El problema de cambiarlo todo para que nada cambie es que a veces nos encontramos con que nada cambia. Sin darnos cuenta la referencia al dolor y atraso causados por años de dictadura y crímenes pasa a ser «un punto de vista» e incluso un extremismo. Al retirar los restos del déspota de un lugar de culto nos topamos con que leyes de otros tiempos hacen inviolables para los poderes públicos los recintos sagrados y que en ellos la autoridad religiosa, así sea un pelele falangista tan momia como el dictador, está por encima de la autoridad civil. Y esos truenos centellean especialmente en la enseñanza. Nuestro sistema educativo se parece a veces a Comala, el pueblo de Pedro Páramo donde todas las voces salvo la de Juan Preciado son de difuntos. Las voces de los vivos relativas a la educación quedan anegadas en estos tiempos por otras voces que traen acentos de un pasado perezoso que remolonea como esos papeles que hacen espirales con el aire suave y que no acaba de irse. Planean estos días sobre la enseñanza voces que hablan de valores de Occidente y cristianismo frente al islam; de terrenos públicos que se regalan a colegios religiosos para que monten negocios de piscinas; de control fundamentalista de profesores y vida académica; de direcciones generales de consejerías expresamente encargadas de entregar a la Iglesia católica los centros de enseñanza; de unos contenidos adelgazados y reducidos a un utilitarismo torpe que nunca llega a ser útil; de bancos y empresas mangoneando para que la enseñanza sea su granero de formación ad hoc y las becas se sustituyan por créditos lucrativos para ellos; de sustituir la planificación para objetivos globales por una desregulación montuna disfrazada de libertad de elección de centro; de un sistema educativo con los espacios de exclusividad de una sociedad desagregada y desigual. Son ecos de la Edad Media, del capitalismo del siglo XIX y de todas esas centurias en que la Iglesia era quien estaba a cargo de la enseñanza y el analfabetismo era de más del noventa por ciento. El sentido común parece un Juan Preciado ahogado por psicofonías de difuntos.
Y tendremos que repetirnos cíclicamente el sentido común para que la maraña de desvaríos no acabe aturdiéndonos. El sentido común consiste en recordar las tres patas de lo que es la educación en una sociedad civilizada y el papel que hace el mercado y la Iglesia sobre esas tres patas. Las tres patas son el progreso económico, el bienestar y la igualdad de oportunidades. En la primera todo el mundo está de acuerdo. El sistema educativo puede afectar mucho al tipo de trabajo que puede conseguir un individuo y a la prosperidad material de un país. Con la evidencia de esta primera algunos quieren hacernos olvidar la segunda pata. Igual que la salud, la educación es un aspecto del bienestar de las personas. Una formación adecuada afecta a la autonomía personal, la reacción inteligente a las circunstancias, el manejo cabal de las situaciones de ventaja y las de desventaja y la sensibilidad para la complejidad y las artes. En lo social, cuando la gente está formada, por alguna razón grita menos, no escupe en el suelo, echa los papeles en la papelera, escucha más, respeta mejor los turnos y entiende mejor los procesos extensos en el tiempo. Y los que quieren hacernos olvidar la segunda pata son abiertamente hostiles a la tercera, la igualdad de oportunidades. La gente no nace con las mismas posibilidades. En unas casas hay libros y en otras no, hay ciudades con bibliotecas y pueblos sin ellas, familias acomodadas y familias humildes, familias protectoras y familias problemáticas. El sistema educativo es lo que puede corregir esas diferencias, de manera que los individuos no tengan que jugar la partida con las cartas desiguales que les tocaron por nacimiento. La palabra igualdad unas veces se usa en un sentido relativo y otras veces en un sentido radical. La igualdad es relativa cuando hablamos de riqueza. La exigencia de que se corrijan las insultantes desigualdades actuales no pretende que, literalmente, todo el mundo cobre lo mismo al mes. Pero la igualdad es radical cuando hablamos de razas o género. La igualdad de negros y blancos y hombres y mujeres solo puede ser literal y radical. Y la igualdad de oportunidades también: radical, literal e innegociable.
La relación del cacareado mercado y de la Iglesia con esta triple perspectiva es de conflicto. El mercado es un mecanismo fundamental para el consumo, pero no para la igualdad. El mercado hace que los restaurantes que tienen clientes y ganan dinero sean los que mejor calidad o precio ofrecen y eso es bueno porque como consumidores queremos que los restaurantes sean buenos y no malos y caros. Pero ese mecanismo no sirve para garantizar que la gente no pase hambre. No se trata de condenar o adorar el mercado, sino de reconocer para qué es útil y para qué es un problema. El mecanismo de mercado no puede ser lo que regule la enseñanza ni la sanidad porque debemos aspirar a la igualdad de oportunidades y a la igualdad en la salud y el mercado no puede provocar ese efecto. Puede hacer que la mejor cardióloga tenga más pacientes y gane más dinero, pero no que todos estemos igualmente atendidos cuando tengamos arritmias. El mecanismo de consumo solo conoce el corto plazo y por eso en el caso de la enseñanza la disfunción es mayor. Una persona sabe si el médico la curó y si el abogado consiguió que ganara su caso. Pero la calidad de enseñanza se consigue por aciertos de mucha gente en períodos dilatados de tiempo. La decisión del consumidor sobre un producto cuyos efectos son diferidos en el tiempo no puede ser un buen regulador de la calidad de ese producto. La libertad de elección de los padres no puede ser una artimaña para la desregulación del sistema. Cada uno sabe lo que elige, pero no sabe el efecto global que causan muchos padres y madres haciendo elecciones parecidas, no pueden captar si la sociedad se está quebrando y si las desigualdades se hacen insoportables ni pueden percibir guetos que, además de injustos, se van haciendo peligrosos. No es eso lo que eligen individualmente, pero es eso lo que ocurre si el sistema se reduce a elecciones individuales ciegas de una en una al conjunto completo.
La Iglesia cerró sus acuerdos con el Estado antes de la Constitución y así pasó por encima de ella. Su encaje en la democracia es anómalo y estridente y sus privilegios son una disfunción anacrónica. Las derechas quieren desregular el sistema educativo y privatizarlo. Como son además muy conservadoras se apoyan en la Iglesia, que es el principal foco conservador en España. La Iglesia necesita un sistema privatizado con fondos públicos para dominar la enseñanza. El mecanismo de mercado es la horma en la que inyectan sus propósitos. Lo llaman libertad para aparentar moralidad. Por eso derechas e Iglesia se realimentan en la educación y emplean los dineros públicos en un capitalismo de amiguetes de libro (la expresión tiene el inconveniente de sugerir que hay otro tipo de capitalismo). Como además los principios democráticos son negación de los autoritarios, hay ahora una presión fundamentalista católica, también alimentada por la Iglesia, que pretende que esos principios democráticos son una imposición y de ahí el intento del pin inquisitorial.
Oiremos en campaña al PSOE hablar de enseñanza pública y de aumento de los presupuestos. Tranquilizará a la Iglesia, pero no a quienes dice defender. Algunos de sus veteranos, convertidos con el tiempo en caciques resecos, seguirán pidiendo gran coalición con el PP. Sánchez dirá lo que le convenga, pero hay algo que no dirá. Si se está con la ultraderecha en Madrid y Andalucía desmontando entre otros el servicio público de enseñanza, se está en la trinchera del fanatismo ultraderechista y no se tienen credenciales para hablar del bien común. El progreso económico es una necesidad, el bienestar es una pauta de civilización y la igualdad de oportunidades es un frente irrenunciable. Lo que menoscabe esto es morralla antañona.
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