan exigido Felipe González, la banca, la patronal y la Iglesia.
La campaña se nos puede hacer larga. Demasiada ramplonería, demasiada hipocresía y demasiado cinismo nos espera. Y quizá Sánchez podría recordar que al final Neymar no hizo el gesto y el Barça se quedó sin él.
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